Gustavo Gómez Ardila
Cada vez que juega el Cúcuta, un ambiente de optimismo se respira en la ciudad. Es decir, cada vez que va a jugar. Ese día las gentes se levantan más temprano que de costumbre.
-¿Dónde está mi camiseta rojinegra? –pregunta el marido desde la alcoba. -La eché a lavar, mijo –contesta la mujer desde la cocina-, pero póngase la mía, que yo me consigo otra con la vecina, ella tiene dos. Ese día, el Gobernador se pone la rojinegra, debajo de la guayabera. A la alcaldesa se le alcanza a notar el rojo por debajo de la blusa. El verde de los policías se confunde con el rojinegro que llevan debajo de sus uniformes. A los curas en misa se les ve la rojinegra que portan debajo de la casulla. Todos llevan la camiseta del Cúcuta Deportivo. Las mujeres dejan ver el rojo y el negro a través de sus escotes. A médicos y enfermeras el rojinegro les tiñe la blancura de sus batas. Vestir de rojo y negro alguna prenda, el día que juega el Cúcuta, se volvió una costumbre, un vicio, una necesidad. De cuando en cuando, ese día, se escucha algún volador o un mortero o una recámara. “¿Qué pasa?”, pregunta el turista desprevenido. -Es que hoy juega nuestro equipo. -¿Nuestro equipo? -Sí, el Cúcuta Deportivo. - ¡Ahhh ! Ese día, de cuando en cuando, se escucha algún tropel de motos que rugen por alguna calle, o alguna caravana de carros particulares, oficiales, piratas y de servicio público recorre alguna avenida. -¿Y esa joda ? - Es que hoy juega el Cúcuta. La vida en la ciudad es distinta ese día. Nadie pregunta por el precio del bolívar. Nadie se preocupa por el calor o el invierno. El hueco de Bavaria no le importa a nadie. La deuda de Cadivi, tampoco. El IVA importa menos. La radio, los noticieros, el periódico sólo hablan del partido del día. Todos hacen cábalas. Las cábalas del triunfo. Ese día todo es diferente. Los jefes tratan bien a sus subalternos. Los empleados salen más temprano de sus trabajos porque van para el General Santander. Las busetas cambian de ruta para dejar a los pasajeros cerca del estadio. Los vendedores de agua en bolsitas y los empresarios de chicharrones alistan sus mercancías para dirigirse hacia donde, dentro de pocas horas, el equipo del alma se enfrentará a un equipo contendor que llega de otras partes, sabedor de que jugar en el estadio General Santander es uno de los retos más difíciles, por la calidad de la hincada que allí se reúne desde temprano. El día que juega el Cúcuta, todo cambia en la ciudad. El sol es más ardiente. Las mujeres, más coquetas. Los ladrones no roban. Los curas echan más cortos sus sermones. La justicia ese día cojea menos. Y hasta la luna sale más temprano y más esplendorosa que de costumbre. La alegría se ha regado por todos los rincones de la urbe. Pero poco a poco esa misma alegría empieza a trasformarse en nerviosismo. Las manos y las calvas sudan. El corazón se acelera. La artritis empieza a hacer de las suyas. Los moteles se desocupan. Los médicos se quitan el estetoscopio del cuello. El ácido viejúrico hace doler los pies. Y a los diabéticos nos entra la orinadera.
El día que el Cúcuta Deportivo juega en el estadio General Santander, todo en la ciudad se trasforma. Con alegría. Con esperanzas de triunfo. Con sueños de estrella. Pero a medida que la hora del encuentro se acerca, empieza a cundir el nerviosismo, se hacen apuestas, se barajan hipótesis, se tejen cábalas y se fraguan ilusiones.
