viernes, 28 de junio de 2013

400.- MUERE EL GOBERNADOR, 1964


Gerardo Raynaud
 
 

Aunque no tengo plena certeza del hecho, creo que sólo ha habido un caso de fallecimiento de un gobernador en ejercicio, desde la ya larga creación del departamento, hace más de cien años. La crónica de hoy, se remonta a la época del Frente Nacional, cuando los gobernadores y alcaldes eran nombrados por sus superiores inmediatos. Recuerdo el alboroto que se formó el día de la noticia del accidente del gobernador, en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, que por ser una institución del orden departamental se veía seriamente comprometida en demostrar sus expresiones de dolor y pesadumbre. Afortunadamente, todos los protocolos señalaban que los actos serían realizados en la ciudad de Pamplona, por expresa decisión del propio gobernador, que dicho sea de paso, hubiera querido, también, trasladar la sede de la gobernación a esa, su ciudad.

Dice la Ley de Murphy “Si algo puede salir mal, saldrá mal”; Eduardo Cote Lamus, quien había sido nombrado Gobernador de Norte de Santander por el entonces presidente Guillermo León Valencia, según decreto 2492 de 1962 y posesionado de su cargo el 21 de septiembre, en la ciudad de Pamplona, había presentado renuncia protocolaria de su cargo el 22 de marzo del año 1963, sin saber qué ocurriría algunos meses más tarde. Posiblemente si esta circunstancia hubiese sido diferente y se le hubiera aceptado la dimisión, la situación, tal vez, sería otra. Pero como el destino es inalterable, el rumbo de los acontecimientos siguió su triste camino hacia los sucesos que pasaré a narrarles.

El dos de agosto, en compañía de su Secretaria de Educación, Cecilia García Bautista y otros funcionarios de la Gobernación, se habían desplazado a la Ciudad Mitrada con el objeto de asistir a unos actos de carácter oficial.

Después de los compromisos, el gobernador y su comitiva acudió a la ceremonia de bautizo de uno de los hijos de la familia Rincón Ramírez, parientes cercanos de Silvio Ramírez, su Inspector de Obras Públicas, con quien había viajado a Pamplona para efectuar algunas tareas de inspección de obras y aprovechando la oportunidad lo invitó al festejo infantil. Terminada la reunión social, decidieron regresar a la capital del departamento y a eso de las dos de la mañana, emprendieron el viaje en el carro oficial de la gobernación. El viaje transcurrió dentro de la normalidad acostumbrada; en el asiento delantero, acompañando al chofer Ramiro Acevedo, venían Silvio Ramírez y su esposa Cecilia Ayala, quien se encontraba en estado de embarazo. En el asiento trasero, tal como correspondía a su investidura, venía el gobernador en solitario, rememorando momentos de felicidad que acababa de pasar en su querida ciudad y con sus amigos de toda la vida; venía entonando las canciones que le recordaban las épocas radiantes de antaño y recitando los versos que le había dedicado a la memoria de su colega de letras y paisano, Jorge Gaitán Durán, hasta que se quedó dormido vencido por el cansancio. Posteriormente se concluiría que esa fue la circunstancia que causó su deceso, pues no había entonces, la obligación reglamentaria del uso del cinturón de seguridad, que lo hubiera protegido de tan fatídico desenlace. Atrás venían los demás carros de la comitiva y no se sabe exactamente qué sucedió cuando el primer vehículo pasaba por el corregimiento de La Garita, resultó estrellándose aparatosamente contra un árbol situado al borde de la carretera y frente al negocio La Granadina, de don Dionisio Fuentes, un personaje de gratos recuerdos en la comarca. Ante el estruendo, los habitantes del lugar se aprestaron a socorrer a los pasajeros, con la ayuda de algunos efectivos de la Policía Nacional al mando del dragoneante Eufrasio Ortega. El gobernador aún mostraba signos vitales cuando fue sacado del carro, de manera que el vehículo que venía siguiéndolo, el de la Secretaría de Educación, lo trasladó de inmediato a la Clínica de Urgencias del Hospital San Juan de Dios para proceder a las intervenciones a que hubiera lugar pero desafortunadamente los médicos de turno y las enfermeras que lo atendieron constataron que había dejado de existir al momento de su ingreso.

No obstante las circunstancias de fecha y hora, la noticia se regó como pólvora a pesar de lo precaria que eran las comunicaciones de esa época y desde las primeras horas de la mañana el cuerpo fue colocado en Cámara Ardiente en las instalaciones del Palacio de Cúpula Chata, sólo unas horas, pues sería trasladado a Pamplona cumpliéndose la voluntad expresa del finado quien había dicho de manera reiterada “Cuando yo me muera, quiero que me entierren en Pamplona”. La verdad es que a muchos tomó por sorpresa la inesperada partida del gobernante; su esposa Alicia Baraibar se encontraba de viaje, así como el obispo de la ciudad, Pablo Correa León quien tuvo que interrumpir su estancia en Bogotá para regresar y apersonarse de la situación. A las siete de la mañana el Secretario de Gobierno, Álvaro Niño Duarte, informó al pueblo el deceso del gobernador a través de la emisora Radio Internacional y el gabinete en pleno expidió los decretos de honores correspondientes. El Gobierno Nacional designó al doctor Niño como gobernador encargado, mientras se cumplían los trámites de rigor para la escogencia de quien remplazaría al fallecido.

El presidente Valencia envió un conmovedor mensaje a su viuda y sus hijos en el que hizo un alto elogio de su persona y especialmente a su gestión como gobernante. Se excusó de asistir a sus funerales, por problemas de agenda y porque entonces era bastante complicado desplazarse con facilidad a la provincia, pero delegó en sus principales ministros su representación.

Los actos fúnebres se celebraron en la iglesia catedral a partir de las once y media de la mañana y duraron varias horas mientras su pronunciaban los discursos de los principales representantes de los gobiernos nacional y departamental, así como las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. En representación del Presidente asistieron los ministros de Gobierno y Trabajo, Aurelio Camacho Rueda y Cástor Jaramillo Arrubla; Monseñor Rafael Sarmiento Peralta fue el encargado de los oficios religiosos y finalmente una breve oración de despedida fue pronunciada por el R.P. Rafael Faría, rector de la universidad de esa ciudad. El cortejo más multitudinario que jamás se haya visto, recorrió las calles de la ciudad, hasta el cementerio del Humilladero, donde hoy descansan sus restos.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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