domingo, 3 de febrero de 2013

327.- EL CASINO


Rafael Canal Sorzano



Hasta hace pocos años podía verse en Cúcuta, en el cruce de la Carrera Séptima con Calle Novena, el destartalado caserón donde funcionó el más famoso Casino que existió antaño en el oriente colombiano y, tal vez, en su época, en Colombia.

Era un casino, como diría un costeño, de verdá verdá; muy a la criolla, porque allí se jugaba desde El Tresillo, por los señores más importantes y cultos de la ciudad, Poker en salón o en reservados, Vigía, Tute, Veintiuna, Bingo, Ruleta, Punto y Banca, hasta peleas de gallos en magnífico escenario. Además de contar con una gran cantina para venta de toda clase de licores importados y nacionales, tenía amplio salón de baile y venta de comida, pasteles y gaseosas.

El Casino era de dimensiones importantes, si se tiene en cuenta que ocupaba por lo menos un cuarto de manzana y que las manzanas de Cúcuta fueron trazadas, después del terremoto, de cien metros por cada lado.

Sus salones eran amplios, bien ventilados y los peces grandes y pequeños que iban allí, de todos los estamentos, de todas las procedencias y de todas las clases sociales, se sentían democráticamente a sus anchas rodeados de seguridad y de ciertos privilegios especiales; porque quien entraba allí desaparecía momentáneamente y, en sabiéndose que estaba en el Casino, nadie se inquietaba, ni siquiera las señoras, pues se daba por seguro que el señor no volvía a aparecer sino dos o tres días después, o cuando se quedaba sin blanca o cuando se pasaba de la juma.

Un famoso político, pedagogo, literato y diplomático liberal que fue a Cúcuta en la comitiva de un Presidente de la República, entró por curiosidad al Casino y solo reapareció tres o cuatro meses después en un sitio que se llamó El Divido, de propiedad de un franchute, al decir de las gentes fugado de Cayena. Cuando la familia pudo indagar el paradero de aquel célebre personaje, los parientes gominos de la capital lo rescataron todo chiverudo y semialcoholizado.

El Casino llegó a tener, en algún tiempo, hasta pesebreras, para alojar las mulas o caballos en que viajaban los campesinos adinerados de los pueblos vecinos, llegados a Cúcuta a vender su café y a llenar su faja de morrocotas y libras esterlinas. También los venezolanos vecinos del Estado Táchira llegaban a la ciudad a hacer negocios o, simplemente a divertirse con la faltriquera llena de “fuertes”.

El Casino era un sitio privilegiado. Debió ser escogido por algún sociólogo intuitivo de la época para concentrar allí todos los pecados capitales, en cuanto a diversión se refiere, de los cucuteños, nortesantandereanos, tachirenses y maracuchos que viajaban a Cúcuta a “temperar”.

Allí se hacía de todo. Desde una parada de dados, hasta el levante de una linda chiquita del Barrio del Callejón, o alguna maracucha en viaje de recreo.

Al Casino no le metía el diente ningún Gobernador, ningún Alcalde ni Cura de los muy pantalonudos de la época. Tenía una aureola de buena y mala cosa con la cual nadie se metía. Unos porque pensaban disfrutarla y lo hacían algún día, otros porque no les importaba o le temían y, los más, en fin, porque les daba escrúpulo entrar y ver qué se hacía allí.

Yo entré alguna vez y en dos paradas de dados, tres enviones de ruleta y otros tantos en la gallera, con las consabidas libaciones, se quedaron mi sueldo de dos meses y las esperanzas de salir con los bolsillos repletos de reales. Pero me corrí una “mona” de por lo menos ocho días con una agraciada muchacha de Ureña, quien creyéndome pasado de tragos, firmó por mí un vale por el resto de la cuenta, me sacó de aquel palacio, me metió en un carro y me llevó a su casa, en donde me dio tinto y, qué diablos, de todo lo que ella tenía.