Antes del mediodía, los cucuteños llevan la franela rojinegra debajo de la camisa, del uniforme, de la sotana, de la blusa, de lo que sea. Después de almuerzo, la hinchada se descara: la rojinegra es la que va por fuera, y entonces uno descubre verdades y estadísticas muy dicientes: El 99.9 % de las mujeres cucuteñas es hincha del Cúcuta, en especial de los jugadores. El 80 % de los médicos pertenece a la hinchada del Cúcuta. El 93% de los abogados y el 100% de los lustrabotas y el 85% de los ingenieros son parte de la misma afición. Choferes de taxi, maestros de obra y docentes de primaria, bachillerato y universidad no se bajan del 95.4%. Diáconos permanentes, sacerdotes, monseñores y hermanitas de la caridad. Todo el mundo en la ciudad viste con la rojinegra el día que juega el Cúcuta, con una sola excepción: los comerciantes del Alejandría. Desde que los paisas se tomaron dicho Centro, el verde del Nacional fue el que allí se impuso. Alguna camiseta rojinegra es un lunar en la hinchada temible del “verde que te quiero verde”. De nada han valido las recriminaciones de la directora de Fenalco y las circulares de la Cámara de Comercio. Sin embargo, cuando el equipo contrario le puede hacer daño a la posición del Nacional, los hinchas verdes se vuelven, ese día, partidarios del Cúcuta, sin dejar de ser verdes. Desde las 2 de la tarde, el estadio empieza a llenarse. Los primeros en llegar son los vagos, los jubilados y las empleadas domésticas. Luego llegan los empleados oficiales, los odontólogos y los políticos. Más tarde arriban los gerentes de banco, sin distinciones de sexo, los directores de empresas, los estudiantes, los gays y las modelos. Detracito llega el grueso de la hinchada con tambores y pitos y sirenas. Los árboles aledaños y los edificios vecinos se llenan de los que no quieren perderse el partido, pero sin pagar la entrada. Cuando los jugadores del Cúcuta salen a la cancha, las tribunas enloquecen. Las sirenas aúllan, las banderas ondean, la gritería sale del estadio y se riega por la ciudad y una inmensa polvorada resuena por la zona fronteriza. Al sonar el silbato anunciando el inicio del partido, creyentes y ateos se hacen la cruz. Los jugadores miran al cielo, invocando la protección divina y en alguna parte del planeta, la mamá del árbitro se resigna a pasar una mala tarde, con dolor de cabeza, malos presagios en el corazón y piquiña en las orejas. Cuando el Cúcuta gana en casa, el despelote se toma la ciudad. El estadio se vuelve una inmensa barahúnda. El pitazo final, indicando que el encuentro ha terminado, es la señal de que la fiesta apenas comienza. La gente se niega a abandonar las graderías, tal vez a la espera de que lleguen más goles. La polvorada retumba en los ocho puntos cardinales de la ciudad y en otros puntos no tan cardinales. Los gritos llegan hasta el cielo, y los que antes vendían agua y bofe, ahora venden cerveza en lata. En menos que canta un gallo, o varios gallos al tiempo, se organiza una caravana de motos, en las que montan hasta dos y tres parrilleros, que pitan, hacen malabares y no se estrellan porque la misericordia de Dios es muy grande. Detrás viene la caravana de carros que pitan, hacen malabares y algunos se estrellan, a pesar de la misericordia de Dios que sigue siendo grande. Unos y otros, los de las motos y los de los autos, jartan aguardiente, ondean banderas rojinegras y extienden sus manos en alto hacia los peatones, que los aplauden porque también son hinchas, hinchas pobres, sin motos y sin carros. Las dos caravanas –a veces se forman tres, cuatro y más caravanas diferentes- se toman las calles y avenidas, sin importarles la abundancia de huecos en el pavimento, ni los semáforos, ni las autoridades de tránsito. Digo mal. Tampoco hay autoridades de tránsito, porque ellas también andan en las mismas caravanas. Pero la fiestolaina no es sólo en las calles. En las casas de los que no pudieron ir al estadio, por falta de lana (la lana está escasa porque las ovejas son pocas), o por no recibir pisotones ni codazos, o porque prefieren ver los partidos por televisión en la comodidad de un sofá, con palomitas de maíz y cerveza a la mano, éstos también celebran el triunfo a su manera. Con los vecinos salen al andén, montan equipo de sonido a todo volumen y, al calor del guarapo, hablan sobre las mejores jugadas del partido, los pénaltis que no pitó el hijuetantas árbitro, los tiros de esquina desperdiciados, los golazos que hizo el Cúcuta, los quiebres de cintura del mejor jugador de la cancha y los cambios que hizo el director técnico y que no debió hacer, en fin, toda una clase en asuntos de técnicas de fútbol. Cúcuta es una fiesta, hubiera escrito Hemingway, si hubiera estado en esta ciudad, un domingo de aquellos en que el equipo gana. Pero, ¡ay, dolor, quebranto, tristeza y sufrimiento!, cuando el equipo pierde. Un cementerio jamás fue tan solitario y de tanta amargura lleno, como la ciudad cuando el Cúcuta cae derrotado ante el visitante. Nadie canta, nadie grita, nadie desfila, nadie sale en caravana. No suena un solo volador. No suena un solo pitazo. Todo el mundo se rasga las vestiduras en señal de duelo. Sólo los aguardientosos tienen otro motivo para llegar de madrugada a casa : -Nos quedamos llorando en silencio la derrota, mija –le confiesan a la mujer- y nos cogió la noche. Alegrías cuando el Doblemente glorioso gana. Tristeza cuando ese equipo tan remalo pierde. Son las penas y alegrías del fútbol, iguales a las penas y alegrías del amor, a las que cantó el poeta.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
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Son referencias a sucesos, personajes, sitios, historias, etc. traen recuerdos o dan enseñanzas del terruño. Transportan al pasado en forma agradable y entretenida. Se trata de actualizar el escrito original y/o adicionar párrafos o fotografías de otros autores o personales para complementar la narración. La intención es entretenernos con el pasado. RECORDAR ES VIVIR!... Nota- En artículos las fotos son ilustraciones colgadas por RECOPILADOR.
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