jueves, 16 de agosto de 2012

221.- LA JUGADA


Rafael Canal Sorzano



En la primera mitad del Siglo XX era muy frecuente que los campesinos venezolanos del Estado Táchira vinieran a Cúcuta y a diferentes lugares de la frontera.

Procedentes de Capacho, Lobatera, Táriba, Colón y San Pedro del Río, pasaban la frontera sin ningún problema con sus recuas de mulas cargadas de repollos, cebollas y, cuando el precio les era favorable, de panela.

Esta gente hacía mercado de lo que conseguía a mejor precio que en su tierra, cargaban sus animales y se regresaban para sus fincas, sin permisos consulares, sin temor a guardias civiles o de aduanas.

Existía un intercambio de productos agrícolas, de sincera, práctica y cordial amistad. Una población flotante compuesta por gente de las dos nacionalidades.

En las temporadas de cosecha de café del Estado Táchira se movilizaban masivamente para la recolección en los meses de septiembre a diciembre y regresaban a Colombia a recolectar la cosecha en el Departamento Norte de Santander, durante los meses de marzo a julio.

Esta migración masiva igualmente se hacía en aquellas épocas sin permisos, sin problemas, sin registros y sin contratos.

Los obreros de una u otra nacionalidad emulaban en honradez, diligencia y cumplimiento en su trabajo. Aquella gente era nómada, libérrima y despreocupada.

Cuando una mujer quedaba sola, por cualquier razón, no se tardaba una hora en encontrar con quien “hacer rancho”, expresión que quería decir juntarse, asociarse o amancebarse. Esta especie de contrato reunía generalmente las tres condiciones, ya que hacían una sola bolsa con los jornales que ganaban, y de ella pagaban todos los gastos de la pareja, así fueran viajes, saludo, ropa o parrandas, en las que tomaran parte ambos. La bolsa también era motivo de disputas, peleas y separaciones irremediables. Algunas de estas parejas persistían en sus buenas relaciones y hasta llegaban a casarse.

Yo fui padrino de muchas de estas uniones, sin que por un solo momento me hubiera metido de componedor, sencillamente porque los campesinos de mi tierra, que trabajaron a mis órdenes, me buscaban como padrino de su matrimonio o de sus hijos. Tal vez, he pensado, debo tener una cara especial para estas cosas.

Lo cierto es que durante diez años que administré una finca de mi familia, las personas que estuvieron a mis órdenes me tomaron gran aprecio y, la mejor manera de hacérmelo saber, fue la de pedirme que apadrinara sus uniones o a sus hijos. El recuerdo más conmovedor que tengo son las palabras de una viejita que encontré como cinco años después de haber entregado la administración de aquella finca. Me dijo: “Ay, don Rafael, cuando usted administraba la Selva, esa era la finca de los pobres, ahora es la finca de los ricos”. Después de oír las palabras de Carlina, a los dos se nos salieron las lágrimas de la emoción.

Un buen día en una finca, en Chinácota, me encontré con un hombre, quien me dijo: “Lo que soy se lo debo a usted, que me dio de comer mientras asistía a la escuela que construyó y en la que sostenía a las señoritas Galvis como maestras. Allí aprendí a leer, a escribir, las cuatro operaciones, a trabajar y a ser hombre honrado y correcto”.

Estos son recuerdos que vienen a mi mente de esa gente honrada y buena, de aquellos tiempos en que patrones y obreros emulaban en comprensión, honestidad y bondad. Hoy en cambio es aterrador el abismo existente entre las clases que dan trabajo y los obreros, abismo atizado por el odio que inculcan en la gente menguados politicastros, quienes desconocen que al trabajo, especialmente el del campesino, hay que ponerle mucho esfuerzo, mucho amor a la tierra y mucha comprensión.

Los campesinos más pudientes vendían sus productos y aprovechaban el viaje a Cúcuta para buscar alguna diversión o esparcimiento. Algunos se metían en el “Clavel Rojo”, otros se daban la vuelta por el barrio del Callejón y no faltaba quien entraba al Casino a probar suerte en las mesas de juego o en la gallera.

Debo aclarar que, en términos generales, esta gente lo hacía con extrema moderación, pues el campesino tachirense tiene muy bien cimentada fama de ser excesivamente tacaño y metódico. Pero como sucede con todo en la vida, también había a quienes les gustaba la parada en grande, las riñas de gallos y las jugadas emocionantes y azarosas.

