John J. Jaimes
No son muchos cucuteños los que se acuerdan de los eventos que se registraron en la ciudad en la primera mitad del siglo pasado, cuando la hermosa y blanca San José era una población que florecía al ritmo de la cantidad de inmigrantes que llegaban a sus huestes con la ilusión de asentarse definitivamente en el ardiente valle de Guasimales.
El creciente comercio con el puerto de Maracaibo en Venezuela y el ser ruta obligada de quienes pretendían pasar su mercancía hacía o desde el interior del país, hicieron que múltiples empresarios del espectáculo y las artes pusieran sus ojos en la ciudad e hicieran de esta, un punto propicio para sacar provecho económico de sus actividades.
Desde los albores del siglo, el Teatro Guzmán Berti, fue el epicentro del entretenimiento y la actividad cultural de los cucuteños de antaño. En este escenario no solamente se rindió culto a manifestaciones en las bellas artes, sino que sirvió además para brindar al pueblo, espectáculos circenses de las más variadas connotaciones que hicieron alusión a los gustos del pueblo raso, ese que, como bien lo dice el viejo adagio latino, colmaba su vida con pan y circo.
Entre todos estos destaca uno en especial, que por su impacto en la sociedad y por los estragos económicos que causó, pasó de ser una anécdota a convertirse en un mito que tiene ya poca recordación entre quienes fueron testigos de ella.
Cuentan los que historias cuentan, que muriendo la estrambótica década de los treinta o, tal vez, en los albores de los cuarenta, llegó a la ciudad una compañía gitana de esas que deambulan por el mundo llevando artes y coloridos espectáculos desconocidos a tierras lejanas, al puro estilo macondiano.
Al día siguiente, la pequeña ciudad de treinta mil habitantes se inquietó con el ruidoso escándalo que generó la caravana en la que fue presentado con bombos y platillos, el espectáculo central que los recién llegados traían a los lugareños.
Cuentan quienes tuvieron oportunidad de verlo, que se trataba de un oriental. Un japonés chiquitico de 1.50 de estatura y de unos 40 ó 50 kilogramos de peso, amarillo de color y tan flaco y escuálido que las costillas se le asomaban entre la piel. El extraño personaje de la lejana tierra del sol naciente fue subido en el guardafango de un automóvil, alquilado especialmente para la ocasión, y paseado por las calles de la ciudad, precedido con una orquesta, con mucho ruido, pitos, matracas y esplendor.
En la parte posterior del carro y asomado por una ventana superior, un hombre vestido de chaquetín, como una especie de pingüino fuera de contexto, anunciaba a los cuatro vientos a través de un altavoz, el espectáculo sin igual del que serían testigos en menos de una semana, si accedían a pagar una módica suma de dinero para acceder al teatro, sitio donde tendría lugar el evento.
El hombre de la chaqueta anunciaba que el pequeño oriental era Maestro en Artes Marciales y que estaba dotado de una gran destreza para pelear. Decía también que dispuesto a mostrar sus extraordinarias habilidades si encontraba algún valiente que quisiera enfrentársele en un duelo cuerpo a cuerpo a cambio de la extraordinaria suma de quinientos pesos, dinero que para entonces representaba una cantidad bastante alta y tentadora.
“Aquí nadie sabía que era eso de Artes Marciales. Aquí los únicos Marciales que se conocían eran los de don Manuel Marciales. La gente se devanaba los sesos pensando que era eso de las Artes Marciales”
Sin embargo, el simpático evento no dejaba de despertar curiosidad entre los habitantes que, extrañados, se preguntaban por qué ese empresario estaba dispuesto a perder tal suma de dinero con aquel escuálido japonesito.
