Sergio Urbina G.
Puente
internacional Unión
Significó para mí una de mis experiencias mayores y más
gratas en la vida de muchacho. Por tanto, he leído y seguido con demasiado
interés las amenas crónicas sobre el Ferrocarril de Cúcuta, o, más bien, el
llamado Tren del Pueblo, escritas por el joven comunicador Mauricio Jaramillo
Mutis, publicadas en el Diario La Opinión, con entrevistas de personas
autorizadas de nuestro terruño que vivieron la época y que registran a su
manera cada uno, cómo se desarrolló este esfuerzo de los pioneros de esta obra
que marcó toda una época, que va desde su fundación en 1875, un poco después
del terremoto que devastó la ciudad, hasta su liquidación en 1960, en total una
historia 85 años, que fue un esfuerzo descomunal para la época que mostró como
nunca el empuje y visión empresarial de la otrora clase dirigente en la ciudad,
además añadido el valor histórico. Por lo tanto, echando mano a los recuerdos y
con gran añoranza, quiero hacer una reseña, o vivencia personal, de lo que fue
este primer y único viaje iniciado en la Estación Cúcuta de la avenida Séptima,
donde es actualmente la Terminal de Transporte, hasta Puerto Santander, y
recorrido en viceversa.
DÍA DEL VIAJE EN TREN
Corría el año de 1955, mes de junio, vacaciones de
colegio, cuando por motivo de la compra por mi papá y un hermano de un “fundo”,
o pequeña tierra, en parte inexplorada, o sea todavía poco cultivada, plana con
grandes fuentes de agua de ríos caudalosos de la región, el Grita y el
Guaramito, otra parte de selva con cruce de caños, rica en maderables, caza y
pesca, me llevó a conocerla y a poder vivir, quizás, como ya dije, una de las
mejores experiencias que he tenido en mi vida, como fue este primer viaje en
tren.
Muy temprano llegamos a la estación ya nombrada, con
tiquetes de salida 6 a.m., y en el andén o plataforma antes de subir a los
vagones, tuve la impresión deslumbrante de primera mano de ver cómo la
locomotora rugía, sus llantas de hierro rechinando sobre los rieles tendidos en
una aproximación inicial, a la vez despidiendo por la chimenea un profuso y
denso humo negruzco, su andar despacioso, y su característico pito que se
perdía en lo lejano anunciando la inminente salida por horario. Acto seguido,
los pasajeros, con sus bultos y cosas de mano en desorden suben presurosos a
buscar colocación en las sillas de los vagones. Me correspondió por suerte la
ventana, y así pude observar el lento y cansado discurrir del trayecto que
separaba esta estación del punto final del arribo, de tan solo 60 escasos
kilómetros, que me parecía a veces tan cansado su andar, en especial en ciertas
colinas o ascensos, que no podía más y con tendencia a retroceder en vez de
avanzar, dando la impresión como la de un caballo cansado, pifiando, y debido a
las continuadas paradas en la estaciones, 18 en total, nombres de grata
recordación, como, el Salado, Alonsito, Patillales, Agua Blanca, Oripaya, La
Javilla, Puerto Villamizar, hacían del viaje algo pesado, lento con una
duración de cinco horas en una distancia muy corta. Sin embargo, la alegría de
muchacho por este viaje no dio lugar para el cansancio, era emocionante observar
cómo en cada estación de parada forzosa, los
vecinos salían de sus casas o negocios improvisados a la orilla de la vía a
ofrecer por las ventanas de los vagones profusión de productos de comida,
gallina frita adobada en hojas de plátano, carne de cerdo con yuca, pasteles variados,
agua de panela, refrescos, que la mayoría de pasajeros compraban, entre ellos
mi papá, mi hermano y yo. Ya llegados a Puerto Santander, todavía nos esperaba
la segunda jornada del viaje.
UN VIAJE POR EL RIO GRITA
Ya bajados del tren, para llegar a la finca o “fundo” se requería
tomar en alquiler una canoa de madera con función mixta, a motor fuera de borda
y de remos, canaletes y varas largas, para cuando la profundidad de las aguas
no eran suficientes, con tablas a manera de sillas tendidas a lo ancho de ella,
maniobrada por un fornido y experimentado baquiano canoero a orillas del río
Grita, un poco antes de unir sus aguas más abajo con el río Zulia, en una
especie de muelle rústico e improvisado, en tierra colombiana, abajo del puente
que cruza y divide los dos países, el Norte de Santander con su municipio Pto.
Santander, y el estado Táchira con su municipio García Hevia, llamado Puente
Internacional Unión, de grandes arcos perfilados, que cumplía una doble
función, de carreteable para los escasos carros de carga y de rieles tendidos para
el paso del tren que hacía su cambio de línea muy cerca al puesto de guardia fronterizo.