Así fue como un día, un tipo grandote, de formidables mostachos a lo Gómez, catire, fornido, calzado con cotizas azules de suela de cuero y ruana de hilo al hombro, vendió en el mercado cinco cargas de cebolla y repollo, le dijo a dos muchachos que lo esperaran en la pesebrera de José Duarte, conocido popularmente con el apodo de Cafiaspirina, y se fue para El Casino.

Allí se sentó en una mesa, pidió cerveza Pilsen y pasteles de la Negra Cuca con bastante ají. Mientras disfrutaba de su comida, se le acercó un vejete con ojos pequeñitos y picarones, y con melosa sonrisa le propuso que si quería pasar un rato jugando a los naipes. Todavía era temprano para que hubiera buena asistencia y casi todo el personal del Casino andaba ocupado en ajetreos de limpieza, sacando envases vacíos y aprovisionándose de cerveza y gaseosa.

Entre los asistentes permanentes al Casino había de todo, como es de suponer, con excepción de los jugadores de tresillo, que tenían un sitio especial en la cabecera del gran salón y en donde no se sentaban sino los señores de chaleco de lino blanco y gran tabaco Villamizar o Rábano en la boca.

Entre los asiduos había tipos que iban a la caza de incautos que se dejaran desplumar en unas cuantas manos de póquer o cuatro paradas de dados. Uno de ellos era un vejete regordete que ofreció sus servicios al campesino capachero de bigotes retorcidos, ruana de hilo blanco y cotizas azules.

Este, que deseaba encontrar a alguien con quien pasar el rato, le ofreció una silla al vejete y pidió a un mesero que le sirviera también cerveza y pasteles. El vejete, tremendamente simpático y dicharachero, como buen bumangués, consiguió ganarse la confianza de su nuevo amigo y, entre los dos, se trabó una charla amena y cordial. A los pocos minutos ya se trataban de compadres y empezaron a relatarse las últimas aventurillas.

El campesino de Capacho propuso que jugaran unas manos de tute para distraerse una rato y nuestro vejete, que estaba esperando ansioso la propuesta, ni corto ni perezoso, sacó una baraja española nuevecita, rompió las estampillas de las rentas del Departamento y empezó a barajar, haciéndose el torpe, mientras el campesino miraba desconfiado con el rabo del ojo y le daba un mordisco a un pastel.

Empezó el juego, mano va y mano viene, mientras el vejete de nuestro cuento aumentaba el monto de las apuestas, aludiendo resentido que la suerte le estaba resultando adversa.

En el momento en que se dio cuenta de que ni Félix ni Gregorio estaban en el salón, le tocó dar la mano al capachero y, cuando nuestro hombre miró sus cartas, puso cincuenta fuertes en el centro de la mesa y esperó la reacción del contrario.

Después de meditarlo un rato, el campesino dijo: “Pago”, y puso su parte también.

En ese momento nuestro vejete, comprobando que no había nadie alrededor exclamó: “Pisingaña”. El campesino preguntó: “¿Y eso qué es?” Nuestro vejete le dijo mostrando las cartas: “Pisingaña es seis, siete, sota, caballo y rey, y es el mayor punto que existe en tute”. El campesino replicó: “Eso no es verdad y en ninguna parte se juega con pisingaña”. Entonces el vejete respondió  Salomónicamente: “Pues compadre, a la tierra que fueres haz lo que vieres. Aquí jugamos así y usted tiene que aceptarlo”.

Un poco amoscado el campesino aceptó seguir jugando y con calma y buen tino fue recuperando lo perdido. El vejete fue sorprendido cuando su oponente forzó una apuesta a sesenta fuertes y cuando dijo: “Pago”, el capachero le gritó: “Pisingaña”.

En este momento y con gran presteza se levantó nuestro vejete y dijo sentenciosamente:

“Pisingaña no se admite sino una vez en el juego”. El capachero también se levantó y recogiendo sus reales y echándose la ruana de hilo al cuello dijo:

“Me voy antes de tener que matar a ese guate fullero”.

Félix y Gregorio presenciaron por casualidad el final del incidente y comprendieron que algo malo pasaba entre los jugadores. Gregorio, que le venía siguiendo la pista desde hacía varios días al vejete, pues maliciaba que era tramposo en el juego, se acercó y agarrándolo por el gollete le dijo: “Si te vuelvo a pescar haciendo porquerías, te voy a sentar empeloto en un hormiguero que cultivo en un rincón del solar y, de paso, te doy una saladita por las bolas”.





Recopilado por : Gastón Bermúdez V.

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