“Todo el mundo decía que se le podía enfrentar al japonés porque lo veían pequeño y flaco y no se explicaban cómo era posible no vencerlo en una pelea. Sin embargo no dejaba de despertar desconfianza entre la gente el hecho de que el señor fuera maestro en artes marciales, ya que no sabían que era y lo desconocido siempre acobarda. ‘Algún truco extraño tendrá ese señor para atreverse a apostar tanta plata por ese chiquitico’ decían algunos bastante contrariados con el evento aquel”
Por aquel entonces vivía en la ciudad un señor de nombre Manuel al que apodaban Manuelón que trabajaba en el mercado cubierto de la Avenida Sexta como ‘caleta’ o ‘bulteador’
“Manuelón era un hombre sumamente fuerte, sumamente robusto y se dedicaba a oficios muy duros, por lo que había desarrollado una musculatura descomunal y poseía una fuerza terrible. Era como un caballo viejo y basto, por donde pasaba había que abrirle campo porque al que pisara lo desbarataba. Era terriblemente grande y terriblemente torpe, grosero y burdo”
“La gente empezó a hablar de Manuelón por su descomunal fuerza. Él solo, casi todos los días se echaba en un solo viaje, tres bultos de plátano al hombro y esto lo repetía varías veces hasta desocupar carretadas completas de plátano. Manuelón era además temido porque por ser un hombre vulgar, sin ningún tipo de educación, su única afición era la de tomar guarapo en cantidades. Entonces se emborrachaba constantemente y andaba buscándole pleito al que se la atravesara, al que lo mirara feo, al que le dijera algo y pobrecito del que contaba con la mala suerte de enfrentarlo, porque quedaban eso sí, como se dice vulgarmente, para recoger con pala.
Alguna vez se escuchó que Manuelón, de quien nadie sabía de donde venía ni donde había nacido, había matado a dos hombres en una pelea a puño limpio, por allá en un pueblo lejano. Esa historia se dice que se la contó él, en alguna borrachera a un grupo de amigotes y estos se encargaron de difundir el rumor, cosa que a él no le molestaba porque entre más mala fama tuviera y más miedo despertara mejor mantenía su reputación”.
Los más allegados a este personaje, convencieron a Manuelón para que se enfrentara al japonés. Lo convencieron de que podía vencerlo en un par de segundos pues lo aventajaba en estatura, peso y fuerza. Se dice que Manuelón no había tenido oportunidad de ver al tipo por el que estaban ofreciendo quinientos pesos por vencerlo.
Lleno de curiosidad, el burdo ‘bulteador’ del mercado se fue hasta el sitio donde se había armado tanto escándalo para conocer al famoso maestro de artes marciales. Apenas lo vio, Manuelón no pudo contener la risa que le produjo ver a este personaje diminuto del que se decía que tenía grandes habilidades para la pelea. Se dirigió donde el empresario y le hizo saber que el aceptaba el reto de enfrentarse al oriental y que tuviera listos los quinientos pesos, porque ya eran de suyos.
Varios personajes de la ciudad se habían acercado ya a ofrecer su nombre para la pelea, pero ninguno había sido aceptado aún, pues el principal negocio del empresario no era el número de entradas que lograra vender, sino el dinero que pudiera recaudar en las apuestas.
Una vez se pactó la pelea, nuevamente el hombre que se disfrazaba de pingüino salió con su chaquetín y su altavoz, y asomado por la ventana trasera del automóvil, difundió a toda la ciudadanía que un valiente habitante local había aceptado el reto de pelear contra el eminente exponente de la sabia y milenaria cultura marcial del lejano oriente.
Los habitantes, curiosos, empezaron a preguntar cual de sus coterráneos había de enfrentarse al japonés, de quien ya se estaba especulando que poseía poderes mágicos.