De este puesto o estación, partía la línea venezolana llamada tren del Táchira
que conectaba con los puertos de Encontrados y del lago de Maracaibo, este último
como punto final del trayecto, desde donde en pequeñas embarcaciones se
transportaban las mercaderías de estos dos países a otras más grandes a los
puertos de Estados Unidos y Europa.
Nos acomodamos los tres pasajeros con el equipaje de maletas, cajas,
demás enseres necesarios en la citada canoa, y el trayecto se hacía por el río
arriba, muy caudaloso por cierto, bordeando siempre la orilla, hasta llegar al
“fundo”, con un recorrido de unas dos horas, bajo un sol incandescente, alta
temperatura, multitud de mosquitos, pero la emoción de conocer nuevas tierras,
admirar muchos cultivos de plátano y de
maíz en sus orillas, menguaba el cansancio y la incomodidad del trayecto, al
tiempo de poder recorrer la tierra comprada, llamada La Victoria, que según mi
papá valía la pena y tenía futuro en la región donde estaba localizada.
EL “FUNDO” LA VICTORIA
Descansados de la jornada descrita, dormimos en hamacas en una
improvisada casa rústica pajiza, alumbrada con luz de lámparas Coleman, y ya
temprano en la mañana, fuimos conducidos por un obrero a un caño pequeño en
aguas, pero a la postre rico en pescados, muy cerca a la casa a pescar con
cañas de mano y anzuelo, en especial una especie llamada “capitán”, que picaba
con facilidad, rico en carnes, casi sin espinas, que nos sirvió para disfrutar
de un desayuno especial, y a través de toda nuestra estadía. Pasada esta
primera aventura, la siguiente meta era recorrer la parte selvática del fundo, ya
más alejada, por terreno plano al principio, después por caños poco profundos, extensos,
muy solitarios, oscuros por la vegetación de árboles muy frondosos, también
ricos en pesca, con presencia de otra especies como el bagre pequeño, fáciles
de sacar, mucho ruido de pájaros, avistamos garzas, gallinetas, paujiles, pero no
observamos otro tipos de animales que nos habían contado eran abundantes, tipo,
jabalíes o marranos báquiros, tigrillos, venados. Disfrutamos de esta maravilla
de tierra, regresamos casi de noche a la casa para el segundo día de estancia.
Al tercer día, el programa fue tomar un baño en el cercano río la Grita, que
formaba casi un balneario muy cercano a la casa, y seguir explorando las
cercanías, sus huertas, sembradíos de plátanos, yuca y frutales, y ya por la
noche, otra sorpresa de los cuidadores del fundo, ir de pesca al cercano río
Guaramito, que bordeaba la casa por otro costado, de aguas oscuras y profundas,
no muy ancho, que vertía sus aguas al Grita, donde abundaba la pesca del bagre
rayado o paletón y el pez sapo, sacados por medio de sedales con su extremo
armado de un fuerte anzuelo, o “guaral”, donde se colocaba la carnada, un gran
trozo de carne de pescado capitán, y se amarraba el otro extremo del sedal a un
árbol. Esperar a que picara, que con su característico chapoteo del agua y
templada del sedal, era la señal de que el animal estaba aprisionado, para entonces
cobrar con calma el sedal, y maravilla, peces de casi 25 kilogramos o más
fueron sacados de estas aguas, para el deleite del paladar en comidas sucesivas
de los otros días restantes, siete en total.
El regreso lo hicimos atravesando el río en canoa a la orilla opuesta
del fundo, y de allí por terreno plano caminar para llegar al puesto
fronterizo, pasar la frontera divisoria y esperar la salida horaria del tren
que nos trasportaba de nuevo a la ciudad.
COLOFÓN
Como se anotó en los sesudos comentarios de las crónicas referidas, este
tren nunca se ha debido abandonar, marcó toda una época en el país y en nuestra
ciudad, cuando aún el transporte por carretera era impensable, sin embargo creo
que al final pudo más el criterio comercial impuesto por los gurús y
empresarios del transporte terrestre, que aduciendo mejores costos en la carga,
más rapidez en los envíos, mejores interconexiones con el resto del país,
terminaron con lo que fue el mejor experimento a finales del siglo XIX, que
colocaron a nuestra región como la primera que unió por este medio a dos países
hermanos, cuyas mercaderías llegaron y entraron a países ya desarrollados
europeos. Creo que se ha podido y debido convivir, como en otros lugares del
mundo, con los dos sistemas, que muestran progresos cada día mejores tanto en sus
vías terrestres como en la ferroviaria.
Manes del destino de nuestra pobre clase dirigente de finales del
siglo XIX y mediados del XX.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.

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