Pablo Chacón M.
FORMA DE VESTIR DEL JOVEN CUCUTEÑO.- Los jóvenes Bermúdez
Ramírez de una familia típica cucuteña, Roque, Pacho y Martín Camilo, con saco
pero con pantalón corto, las hembras Virginia, Matilde y Cristina, vestidas con
camisero de la época, y los varones mayores Agustín, Rafael y Fernando, ya con
traje formal. 1942.
De todas las alegrías juveniles que me deparó la providencia en mis años de
infancia, ninguna que se haya gravado tanto en mi memoria, como el recuerdo
inolvidable del día que estrene mis primeros pantalones largos.
Para mi aquel acontecimiento significó algo así como haberme graduado de hombre.
Como haber alcanzado una especial jerarquía frente a los demás de mi edad, como haber adquirido una responsabilidad que me obligaba a comportarme de manera diferente.
Y no existía razón para que la sensación fuera distinta. Al fin y al cabo, en aquella época alargarse el pantalón era un compromiso tan serio y de tanta solemnidad, que en casa de quien acababa de dar ese paso de tanta significación familiar, se armaba una fiesta con baile y serenata incluidos, a la que no podían faltar ni los vecinos, ni los amigos del barrio.
Ya eran muchas las súplicas andando detrás de mi mamá, en aras de poder alargármelos. Cuando crezca le hago unos, mientras tanto sígase vistiendo de cortos.
Una y otra vez le insistía y una y otra vez, me respondía lo mismo.
Aquel deseo inalcanzable, poco a poco se me fue convirtiendo en algo
obsesivo. Ya el reposo y la tranquilidad habían dejado de posarse en mí y solo
la angustia y la vigilia me acompañaban con inusitada frecuencia. Ningún juego
infantil, ni ninguna ocurrencia traviesa de alguno de los muchachos de la
cuadra, lograban distraer mi propósito.
Nada, ni siquiera correr detrás del balón o jugar a la pega o al trompo o a las metras, me sacaba la idea que seguía perturbándome. Cada vez, con mayor intensidad, la idea me seguía taladrando.
Cuando tuviera pantalones largos ya sería un hombre y ya podría
llegar tarde. Es más, ya podría conseguir novia y de pronto, pensar en casarme.
Ya no sería motivo de burla entre las muchachas volantonas, cada vez que les
pretendiera lanzar un piropo.
¡Tengo pantalón largo! , y eso bastaba para que me oyeran con atención y me
miraran con respeto. Podría, además, pegarme una rodadita hacia confines
tradicionalmente prohibidos a los chiquillos.
Intentaría alguna incursión intima, altamente ligada con las profundidades
del alma.
Fueron muchas las jornadas y ruegos, para que al fin atendiera mis súplicas. Ocurrió con ocasión de una velada de la escuela, donde dos compañeros teníamos que hacer la representación de un duelo. Allí dos campesinos armados de machete, se disputaban el amor de una muchacha pueblerina.
Desde luego que el papel exigía ir de alpargatas y sombrero y usar pantalón largo arremangado.
Contra su voluntad mi mamá terminó
aceptando las recomendaciones de la maestra. Una vez terminado el acto, me salí
por la puerta de atrás, a darle rienda suelta a mi hombría.
Me dirigí a la escuela donde estudiaban las muchachas volantonas. Cuando las vi salir de clase les restregué el machete contra el piso y enseguida les mostré mis pantalones, para que supieran de quien se trataba.
Al instante una de ellas me picó el ojo. A continuación, guardé mi machete
en el cinto y saque de adentro una sonrisa de hombre, que llevaba guardada hace
mucho tiempo, desde cuando era un niño.
Recopilado por: Gastón
Bermúdez V.
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