Judith Contreras
Final de la avenida
7ª. 2012
El final de la avenida séptima de Cúcuta
podría denominarse de mala muerte. Se siente la inseguridad, el frío de la
noche es intenso y el flujo de transeúntes es a pasos acelerados. El constante
movimiento de los celadores de los bares que hay en el sector genera
desconfianza y miedo. La justicia social, los valores y los principios morales
se omiten para sobrevivir.
El ambiente es deprimente desde que
empieza el recorrido hasta que termina. Algunos negocios destacan por tener más
prestigio que los demás. ‘La Popita’ lleva 27 años dedicado a complacer a los
clientes exigentes que lo frecuentan. Cuarentaisiete mujeres prestan el
servicio de trabajadoras sexuales a los hombres que buscan diversión.
Tiene una fachada centrada en el
erotismo, el aviso que lo identifica permite diferenciarlo de los demás. El
jefe de seguridad, ‘Pablo’, es arrogante al momento de contestar preguntas
sobre el sitio. Ofreció los datos elementales y nada más. Habló del total de
las mujeres que laboran y los servicios de seguridad. No alzó la mirada. Solo
se dedicó a arreglar un crucifijo.
En el recorrido se aprecian desempleados,
vendedores ambulantes, hombres de la tercera edad que se rebuscan la comida en
este lujurioso ambiente. Benjamín forma parte de la lista de ancianos que no
tienen familiares que se preocupen por defender sus derechos para vivir
tranquilo los últimos años. Transita de arriba abajo, de abajo arriba. Vende
tarjetas con mensajes de amor y folletos de amistad. Su vestimenta da tristeza.
El pantalón desgastado, la camisa sucia por el andar diario, la mirada opaca y
el sombrero desvencijado lo hacen ver como un mendigo.
‘El Triunfo’ es otro de los prostíbulos.
Existe hace 20 años y ahí trabajan 35 mujeres a la semana. Prestan el incómodo
servicio sexual y complacen a los diferentes tipos de clientes que las
frecuentan. Los fines de semana, se dobla el número de prostitutas. La fachada
del lugar inspira pobreza. Las instalaciones interiores están mejor adecuadas y
son apropiadas para el negocio. Adentro, se refleja la típica atmósfera de
clientes que buscan sexo, distracción y alegría en la cama con esas mujeres
desconocidas.
‘Omar’ es portero, barman, animador y
jefe de seguridad de ‘El Triunfo’. Ríe al comentar las múltiples
funciones que cumple en el bar. Es el encargado de hacer valer las reglas del
recinto. La idea principal del prostíbulo es hacer gozar a los que lo
frecuentan, pero no se puede armar bochinche, pelea o sacar a las mujeres del
negocio. Los clientes van desde jóvenes hasta adultos. No hay límite de estrato
social, aunque el bar abarque un aspecto de bajo mundo.
Las historias de vida son variadas.
Deicy, ‘La Chiquita’, dijo con marcado acento paisa que “la vida es para
disfrutarla. No me importa lo que los demás piensen de mí, de lo que hago, pues
es por necesidad. Llevo la mitad de mi vida siendo puta. Tengo 28 años. Empecé
a cambiar mi cuerpo por comida”. Escapó de la casa a los 14 años. Sintió que su
mamá no tenía cómo darle estudio y prefirió huir. Era menor de edad y no podía
trabajar sino en la calle, pero le daba miedo. Una vecina, metida en este
negocio de la prostitución, la indujo. Era niña y además virgen. “En el establecimiento
que comencé no me dejaban al público. Me ofrecían a los mejores clientes.
Llegaban hasta la habitación para que los atendiera y salieran satisfechos”. La
nostalgia aflora al recordar esos momentos.
Afuera de un bar sin nombre, con puerta de
aspecto rudimentario, dos jóvenes cuidan la calle y una mujer atractiva se les
ofrece a los hombres que van por el andén. La vestimenta la delata y muestra
con su actitud hostil la carencia de clientes esa noche. Lleva la blusa
abierta. El escote tiene estampado de cebra, licra de leopardo, cabello
rubio desgastado, maquillaje estrambótico y zapatillas doradas. Camina de
izquierda a derecha. Juega con los celadores del bar. Mueve la cabellera para
llamar la atención. El cliente de turno usa gorra, pantalones casuales, zapatos
deportivos y aspecto interesante. Ese hombre, que no parece frecuentar la
avenida, se llevó ‘a la leona en celo’ por el pasillo del bar.
A lo largo de la avenida se pueden contar
10 bares. Algunos con grandes y lujosos avisos; otros, con apariencia
desagradable y oscura. Las ‘Residencias Guanaré’ tienen un letrero viejo, opaco
y maltratado por los años. Económico y con mujeres mayores. Les dicen
“prostitutas jubiladas” y la tarifa es de $5000. Es conocido como ‘los
chochales’ y lo frecuentan abuelos, conductores de busetas y vendedores
ambulantes de la Terminal.
‘Manuela’, de 32 años, es de Pereira.
Lleva 8 años en la profesión desde que llegó a Cúcuta. “Antes de ser esto,
trabajaba en una fábrica manipulando máquinas. La fábrica cerró y despidió a
todo el personal”. Buscó trabajo y no encontró un oficio decente. “En Cúcuta
hay más desempleo que habitantes”, dijo con ironía. La última alternativa
laboral fue meterse en ese lugar. El tono de la voz se volvió agudo. “Me tocó.
Qué más”. Tiene dos hijos, uno de 12 años y otro de 7. El menor es hijo de un
cliente y al que no volvió a ver. Le pagan $20.000 por turno. La familia sabe
en lo que labora, pero los niños no.
Al terminar el recorrido el ambiente es
de tinieblas y desasosiego. La vida del personal que habita en las noches de
Cúcuta es intranquila y delirante.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.