miércoles, 14 de diciembre de 2011

106.- EL TRANVIA DE CUCUTA

John J. Jaimes




Durante más de medio siglo las calles de Cúcuta fueron recorridas por el único amo y señor que tuvieron en las primeras décadas del siglo pasado: El Tranvía. Partía de la desaparecida Estación Cúcuta y recorría los cuatro puntos cardinales de la ciudad.

"En Cúcuta no se usaron jamás las mulas para tirar los livianos y ondulatorios carritos del tranvía. La compañía resolvió el problema con unas máquinas de vapor que muchas veces parecieron no tener la suficiente fuerza para arrastrar los cuatro coches plenos los domingos en la tarde", cuando los papás complacientes, los maridos amables y los novios gastadores, asaltaban los vehículos seguidos por toda la familia para hacer unos cuantos viajecitos, desde la Estación Cúcuta a Los Balkanes y viceversa.

Cuando las calles destapadas y quebradas de la floreciente San José, eran un nidal de polvo en verano y una pegachenta masa amorfa de barro en invierno, el ritmo de vida de sus poco más de treinta mil habitantes, era marcado por el trepidar constante de la campana que, durante casi cuarenta años, marcó el paso del rey indiscutible de las vías de entonces: El Tranvía de Cúcuta.

El Tranvía, como muchas cosas pasadas y actuales de la ciudad, estaba marcado por el sino paradójico de los pujantes moradores del Valle de Guasimales: era una máquina moderna pero obsoleta.


La primera locomotora de la Compañía del Ferrocarril, llegó el 6 de febrero de 1887 a la Estación Cúcuta, ubicada en el sitio que hoy ocupa la Terminal de Transporte y fue bautizada con el nombre de la ciudad a la que prestaría sus servicios durante casi tres cuartos de siglo: ‘Cúcuta’. Un año después llegaron las locomotoras ‘Colombia’ y ‘Santander’, cada una pesaba 5.4 toneladas y fueron construidas por las industrias Baldwin LW.

Sin embrago estas estaban destinadas a abrir campo al comercio local hacia el interior del país y a conectar a la ciudad con el mundo y fueron destinadas para el ferrocarril que uniría a Cúcuta con Maracaibo y Pamplona.

La necesidad de crear un sistema de transporte ferroviario fue sugerida unos años después por los líderes cívicos que tenía la vieja San José en aquel entonces.

La instalación de los rieles se realizó durante el transcurso del año 1888 y finalmente, el 30 de abril de 1889 fue inaugurado su primer trayecto. Partía de la Estación Cúcuta (Terminal de Transporte) a la Aduana Nacional (Centro Comercial El Oití) con un tramo de 1.7 Km.

Posteriormente y a medida que la ciudad se iba extendiendo con el correr de los años, fue necesario ampliar la red ferroviaria urbana y fue así como se dieron al servicio del público las rutas: Estación Cúcuta- Estación Rosetal (Actual Bomba Rosetal, Av. Gran Colombia) en 1893, Estación Cúcuta- Estación Sur (Puente San Rafael) en 1919, Estación Cúcuta- Puente Espuma (Actual sitio del Cementerio Central) en 1927.

Las locomotoras que accionaban el tranvía recordaban con sus nombres los ríos y quebradas más importantes de la región: ‘Pamplonita’, ‘Táchira’, ‘Floresta’, ‘Torbes’, ‘Tonchalá’ y ‘La Grita’.

Adicionalmente existían para la época sectores importantes y reconocidos fácilmente por los habitantes por su alta influencia en la vida cotidiana, tanto así que se convirtieron, no sólo en puntos de referencia, sino en puntos donde el tranvía terminaba su recorrido para empezar nuevamente a la inversa. Es así como Los Balkanes (Av. 5 con Calle 13) y La Estrella (Av.7 con Calles 12 y 13) eran destino de las familias que usaban el servicio en sus planes domingueros. Al llegar a estos puntos, a la locomotora le eran desprendidos los vagones para reemplazarlos por otros acondicionados siempre en la dirección contraria. Es decir que quien pretendiera hacer el recorrido completo debía bajarse en los puntos mencionados y ubicarse en un nuevo vagón.

Sandalio Pérez recuerda con alegría su época de niño en la que todos los días, incesantemente, corría junto a una docena más de sus amiguitos tras la máquina hasta lograr colgarse del último vagón y pasear gratis aunque fuera unas cuadras, ya que la mirada vigilante y el terrible carácter de Guillermo Duque, el empleado encargado de recaudar el valor del pasaje, de espantar a los muchachos y de pelear con las señoras que pretendían subir a toda sus hijos gratis, impedían que pudieran hacer el recorrido completo.

“Cuando escuchábamos la campana nos poníamos pilas y esperábamos detrás de alguna esquina bien escondidos para que no nos fuera ver el maquinista. Ni el maquinista ni los empleados que se la pasaban pendientes de a que horas se les iba subir algún ‘pato’ sin pagar. Nosotros lo sabíamos y lo hacíamos como juego, puro juego porque ¿Para dónde íbamos a ir?, no necesitábamos ir a ningún lado, simplemente corríamos detrás de esa locomotora como locos y la competencia era el que mas tiempo y distancia pudiera durar colgado sin que lo bajaran. El record nunca se lo pudimos quitar a Leandro, el vecino cartagenero de la cuadra quien sorprendentemente y para nuestra eterna envidia duró guindado diez calles completas antes de que Don Guillermo se diera cuenta e hiciera parar el tren para bajarlo. Leandro desde ese día dejó de apodarse simple ‘el costeño’ y pasó a ser ‘el perezoso’ por haberse agarrado de esa máquina tan fuerte como lo hacen esos famosos animalitos en los árboles de la costa. Además ni que decir que el costeñito se cotizó dentro del público infantil femenino del barrio” comenta entre risas Don Sandalio.

