Gerardo Raynaud D.
Caminando
por la avenida 5ª Jaime Blanco, Eduardo González, Gotardo Pérez y Oscar
Monsalve.
En los primeros años del decenio de los sesenta la situación de Cúcuta se había tornado insegura y por tal razón, la población venía quejándose por el abandono policivo y por la falta de autoridad para perseguir a la gente sin ocupación, aquella que premeditaba asaltos y que mantenía a la ciudad en una completa zozobra.
Parece que esta situación de inseguridad venía evolucionando desde hacía un par de años cuando los servicios secretos de Venezuela habían detectado una seria intromisión de agentes cubanos dispuestos generar ambientes terroristas mediante la modalidad de atentados a personas, pero especialmente a instituciones con la puesta de artefactos explosivos que producían más desconcierto que víctimas. Venezuela apenas inauguraba su primer gobierno democrático del siglo XX y era un país con un gran potencial de riqueza en proceso de explotación. Por su parte, Cuba iniciaba su gobierno revolucionario y en plena guerra fría se estaba enfrentando con su vecino rico del norte con el cual había establecido serias diferencias y además, quería mostrar su modelo socialista al mundo y nada mejor que hacerlo exportando su revolución por el método de moda entonces, los movimientos guerrilleros que cada día tomaban mayor auge en la América Latina. Tupamaros, Montoneros, Senderos Luminosos, Ejércitos de Liberación y Fuerzas Armadas Revolucionarias se hicieron presentes en la mayoría de los países latinoamericanos con el objetivo de alcanzar el poder por las armas y la sublevación, tal como lo había logrado su papá Fidel. Con el apoyo de la URSS, patrocinó cuanto movimiento de izquierda revolucionario se presentaba no sólo en América, también incursionó en África, específicamente en Angola donde igualmente fracasó después de muchos años de lucha infructuosa.
Relato estos antecedentes para establecer un marco histórico que nos muestre algunas razones por las cuales se presentaban situaciones inseguras en los lugares que tradicionalmente reinaba la tranquilidad y la paz. Cúcuta no había sido una ciudad especialmente violenta en el sentido de la ocurrencia de hechos delictuosos permanentes relacionados con la vida de su población, aunque los delitos contra la propiedad y otros menores se presentaban con bastante frecuencia. Eran ocasionales las peleas entre personas al calor de unos tragos las cuales, por lo general, concluían con la muerte de alguno de los involucrados, la mayoría de las veces por causas triviales. Como en todas partes, hechos extraordinarios que asombraban y muchas veces causaban estupefacción se sucedían, como el caso que narramos en una crónica anterior relacionada con un accidente de tránsito que ocasionó la muerte de cuatro estudiantes universitarios que habían regresado de vacaciones a su terruño.
Situaciones como la arriba mencionada daban de qué hablar durante muchos días y eran el centro de las tertulias, tanto en las casas como en los cafés tradicionales donde los parroquianos se reunían a intercambiar comentarios, tradición que, por cierto, se ha ido desvaneciendo con el paso de los años, bien por el cambio de costumbres como por la desaparición de los sitios que fueron el centro de encuentro.
Pues bien, les voy a contar el caso lamentable del asesinato de un destacado estudiante quien falleció por defender a su padre víctima de un asalto. Corría el año 1963, mes de marzo, las actividades cotidianas de los comerciantes se desenvolvían al ritmo acostumbrado pero con algunos sobresaltos debido a la ola de robos que últimamente se venían presentando, especialmente en almacenes y comercios que manejaban volúmenes elevados de efectivo. La tradicional actividad del cambio de bolívares en la frontera no ha variado sustancialmente en los últimos sesenta años. Siempre han existido los cambistas “mayoristas” y los pequeños que hoy denominamos “cajoneros” y más recientemente aparecieron los “maneros” que se dedican al micro cambio. Como no existía la inseguridad de hoy los pequeños cambistas llevaban a su casa el producto de las operaciones del día. Tradicionalmente han trabajado con su maletín, lo cual me hace recordar que cuando uno llevaba un maletín por las calles siempre aparecía un gracioso que preguntaba, ¿a cómo los bolívares?
Hemos titulado esta crónica como “infortunios de los estudiantes” de la época dorada de los años sesenta porque fueron varias las desdichas y desventuras que se presentaron durante esos años. El joven Félix Ortega ofrendó su vida por defender a su padre y aunque durante su sepelio se esperaba una manifestación con disturbios, nada de esto sucedió. La ceremonia fue multitudinaria. Sus amigos y compañeros lo acompañaron a su última morada en el cementerio Central y ya en el camposanto rememoraron lo sucedido, escasos tres meses antes cuando, en una situación similar otro de sus compañeros sufrió la misma suerte y allí habían estado llorando su desaparición. Fue notoria la presencia de un joven abogado, amigo de la familia a quien le correspondió en reparto el caso desafortunado. Se trataba de Ciro Alfonso Medina Santos en ese momento Juez 341 de Instrucción Criminal quien a finales del año anterior había sido designado en Cúcuta a instancias del Ministerio de Justicia para que se encargara del caso que expondremos más adelante.
