domingo, 12 de agosto de 2012

219.- LOS CAZADORES Y EL CATATUMBO


Gerardo Raynaud


 Selva del Catatumbo

Durante la primera mitad del siglo pasado y aún pasado el medio siglo, una de las actividades deportivas más practicadas en la comarca era la cacería. Los pocos profesionales en asocio con las personas más pudientes de la ciudad y la región, practicaban lo que en algunos países del viejo mundo se catalogaba como el deporte de los reyes. Aunque no era difícil hallar cotos de caza en las regiones aledañas no muy lejanas de los centros poblados de entonces, si era toda una aventura desplazarse por la inhóspita selva y los bosques profundos y húmedos que circundaban la jurisdicción de los temidos indígenas que antaño poblaron esta región.

No era necesario adentrarse en la selva de El Catatumbo como sugiere el título de esta crónica, bastaba desplazarse por la línea del ferrocarril de Cúcuta y en sus alrededores se encontrarían fácilmente, venados, chigüiros, dantas, tigrillos y otras piezas no menos fáciles de cazar con las armas que contaban con orgullo los cazadores de entonces. Los más experimentados y adinerados exhibían sus escopetas de riego importadas de los Estados Unidos, por lo general de marca Winchester, mientras que los menos favorecidos se contentaban con su escopeta de “fisto”, prácticamente de las que utilizaron los soldados patriotas durante las gestas de la independencia y los soldados que luego se trenzaron en las cruentas batallas de las guerras civiles, especialmente la de los “mil días” que tuvo presencia por estos lares con particular fiereza.

Pero no son estos cazadores el tema principal de hoy. Me quiero referir a los cazadores que fueron contratados por las compañías petroleras Colpet y Sagoc para garantizar la seguridad de sus funcionarios y empleados durante la etapa de exploración y posterior explotación del oro negro en el territorio de los indios Motilones.

Recordemos que los Motilones eran una tribu guerrera descendientes de Caribes que se caracterizaban por su fiereza. Tenían caciques para la caza y para la pesca, en una estructura que hoy admiraríamos por su sentido pragmático, pero también tenían caciques dedicados al arte de la guerra y no solo para defenderse de sus enemigos naturales sino también para conquistar los recursos que los mantenían y les permitían crecer y diversificarse hasta que desafortunadamente apareció el hombre blanco, usurpando su territorio y menguando sus recursos al punto que difícilmente logró sobrevivir.

A medida que avanzaba la compañía petrolera, la tala indiscriminada del bosque nativo con sus árboles de maderas preciosas, no sólo por parte de la compañía sino de todos quienes aprovechaban el avance de la colonización iban menguando la fortaleza de la naturaleza y de todos quienes de ella dependían.

Para los motilones, la guerra era un acto social de trascendencia, relata Alfredo Molano en su escrito sobre El Catatumbo, iban a la guerra como quien se dirige a una fiesta, hombres, mujeres y niños, por igual participaban de esos encuentros sangrientos y crueles en la mayoría de los casos, pero era para ellos el secreto de su fuerza y tal vez, por ello, la conquista de su territorio solamente vino a producirse en años recientes, más por el producto del agotamiento de los recursos que por sometimiento a la voluntad de los invasores.

Al principio, los cazadores gringos que vinieron a defender, supuestamente, las instalaciones de la petrolera y constituían su ejército privado, se dedicaron a la cacería del caimán o cocodrilo que abundaba en la aguas de los ríos de la cuenca de El Catatumbo; lo hacían para obtener las pieles que luego vendían en los mercados locales y que utilizaban para la manufactura de zapatos, bolsos y correas que se vendían en los más exclusivos almacenes, muchos de los cuales se exportaban a los países del norte con buen margen de ganancias.

Este ejército de cazadores gringos, a veces recordaba a sus ancestros del viejo oeste americano y confundían a los Motilones con sus tradicionales enemigos pieles rojas, apaches o comanches y entraban en sus bohíos acribillando a cuanto objeto se moviera. No hay mucha documentación sobre estas masacres, pero se sabía que cada vez que algún empleado resultaba herido con las flechas de macana de los indígenas, una comisión de cazadores salía en retaliación a buscar a quienes castigar. 




Trabajador víctima de las flechas indígenas


El antropólogo Eduardo Ariza, uno de los pocos estudiosos de la región, narra que en  febrero de 1939 un empleado de la Colpet fue muerto a flechazos en una arremetida de los Motilones a un campamento de la compañía en Río de Oro; indignados sus compañeros de trabajo con la ayuda del personal americano encargado de la custodia, ubicaron un bohío indígena en territorio venezolano, se ubicaron en los cuatro accesos de la vivienda colectiva y emboscaron a todos sus habitantes.

Nunca se supo el número exacto de muertos a pesar que el gobierno venezolano envió una comisión a investigar. En desarrollo de las pesquisas encontraron un sobreviviente; un niño de tres años, herido y que trasladaron al hospital de Petrolea. Una vez curado, el niño fue “adoptado” por los gringos de la petrolera y lo bautizaron con el nombre de Martín y que ya adulto fue la persona que sirvió de enlace a un personaje que durante mucho tiempo permaneció entre los Motilones y de quien se habló profusamente, el noruego Bruce Olson, un antropólogo misionero que llegó en 1963 y de quien dicen que logró convencer a los Motilones para que lo dejaran extraer muestras de valiosos  minerales que sacaba en los aviones y helicópteros de la compañía.

Nada de eso logró comprobarse. Pero sí logró convencer al cacique Bobarishora de acompañarlo a Bogotá y luego a los Estados Unidos, todo por cuenta del tanque de la Colpet. De todos estos contactos no se lograron mayores beneficios, pero la aproximación de los indígenas a la “civilización” sólo les causó desastres pues a los pocos días se desató una epidemia que diezmó a la población que estaba agrupada en los alrededores del río Catatumbo, de los cuales murió casi el cincuenta por ciento, algunos lograron sobrevivir internándose en la Serranía del Perijá donde se mantuvieron a distancia del hombre blanco hasta el día de hoy.




 Recopilado por : Gastón Bermúdez V.

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