“Los conductores también se quedaron en la memoria de uno, claro que sí. El Negro Onofre, El Chato de La Rosa, Perozo, Duque. El Negro Onofre era malgeniado y muy serio en su trabajo. La gente le tenía respeto pero la verdad, con sus amigos siempre fue alegre y botaratas. Él decía que así le tocaba ser en el trabajo porque recién empezó se le colaba mucha gente. A él no le importaba pero el jefe lo regañó una vez tanto frente a todos sus compañeros, que para evitar eso nuevamente empezó a poner cara de huraño” recuerda Francisco, quien fue un fiel usuario del viejo tranvía.

“Eso montar era para tragar y tragar humo y llenarse la ropa de hollín. Eso los ojos, las orejas, el pelo, la camisa, el pantalón, quedaban llenos de puro polvillo negro y cuando a causa del calor y del sudor se quedaban pegados en la cara y en la piel, no se quitaban sino con jabón… había gente que se enfermaba si sufría de los bronquios. Lo mas chistoso era ver a esas señoras muy aseñoradas, con sus trajes blancos y de encaje llenos de hollín y espantándoselo con un abanico”

“Pero eso no importaba, uno ya estaba acostumbrado a que la máquina echaba humo y hollín, así como está acostumbrado a que en Cúcuta hace calor. Los domingos eran los días en que más gente viajaba en el tranvía. A toda hora uno lo veía pasar repleto de gente de todos los niveles sociales. Ahí si no se podía decir que el tranvía era para ricos o era para pobres porque todo el mundo viajaba en él, o por necesidad, o por pura diversión”

El Tranvía de Cúcuta también tuvo su sino trágico. No fueron pocos los accidentes leves, graves y fatales que se produjeron en sus rutas. Carlos Luis Jácome en ‘Cúcuta de Otros Días’, cuenta dos casos famosos que conmovieron a la sociedad cucuteña de principios del Siglo XX.

El primero fue el del abogado y ex Secretario de Gobierno, Eduardo Silva, llamado ‘El Chatico’, a quien el 28 de febrero de 1928, el Tranvía le cercenó de tajo su pie derecho cuando, en juegos de niños, intentaba subir sin pagar el pasaje luego de perseguir a la locomotora. El hecho tuvo lugar en la actual Calle Diez entre Avenidas Cuarta y Quinta, llamada entonces Calle Nariño, frente a un almacén conocido como Joyería El Sol.

Poco tiempo después sería otro chicuelo travieso, Luis Eduardo Salas, quien dejara sobre los rieles del tren los cinco dedos de su pie izquierdo.

“No sólo eso. Hubo accidentes fatales que le costaron la vida a mas de un borrachín”, comenta Sándalo Pérez, “Arriba para los lados del Cementerio Central, lo que se llamaba el Camellón del Cementerio y el Pozo del Carmen, que eran los sitios donde se concentraban las tabernas, los borrachos salían envalentonados y sin darse cuenta se le atravesaban al paso a la locomotora. Otros perdían un brazo, una pierna o quedaban muy mal de por vida porque esos rieles eran como cuchillos afilados” Culmina.

El Tranvía suspendió sus servicios el 1 de Noviembre de 1941, cuando el asfalto empezó a cubrir las calles de la ciudad para dar paso a los automóviles. En 1965 la hermosa y casi centenaria Estación Cúcuta fue demolida para dar paso a la construcción de la Central de Transportes y entró a formar parte de la triste y célebre lista de monumentos históricos despreciados por los propios habitantes de la ciudad a la que han prestado sus servicios.

En el sitio de la Estación Rosetal funciona desde hace años una bomba de gasolina que, por lo menos, lleva su mismo nombre, pero dista mucho de rendir homenaje a la memoria histórica de aquel sitio que, en aquel entonces, era el punto mas oriental de la vieja población de San José.

La Estación Sur no corre mejor suerte. Su otrora hermosa e imponente estructura arquitectónica es refugio hoy de talleres de mecánica y depósitos de pinturas, materiales y chatarra. Está pintarrajeada de muchos y muy feos colores y en su fachada se presentan, como signo sacrílego, anuncios publicitarios como prueba fidedigna del desdén y la ignominia con que los moradores de Cúcuta se comportan frente a su pasado.

Muchos de quienes pasan hoy por la Avenida Primera en el sector de San Rafael, ni siquiera se alcanzan a imaginar que ese monumento a la desidia y el mal gusto fue el punto de llegada más austral del tranvía municipal y el punto de partida del Ferrocarril de la Frontera hacia el sur.

De Los Balkanes, La Estrella, Puente Espuma y Puente Tatuco, solo queda el recuerdo.

En algunos pequeños tramos de la Avenida Sexta, frente al Parque Santander, aún se pueden observar como se asoman, negándose a ser borrados de la memoria colectiva, los rieles del amo y señor de las calles cucuteñas en la primera mitad del Siglo XX.

Y tal vez, si se aguza el oído en alguna noche callada, se pueda escuchar a lo lejos, el trepidar de la campana que, incesante, marcó el ritmo de la vida de los habitantes de la vieja Villa de San José de Guasimales.




Recopilado por : Gastón Bermúdez V.

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