La historia de los infortunios estudiantiles continúa con un suceso que conmocionó radicalmente a la ciudad. Tal vez el antecedente generado por este evento anterior al caso de Félix Ortega, haya suavizado la conciencia ciudadana, en razón de la proximidad con que ocurrieron. Finalizando el año escolar, cuando los muchachos terminaban su bachillerato y la publicidad que se le hacía a estos actos no era publicando sus fotos en los diarios locales o a veces nacionales sino exhibiendo el “mosaico” en los principales almacenes como el Tony o La Corona. No eran muchos los colegios reconocidos que graduaran bachilleres. Como nota destacada de estos “mosaicos” era que el orden de aparición de los bachilleres se hacía de acuerdo con promedio de calificaciones obtenidas durante todo el año, de manera que se conocía quién era el mejor estudiante del curso, esto es, el mejor bachiller y no como ahora que se hace por orden alfabético de apellidos.
No existían las pruebas ICFES, pero sí el programa de Mejores Bachilleres de Coltejer donde participaban los cinco mejores de cada colegio y al final escogían al mejor de cada departamento. Entre estos últimos, por sorteo, becaban a uno de ellos durante toda su carrera profesional. El festejo de los grados de bachillerato finalizaba con un tremendo baile en algún club de la ciudad. Por lo general, no se presentaban trifulcas ni disturbios aunque una que otra peleita ocasional debido a las rencillas que afloraban a última hora entre compañeros ya en trance de despedida y que posiblemente nunca volverían a encontrarse.
Una semana después de su graduación, pero aún con el entusiasmo que produce haber superado la primera etapa de su vida adulta, Jaime Blanco Villamizar, un joven deportista y destacado futbolista, quien precisamente ese año había sido escogido como el “futbolista del año en el colegio La Salle” por sus méritos que le permitieron al plantel ganar el trofeo de los juegos intercolegiados en esa disciplina deportiva, además de obtener el galardón como el goleador del torneo, asistió al que sería el último de los partidos de su Cúcuta Deportivo del alma, en el estadio General Santander. Era el domingo 25 de noviembre y después del partido Jaime y sus amigos, Félix Ortega, William Jaimes y Darío González se dirigieron a la casa de una amiga que festejaba como ellos su grado de bachiller.
No eran más de las nueve de la noche cuando la fiesta terminó. El grupo de muchachos salió de esa casa de la parte alta del barrio El Contento y se vino caminando calle abajo por el camellón del cementerio a tomar la calle once y dirigirse al centro de la ciudad. Se dice que dos personas que resultaron ser unos hermanos de apellido Gutiérrez comenzaron a seguirlos probablemente con oscuras intenciones. La zona del camellón se había poblado de lupanares y antros de mala muerte donde retozaban prostitutas y homosexuales de la más baja estirpe, toda vez que el sector era la puerta de entrada a la región más tenebrosa de la ciudad, el barrio Magdalena y en especial el lugar denominado “punta brava”.
Caminaron desprevenidos por los sitios por donde habían deambulado por siempre, cruzaron por la esquina de Miramar y luego pasaron por el Teatro Mercedes para llegar a la esquina de El Campín, famoso café billar donde se reunían especialmente los trabajadores de las fábricas de calzado de los alrededores. Ese día estaba repleto de consumidores discutiendo el partido de fútbol que el Cúcuta había ganado con mucho esfuerzo. En ese instante se dieron cuenta que los querían asaltar pues los personajes sacaron a relucir los “chuzos” con los que los amedrentaron. Llevados por la euforia y envalentonados les opusieron resistencia, ayudados por la correa que Jaime optó por quitarse para defenderse. De nada les valió a estos jóvenes inexpertos en este tipo de encuentros, pues en un descuido uno de los atacantes le asestó una herida mortal a Jaime. De inmediato, los atacantes al verse descubiertos, debido a los gritos, salieron huyendo en dirección al parque Santander perseguidos por los compañeros y otros curiosos que salieron del Campín al oír el barullo. Coincidencialmente, cuando la persecución transitaba por la esquina del Salón Blanco, el gerente de la Voz de Cúcuta de Caracol Radio, don Carlos Pérez Ángel pasaba en su vehículo y logró detener a los hampones. Carlos Pérez Ángel periodista destacado de la región era aficionado a las armas y en más de una ocasión logró detener antisociales a punta de revolver. Mientras tanto, Jaime era llevado de urgencia al Hospital San Juan de Dios donde los médicos no pudieron salvarle la vida, lo habían herido en el corazón.
Jaime Blanco era hijo de don Francisco Blanco y doña Aurita Villamizar propietarios de la Sastrería Guasimales tradicional almacén de confección de ropa situado en la avenida sexta frente al reconocido negocio mayorista de don Nicolás Colmenares y fue precisamente su vecino del frente quien primero lo acompañó en esos trágicos momentos ayudándole a sobrellevar esa pena tan grande.