Al enterarse del nombre del oponente, la gente se volcó a las taquillas y los sitios donde se estaban pactando las apuestas y empezó a jugársela a favor de Manuelón. “Creo que había un sitio donde se apostaba directamente, pero igualmente, varias personas, especialmente los dueños de pequeños negocios donde los vecinos se reunían a hablar, a beber algo, a departir un rato, vieron en esta pelea una buena oportunidad de hacer platica extra y se empezaron a pactar apuestas pequeñas, medianas y grandes. Había oportunidad para todos, con dinero o sin dinero”
La pelea fue pactada para una semana después del anuncio. Se invitó a la gente a comprar las boletas en las taquillas del teatro y a participar de los múltiples eventos que se irían a presentar en el transcurso de la semana venidera. “Las apuestas, obviamente, no se anunciaban. Todo el mundo sabía donde hacerlas e iba hasta allá. Lo que se anunciaba era la pelea, el espectáculo, la fanfarria, todo eso”
“Esa semana fue muy especial, recuerdo yo. Fue una semana de apuestas, de apuestas enormes. Hubo mucha fiesta, mucha expectativa y la gran mayoría era, lógicamente, Manuelista; nada que ver con ese amarillo tan flaco, tan chiquitico que parecía que ya se iba a caer”
La semana transcurrió en medio del dinero que iba y venía. La ilusión de algunos de ganarse unos pesos de más, la de otros que necesitaban para cubrir alguna deuda o necesidad y la siempre presente avaricia que mueve a tener cada vez más y más.
El anhelado día del enfrentamiento llegó y desde tempranas horas las personas que habían agotado la boletería días antes, se apostaron en largas colas que colmaron los andenes de la avenida sexta.
Antes de que el sol se pusiera las puertas se habían abierto y todas las localidades del teatro fueron llenándose poco a poco hasta alcanzar su capacidad máxima y llegar al sobrecupo.
“Ese día no había espacio par nadie más, literalmente no cabía una aguja. La cantidad enorme de gente provocaba sofoco y el apretujamiento hizo pensar a muchos que fuera a suceder alguna tragedia”
“Como gancho promocional se iba a proyectar una película antes pero la gente no dejó. Se pusieron a chiflar y a protestar porque lo que todo el mundo quería ver era la pelea. Nadie estaba interesado en ver ninguna película, de modo que no dejaron proyectarla”
Se apagaron las luces y la expectativa empezó a crecer. Una música fuerte, como de película épica empezó a sonar con mucho volumen y los corazones empezaron a acelerarse. Los aplausos de impaciencia empezaron y ante la intencionada demora empezó a escucharse en el auditorio un leve estribillo que en cuestión de segundos se convirtió en un clamor general que retumbó las paredes de madera del auditorio y se propagó por las calles polvorosas hasta todas las latitudes de la ciudad: “¡La pelea!, ¡la pelea!, ¡la pelea!”
De un momento a otro y en la cúspide de la efervescencia, la música se calló y fue reemplazada por un redoble de tambores muy fuerte que marcaba el ritmo de los corazones de los cientos de asistentes.
Sobre el escenario se encendieron unas luces rojas y la multitud empezó a delirar cuando el presentador, luego del protocolo, pronunció los nombres de los oponentes y estos salieron al improvisado ring boxístico.
“Recuerdo que Manuelón estaba ataviado con una piel de tigre que le atravesaba el cuerpo de derecha a izquierda. Exhibía su musculatura espectacular, brillante por el sudor y salió con una cara de furia terrible, lanzando gritos vociferantes, ofensivos que levantaron entre la multitud una efusividad increíble. Empezaron a corear su nombre con vivas y aplausos. La locura era total. El japonesito también lucía otra pielecita de tigrecito chiquitica”
Empezó la pelea. El griterío de la multitud colmaba el escenario de euforia mientras en el ring los dos oponentes se batían a muerte. “Bueno, intentaba batirse porque la verdad es que en los primeros minutos que fueron eternos, el único que parecía moverse era Manuelón que entró a atacar con furia al japonés, que se dedicó a esquivar los golpes con una agilidad increíble”
“El público como quería ver golpes y mucha sangre, pues al ver que no había nada de eso poco a poco empezó a perder el entusiasmo y los gritos empezaron a aplacarse hasta convertirse en silencio y luego en protesta”
Los acalorados gritos de euforia se transformaron entonces en abucheos, silbidos y palabras de grueso calibre, tanto para el japonés, como para el favorito de todos: Manuelón, quien para desilusión de los espectadores no había logrado conectarle un solo golpe a su pequeño oponente.