El establecimiento era manejado por un tipo muy singular llamado Félix. Y digo que muy singular porque su habilidad era tan efectiva, que no sólo manejaba los diez mil detalles de aquél formidable negocio, sino que lidiaba los problemas y los borrachos con tacto tal, que a los primeros les daba una solución salomónica y, con los segundos, se tomaba par dobles, les hacía pagar la cuenta y les cogía un vale o una letra y los despachaba para la casa, eso sí, luego de sendos abrazos con sonoras palmadas a la espalda.

A Félix la gente le tenía estimación y hasta respeto, porque él no tenía inconveniente en aceptarle una copa a cualquiera que quisiera brindársela. Esto y las que se tomaba por su cuenta, para aliviar las tensiones, fueron la causa de su lenta decadencia. Cuando la juma era incontenible, sus ayudantes lo metían en un carro para llevarlo a su casa o lo pasaban a una alcobita secreta, de las que también había en El Casino, para casos muy, pero muy, especiales, reservadas para personajes con grado de Gobernador o General para arriba.

En El Casino se apreciaba un orden casi perfecto. Fuera de algún uniformado enviado por el comandante de la Policía Municipal, había dos ayudantes muy personales de Félix, que sabían guardar el orden a las mil maravillas, o que lo imponían, si era necesario. Uno de ellos se llamaba Gregorio. Era un moreno de buena estatura, de formidable musculatura, de grandes manos y brazos velludos. Un hombre amable, que con su sola presencia infundía temor y respeto.

El otro, era un tipo aparentemente insignificante que no paraba de andar por todos los salones, ojo avizor para alertar a Gregorio, al representante de la autoridad o a Félix, si era necesario.

Este par de sujetos terminaban por apoderarse, con el mayor agrado por parte de ellas, de las chicas que, al amanecer, habían quedado sin compromiso.

Conocí a Félix cuando aún estaba joven, vigoroso y en pleno disfrute de sus facultades. Aquello fue cuando me ocurrió lo de la chica de Ureña, o de la flaca de otro cuento.

Después de varios años volví a verlo completamente alcoholizado. Ya se “jalaba” apenas con el olor de la cantina y andaba todo tembleco, patuleco, cegatón, desgarbado y dando palos de ciego. Sentí gran lástima por aquel que, en su tiempo, admirábamos secretamente los muchachos de la época.

El propietario de aquel maravilloso Montecarlo criollo era nada menos que un General de la Guerra de los Mil Días y de la mitad de las guerras civiles del siglo pasado. Cuando de niño lo conocí, era un viejito queridísimo, dueño a la vez de uno de los mejores almacenes de Cúcuta, situado frente al Parque Santander.

Gran caballero de pelo y barbas blancas, se sentaba desde muy temprano, recostado en un taburete, a las puertas del almacén y allí permanecía hasta que empezaba a calentar el sol.

A él se acercaban varias muchachas generalmente muy agraciadas, acompañadas por sus madres o chaperonas a pedirle “la bendición”.

El General, bonachón y generoso, les daba uno o dos pesos para el mercadito del día. Luego de hacer este en la plaza de mercado central, que quedaba a media cuadra, se iban para la casa a esperar al abuelito, o la razón que les mandaba de “a donde debían concurrir para la discreta cita”.

Con este General y apuesto caballero, dueño de El Casino, del almacén, de un magnífico teatro y de muchas otras cosas, no había vainas. ¡Qué las iba a haber!

De 1910 a 1935 se vivió la época esplendorosa de El Casino, en el ambiente apacible y tranquilo de la ciudad.

El tórrido clima del pueblo se refrescaba en las noches con las brisas del río Pamplonita y las bravías gentes de la tierra nortesantandereana se daban cita en El Casino, sitio que les servía de cojín amortiguador de sus luchas, de sus alegrías o de sus desesperanzas.

Allí las gentes de todas las capas sociales se mezclaban sin reservas ni problemas. Sólo era vedado para señoras “decentes”. Muy rara vez ocurrían cosas qué lamentar que relato como cuentos. Amable recuerdo de mi juventud, del ambiente de Cúcuta a comienzo de siglo.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

2 comentarios:

  1. Muy interesante y simpática historia. Solo quedo faltando el nombre del General propietario del Casino. Seria posible conocerlo.

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