El crimen tuvo tanta resonancia en los medios locales no sólo por la forma cómo se desarrolló sino por las circunstancias que rodearon los hechos, que repercutió a nivel nacional, pues no era común que situaciones como esta se presentara con frecuencia. Mensajes de condolencia fueron recibidos por la familia desde el Ministro de Guerra hasta las autoridades civiles, militares y religiosas les enviaron sus pésames. Jaime había sido un gran personaje y era recordado por todos aquellos que lo conocieron y trataron en vida.
El lunes 26 de noviembre se programó el sepelio en la catedral de San José, en las horas de la tarde. La ceremonia fue multitudinaria, asistió la mayoría de los estudiantes de bachillerato tanto del colegio La Salle como los del Sagrado Corazón a pesar de estar disfrutando de sus vacaciones de final de año. La ceremonia estuvo a cargo del párroco de la catedral el R.P. Daniel Jordán y en la homilía destacó las virtudes y elogió las condiciones humanas del difunto en un estilo que resultó sorprendente, pues no era su costumbre expresarse en esos términos y menos de un joven que apenas comenzaba el duro trasegar de la vida.
Terminada la misa fúnebre la gran cantidad de asistentes se agolpó en el atrio de la catedral para expresar su último adiós al amigo y compañero cuando, por esas casualidades de la vida, los individuos que habían cometido el crimen acababan de salir de la audiencia con el juez encargado del caso, debidamente custodiados por la guardia carcelaria. Los juzgados quedaban, por esos días, en el edificio Faillace vecino de la catedral y por esa razón, pasaban entonces necesariamente por enfrente del templo.
Varios asistentes a las exequias se dieron cuenta de la situación y comenzaron a gritar furibundos con el ánimo de lincharlos formándose un tumulto que posteriormente degeneró en manifestación y prácticamente en asonada puesto que la policía tuvo que intervenir para evitar que se siguiera la racha de destrucción de vitrinas y la quema de vehículos. Se formó una batalla campal como nunca se había visto en la ciudad, ni siquiera el día de la muerte de Gaitán que fue lo más parecido. Los estudiantes, envalentonados, comenzaron a tirarle piedra a los policías, pedrea que duró hasta el oscurecer, aproximadamente hasta las siete de la noche y cuando los refuerzos de la fuerzas del orden tenían dominada la situación. Fue extraña la reacción de la gente y no se explica los motivos reales que rodearon estos actos bochornosos, toda vez que resultaron heridos varias personas entre civiles y policías, además de los detenidos que fueron a parar a la Estación Cien de Policía, en la esquina de la avenida cuarta con calle catorce, justo detrás del palacio de la Gobernación.
A pesar de todos los contratiempos, los familiares y algunos de sus compañeros más allegados, lograron trasladar el cortejo fúnebre hasta las instalaciones del Cementerio Central donde reposan sus restos. Su epitafio refleja el sentimiento de quienes fueron sus más cercanos allegados: “Tus padres y tus hermanos, tus amigos y estudiantes, como lámparas brillantes, cuidan tus restos humanos”.
En representación del colegio La Salle pronunció el discurso de despedida su compañero Eduardo Bermúdez Vargas del cual extraigo el siguiente fragmento que me parece refleja las impresiones más sentidas: “…por designios del destino y el proceder irresponsable de dos personas asesinas segaron su vida joven, terminando con el sueño del compañero alegre, cordial con todos y cada uno de nuestro grupo finalista de una etapa educativa con expectativas de un futuro ansiado por nosotros y nuestras familias.”
Al recuerdo de los infortunios de Jaime Blanco y Félix Ortega quiero agregar el tercero del grupo que estaba con ellos el día de la tragedia. Se trata de Darío González, ocañero afincado en la ciudad desde muchos años, compañero de andanzas y ciclista aficionado a quien conocí en esas lides, pues nos unía esa común afición. Aunque Darío murió en un accidente de tránsito en las carreteras del Valle del Cauca, nos causa cierta impresión saber que los tres tuvieron un desenlace fatal en cuestión de pocos años.
Alcancé a participar en varias selectivas a la Vuelta a Colombia con Darío González en la época en que corrían además Molano, Pérez y Peñaranda entre otros, cuando el entrenador nacional designado para la Liga de Ciclismo del Norte de Santander era nada menos que José Beyaert, campeón Olímpico en los Juegos de Londres y posterior campeón de la segunda vuelta a Colombia. Pero esas serán historias que les contaré en otra ocasión. Para terminar, faltaría saber la suerte del cuarto de la lista de aquel funesto día, William Jaimes, el más cercano a Jaime pues compartían pupitre como se le dice familiarmente al compañero de clase. Me cuentan, sin que lo pueda corroborar, que es el único sobreviviente del grupo y que aún el recuerdo de sus compañeros lo persigue incesantemente.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario