Gerardo Raynaud
Inicio del
seminario
Desde el mismo momento de la creación de la diócesis de
Cúcuta y según lo estipulaba la misma Bula del papa Pío XII, en la que el
pontífice había determinado, “queremos que el obispo de Cúcuta funde lo más
pronto posible un seminario menor, según las normas establecidas por el derecho
canónico”, uno de los objetivos que se propuso el nuevo obispo, Luis Pérez
Hernández fue impulsar las vocaciones, sin embargo, su trabajo apostólico no le
alcanzó para dar inicio a las actividades materiales y le cupo el honor a su
sucesor, el excelso obispo Pablo Correa León, quien realizó la bendición
de la primera piedra del que posteriormente sería el Seminario Menor de Cúcuta,
el 29 de agosto de 1961.
Ambos prelados siguieron las instrucciones consignadas
en el canon 1534 del catolicismo en el que se lee que “todas las diócesis deben
tener en un lugar conveniente, escogido por el obispo, su seminario o colegio
en el cual, conforme a las posibilidades y amplitud de la diócesis, se forme
cierto número de jóvenes para el estado clerical.”
Luego de cinco años, durante los cuales se fueron
realizando los estudios y ajustes necesarios para obtener las autorizaciones
correspondientes y con ocasión de la celebración de los primeros diez años de
la fundación de la diócesis, el 26 de mayo de 1966 se inauguró, con toda la
solemnidad y la pompa que caracteriza a la iglesia católica, el Seminario
Diocesano, rodeado por todo su clero, por los benefactores del seminario, los
alumnos acompañados de sus padres y de los excelentísimos señores, arzobispo de
Nueva Pamplona y obispos de Bucaramanga, Barranca, Ocaña y San Cristóbal y el
señor prelado Nullius del Catatumbo.
Este último, para mayor conocimiento de mis lectores,
es un cargo similar al del obispo, a cargo de un territorio, no establecido
como diócesis, en el cual realiza todo lo que es jurisdicción de un obispo,
excepto lo propio del orden episcopal. Fue convertida en la diócesis de Tibú,
en 1998 por el papa Juan Pablo II, doce años después que esta región fuese
elevada a la condición de municipio.
A la inauguración del Seminario, asistieron además de
los anteriormente mencionados, las primeras autoridades del departamento y del
municipio, así como los comandantes de los cuerpos armados acantonados en el
lugar.
En las instalaciones del seminario, donde además se
estrenaba la capilla y el oratorio, se cumplió el acto inaugural en el cual, el
punto central es la concelebración de una misa por los siete prelados
asistentes, número sacro que recuerda los siete dones del Espíritu Santo.
En el primer sermón oficiado en el seminario, el obispo
Pablo Correa se dirigió a los participantes con unas bellas palabras de las
cuales extractamos algunos apartes:
“Es este un acto de
trascendencia suma en la vida religiosa de una diócesis y en la vida cultural
de un pueblo. La palabra seminario viene del latín y significa semillero; es
allí donde la Iglesia cuida con mano delicada por lo maternal, la semilla
divina de la vocación al santuario que Dios providente, va sembrando en el
corazón de los niños y jóvenes generosos que sienten en su ser desde la
primavera de la vida el ideal de consagrarse a Dios, a quien servir es reinar.
Acto de trascendencia para la vida religiosa
de una diócesis, sin sacerdotes no hay predicación, origen de la fe, sin
sacerdotes no hay culto divino para honrar a Dios, el sacerdote encarna el
evangelio y su sola presencia es la promulgación del decálogo.
El seminario es fuente
de cultura. La Iglesia exige al sacerdote grandes y prolijos estudios en
humanidades, ciencia, historia eclesiástica y profana, así como derecho,
liturgia, oratoria y lenguas clásicas y modernas.”
La ceremonia inicial culminó con una recepción social
ofrecida por la curia diocesana a los prelados visitantes y a todas las
personas e instituciones que contribuyeron desinteresadamente a la obra.
Siguiendo el protocolo establecido por la Iglesia, el
día de la iniciación de labores, el obispo de la ciudad expidió el decreto que
corresponde a la erección canónica del Seminario Menor de Cúcuta, decreto
refrendado por el Canciller de la Diócesis, el recordado padre Carlos Martínez.
En el decreto se hace alusión a las normas
recientemente modificadas por el Concilio Vaticano II, en las cuales establece
que en estos establecimientos “su género de vida sea la conveniente a la edad,
espíritu y evolución de los adolescentes y conforme a las normas de la sana
psicología, sin olvidar la experiencia de las cosas humanas y la relación con
la familia y que los estudios se organicen de modo que puedan continuarlos, sin
perjuicio, en otras instituciones si cambia de género de vida.
A partir de estos preceptos, el seminario queda
facultado para impartir enseñanza secundaria a todos los jóvenes de la ciudad y
el territorio de la diócesis, siguiendo el “pensum oficial”, esto es, el
establecido por el Ministerio de Educación Nacional, de manera que los alumnos
que demuestren inclinaciones y aptitudes para el sacerdocio, puedan continuar
sus estudios propiamente eclesiásticos en un seminario mayor y los demás,
quedan intelectual y moralmente formados para servir en el laicado como
cristianos integrales.
El decreto también establece, que de acuerdo con el
canon 100, se le concede personería moral eclesiástica, lo cual le permite ser
reconocido como institución de educación religiosa y recibir todos los
beneficios que para tal fin están definidos en la Iglesia Católica.
Para ese primer año de labores, el colegio tenía abierto
tres cursos; quinto de primaria, primero y segundo de bachillerato, en los
cuales se matricularon cuarenta y ocho estudiantes y que se consideran los
alumnos fundadores, el rector y vice-rector eran los sacerdotes Eduardo
Trujillo y Guillermo González, los profesores seminaristas Enrique Botello y
Gonzalo Pérez y el director espiritual, padre Ignacio Latorre.
Entre los fundadores, sólo nombraré algunos, por razón
de las restricciones de espacio y espero me excusen quienes no sean nombrados.
Entre otros estaban, en quinta elemental, Antonio
Vicente Granados, Carlos Humberto Montañez, Pablo Emilio Vanegas y Luis Carlos
Lázaro; en primero, David y Eduardo Almeida, Álvaro y Antonio Ochoa y Daniel
Terán.
En segundo de bachillerato y quienes serían los primeros
Bachilleres; de este grupo inicial de 16 estudiante terminaron 13, entre
quienes figuran, Emel Arévalo y Germán Eduardo Parra, quienes serían los
primeros sacerdotes egresados, Hugo Álvarez, los ingenieros Alfonso Palacios y
Álvaro Castro, profesionales en diferentes especialidades como Kiko Vargas,
Ramón Vidal, Eduardo Peñaranda, Jaime Chaparro, Rafael Botello y el
abogado agropecuario Pedro Roa. De este grupo, dos fallecidos, Aníbal
Díaz y José Rafael Balaguera.
Primeros bachilleres
Durante la década
de los años sesenta se presentó en la ciudad un período de prosperidad, como
consecuencia de los cambios políticos surgidos en ambos países, al transitar
por la nueva senda de la democracia luego de años de turbulentos episodios de
dictaduras y regímenes autocráticos que por igual se presentaron tanto en
Colombia como en Venezuela.
Al final de los
cincuenta, ambas naciones se habían sacudido de estas incómodas situaciones y
emprendido el camino de la democracia participativa casi simultáneamente pues
la diferencia fue de escasos meses entre los años 58 y 59 del siglo pasado.
En las crónicas
anteriores hicimos referencia de algunos de los colegios, tanto masculinos como
femeninos, que han sido o que fueron tradicionales en la Cúcuta de antaño.
Sin embargo,
algunas necesidades faltaban aún por satisfacer además de las profesionales que
comentábamos, debido a la falta de universidades, razón por la cual quienes
querían seguir sus estudios profesionales no les quedaba más opción que
trasladarse a las grandes capitales o al exterior.
Algunos optaban
por universidades venezolanas aprovechando su condición de doble nacionalidad,
que dicho sea de paso, entonces era ilegal.
Faltaba pues,
la satisfacción de las necesidades espirituales. Las vocaciones religiosas eran
orientadas desde la curia hacia los seminarios de las otras ciudades y en el
caso local hacia el Seminario Mayor de Pamplona.
La sensible
disminución de las vocaciones sacerdotales fue un tema que a mediados del siglo
pasado preocupaba seriamente a la iglesia católica. El Vaticano trató y evaluó
el tema buscando la fórmula que impulsara nuevamente el gusto por las carreras
religiosas y luego de un largo y profundo análisis concluyó que las vocaciones
no solamente nacían con el individuo sino que también podían adquirirse y
cultivarse con el tiempo y con dedicación, pero se le debía ayudar a la persona
a forjar su personalidad y su juicio religioso desde la más temprana edad.
Fundamentados
en esta lógica y con la ayuda posterior de las reformas realizadas en el
Concilio Vaticano II, la iglesia católica inició la propagación de sus
seminarios menores que no eran más que otros colegios, pero con énfasis en el
desarrollo de los temas de la Fe Cristiana como prioridad académica.
Si mal no recuerdo,
en sus comienzos, el Seminario Menor estaba ubicado en una casona alejada del
“mundanal ruido” entre la autopista a San Antonio y la carretera antigua a San
Antonio, en una finca llamada Los Cujíes. Esa localización no les permitía
facilidades a los futuros estudiantes, ni era atractivo por la lejanía así que
hubo que pensar en una ubicación que llenara las expectativas tanto de la
comunidad estudiantil como de la curia diocesana y esa se dio con las
instalaciones que fueron adaptadas en su sede de la Quinta Oriental (1986) en
un centro equidistante de los más diversos complementos.
El impulso dado
por monseñor Pablo Correa León fue decisivo y en febrero del 66 iniciaba
labores con unos sesenta estudiantes distribuidos en tres cursos entre quinto
de primaria y segundo de bachillerato, muchos de ellos venidos, especialmente,
de los pueblos del departamento, verdadero semillero de vocaciones y esperanza
de sus progenitores.
El rector,
reverendo padre Eduardo Trujillo, era el encargado de la dirección académica.
En lo espiritual, el guía era el presbítero Juan Ignacio Latorre; la mayoría de
los profesores eran sacerdotes, entre los que se recuerdan, Laureano
Ballesteros, Reinaldo Acevedo, Eloy Mora y Adolfo Villasmil entre otros, además
de maestros de la talla del ingeniero Víctor Andrade en física y del Hermano
Camilo, Lasallista, profesor de química.
Por fin,
recorrido el arduo camino de los estudios de bachillerato, 13 jóvenes
culminaron con éxito y obtuvieron su correspondiente cartón. No puedo asegurar
contundentemente que el objetivo principal se haya conseguido, pues al revisar
los resultados, podemos observar que sólo dos estudiantes siguieron la carrera
del sacerdocio, lo que matemáticamente da algo más del 15%.
Habría que
profundizar hasta el día de hoy, cuarenta años más tarde y aplicar la misma
fórmula para determinar la proporción de cumplimiento. Pero independientemente
de los resultados, esta crónica es un homenaje a quienes fueron los pioneros de
una experiencia que hoy se replica en todos los rincones del mundo,
particularmente en los países con presencia de la Iglesia Católica.
Entre los
primeros egresados, como ya dije, están dos sacerdotes: Hemel Arévalo y Germán
Eduardo Parra, párrocos en sendas iglesias locales; dos ingenieros civiles,
reconocidos por sus amplias trayectorias como constructores que son: los
ingenieros Alfonso Palacios Mora y Álvaro Castro Valencia; el administrador de
Empresas Luis Ernesto Vargas Cuberos y los educadores Ramón Vidal Ortiz y
Hernando Peñaranda.
Un médico
autoexiliado del cual no se tiene noticias recientes Jaime Chaparro Jaime y el
estudioso Rafael Darío Botello Ortega, quien primero estudió licenciatura en
Biología y Química y luego ingeniería mecánica, más o menos similar al
administrador de empresas agropecuarias Pedro Vicente Roa Cornejo quien al
parecer, descontento y desilusionado de su profesión, optó por el derecho como
nueva carrera profesional y dicen quienes lo conocen, que en ella se mueve como
pez en el agua.
Mención
especial merece Hugo Eliécer Álvarez Sanjuán, víctima de una terrible
enfermedad que le impide llevar una vida normal como los demás, pero que sus
compañeros y familiares, todos los días elevan plegarias al Padre Eterno para
que le de la fortaleza en esa lucha tan injusta como desigual.
Finalmente, dos que se fueron, abogados ambos, Aníbal Díaz Carvajal víctima de la intolerancia, de las balas asesinas que callaron su voz y truncaron su proyección humanitaria y José Manuel Balaguera a quien una terrible enfermedad lo persiguió por años hasta derrotarlo. Murió siendo Juez de la República.
Finalmente, dos que se fueron, abogados ambos, Aníbal Díaz Carvajal víctima de la intolerancia, de las balas asesinas que callaron su voz y truncaron su proyección humanitaria y José Manuel Balaguera a quien una terrible enfermedad lo persiguió por años hasta derrotarlo. Murió siendo Juez de la República.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
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