Pablo Chacón
M.
No hace mucho tiempo que, por circunstancias propias de mi
oficio, tuve la oportunidad de conocer una vereda, en donde meses atrás se
había presentado un hecho de sangre lamentable.
Culminada la diligencia y cuando me dirigía, con algunos de los que me acompañaban, al lugar donde habíamos dejado el vehículo, observamos que en un recodo del camino unos alegres campesinos jugaban al trompo.
Culminada la diligencia y cuando me dirigía, con algunos de los que me acompañaban, al lugar donde habíamos dejado el vehículo, observamos que en un recodo del camino unos alegres campesinos jugaban al trompo.
Lo hacían con tanto entusiasmo y destreza, que sin ponernos
de acuerdo detuvimos la marcha, para disfrutar, como bobos de pueblo, aquella
competencia callejera.
Terminada la partida y antes de que iniciaran la segunda, no
resistí la tentación de que me dejaran participar. Al fin y al cabo, de
muchacho había sido un apasionado jugador de trompo.
Con uno prestado y una felicidad que me llegaba hasta la coronilla, lance el trompo al vacío. Al hacerlo descubrí que ya no era el mismo trompeador de antes. Me fallaron en el intento, la vista, el pulso y la puntería.
En ese momento, frente a la frustración, me sentí un hombre de ochenta años.
Lo único que había logrado, luego de introducir la corbata en el interior de la camisa y remangado las mangas hasta cerca del hombro, era que el herrón se rompiera contra una piedra.
Los campesinos, desde luego, se dieron gusto de lo lindo y se rieron hasta el cansancio.
Por un instante creí que mi penosa actuación había terminado; que jamás en mi vida volvería a enrollar un trompo, menos lanzarlo al vacío, como en mis tiempos de certera puntería.
Fue, entonces, cuando me propuse reconstruir mentalmente y de manera fugaz, aquellas épocas en que jugando bajo el sol y la arena caliente, hacia bailar al trompo una danza mágica, al compás de la música de mi vibrante juventud y pericia inigualable.
Cuando mis quemantes dedos acariciaban su redondeada forma escultural, dejando en sus muslos de variados colores serpentinos, el calor de mis ansias represadas, atadas al cordel de su cintura, para girar mil veces por segundo, como un rayo de fuego palpitante, su cuerpo de colosal geometría.
Al evocar esos años, una fuerza interior electrizante, hizo vibrar mi cuerpo de entusiasmo.
La firmeza del pulso y la mirada de águila volvieron a posarse en mis cimientos. Convencido del triunfo lance mi trompo al aire con destreza, haciéndolo zumbar tan raudamente, que pareció invisible a mi proeza.
Como en los viejos tiempos, cual un redondo halcón cayó mi trompo, con su pico de oro hecho una flecha, para partirle el lomo en un segundo, a un altivo guayacán macizo.
Una vez más, el mágico zumbar de mi cordel, había hecho un poema en pleno vuelo, tejido con la magia de mis dedos.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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