“Manuelón le tiraba unos puñetazos que si lo agarra lo vuelve añicos. Le tiraba patadas, le tiraba muela, le tiraba todo lo que tenía que tirar y ese hombre no se dejaba agarrar por ningún lado. En cambio, cada vez que Manuelón le dejaba espacio, y para sorpresa de todos, el japonés le conectaba tremendas patadas en la cara, patadas en la barriga, patadas en el trasero, en el pecho y eso lo volvió loco”
El público, ávido de violencia, empezó a delirar ante tal demostración de agilidad y espectacularidad presentada por el pequeño japonesito, por quien nadie daba un peso.
“En lo más álgido de la pelea, el pobre Manuelón echaba cachaza de la rabia y de la furia que tenía. Estaba literalmente loco y no sabía que hacer con tanto golpe que recibía y que no podía dar. Ese chiquitico se le escabullía de forma impresionante hasta que lo hizo morder el polvo. De pronto se dejó agarrar del maestro de artes marciales, cuando de pronto lanzó un grito feroz: ‘Me apuñaleó, me apuñaleó este hijo de puta’ Gritaba herido y salió brincando por encima de todo el mundo, por encima del escenario y salió por la entrada principal corriendo por las calles gritando ‘ese hijo de puta me ha apuñaleado’”
Luego de la huída de Manuelón, el maestro oriental, que dominaba el español, dio una serie de explicaciones acerca de lo que eran las artes marciales. Explicó que el nombre de la exhibición era Karate Do y que esta disciplina aprovechaba la fuerza del oponente, sin importar el tamaño, para vencerlo, tal y como lo habían presenciado.
“Lo trágico de la historia, es que esa pelea le costó la vida a Manuelón, de quien no se supo absolutamente nada durante muchos días. Quienes tuvieron oportunidad de hablar con él, le pidieron explicación de por qué decía que lo había apuñaleado cuando no presentaba ninguna cicatriz ni herida. Lo que pasó fue que en un ataque del japonés, este con el filo de su mano le dio un golpe entre las costillas que de su misma fuerza se las abrió y el grandulón sintió como si un cuchillo hubiera atravesado su piel”
“Cuentan que Manuelón murió unas semanas después, no a consecuencia de los golpes, sino de una terrible depresión que lo llevó a los extremos de no comer y cayó víctima de alguna enfermedad por no nutrir su cuerpo. Es lo que los viejos llamamos ‘murió de pena moral’, que no era más que la terrible depresión de la que fue víctima por la vergüenza de haber salido derrotado ante el pueblo que antes lo admiraba y lo temía y que había puesto toda su confianza en él”
La gente no volvió a ver a Manuelón después de aquel memorable episodio y sólo supieron de él sus más cercanos amigos hasta el día que se conoció su muerte.
Aquella noche en el teatro fue de encontradas emociones. Los asistentes pasaron de la euforia al silencio y de la alegría a la rabia varias veces en corto tiempo. Algunos, muy pocos en realidad, ganaron dinero. Otros muchos, perdieron una buena cantidad. Algunos verían seriamente afectado su presupuesto familiar y todos los espectadores en absoluto, aprendieron algo nuevo sobre ese extraño arte de la guerra oriental que no olvidarían nunca de ahí hasta el fin de sus días.
Lo que sí es cierto es que en la actualidad muy pocos de los habitantes de la ciudad de antaño pueden dar testimonio certero de lo que ocurrió en esta mítica pelea, en ese mítico escenario, aquella noche en la que Cúcuta ganó una anécdota para su historia y Manuelón perdió su honor.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.