lunes, 20 de octubre de 2014

651.- LA CASA DEL MISTERIO



Gerardo Raynaud D. 

Acababa de celebrarse la fiesta de la independencia, los primeros 134 años de plena autonomía política y social, con los desfiles protocolarios de las autoridades y el respectivo Te Deum en la iglesia de San José.

Al día siguiente de la celebración de las fiestas julianas se produjo un hallazgo que llenó de asombro y estupor las mentes calentanas de los habitantes de la ciudad; en una casa de la calle novena identificada con el número 10-14 fueron hallados por unos obreros que le realizaban unos arreglos, ‘a la sombra de un palomar y cubierto por una teja de barro, el pie de un mujer’.

De no ser por las historias que se contaban entonces, el descubrimiento no habría pasado de ser una anécdota más pero debido a los innumerables rumores que se tejían en torno a espantos, brujas y demás supersticiones, el evento pasó a ser la comidilla de la gente en sus reuniones de salones y de cafés.

Debido a los antecedentes que se habían recordado de la casa en mención, por parte de vecinos y allegados al barrio, el hecho tomó ribetes de gran acontecimiento y de allí se derivó toda una serie de fantasías de la más pura extracción popular, tejidas en torno de prejuicios y escrúpulos, comunes por entonces.

Pero, por qué toda esa alharaca ante un encuentro, aparentemente tan trivial? Pues parece que la historia se remontaba muchos años atrás, cuando los dueños originales de la vivienda habían hecho comentarios alarmantes de lo que sucedía por las noches; según decían, las sombras introducían aspectos que no eran propiamente los del movimiento de los árboles y se sentían ruidos que tampoco eran los del viento y como se dice popularmente, lo que allí había era miedo.

Pero la historia de la casa continúa con la versión de sus primeros moradores y de los subsiguientes, donde se fueron tejiendo numerosas y cada vez más siniestras conjeturas.

Parece que la vivienda había sido edificada por doña Betsabé Santos, con la  ayuda de su hermano Manuel, propietario del conocido negocio ’El Canario’ a quien por extensión lo apodaban así.

Ella vivió por años en esa casa y al finalizar sus días, cuando comenzaron los achaques de la ‘vejentud’ se dejó rodear de personas, que con el pretexto de atenderla y cuidarla, empezaron a explotarla.

Ante el avance de sus males, abundaban las ‘curaciones’ y los ‘yerbateros’ estaban a la orden del día, así que cuando se sintió ‘en las últimas’ pidió que la llevaran a la casa de su sobrina y con ella estuvo hasta la hora de su muerte.

Mientras tanto la ‘casa misteriosa’ había quedado en manos de quienes se aprovecharon de su invalidez, pero solo por un período corto, pues al cabo del poco tiempo fueron desalojados por la presión de los vecinos.

Aún en vida, y habiéndose retirado los indeseables, doña Betsabé volvió a visitar su antigua morada, pero al parecer ‘el mal ya estaba hecho’,  pues según sus palabras, al pisar el terreno donde posteriormente fuera encontrado el órgano humano, dice que ‘sintió como si me hubieran chupado’ y a partir de ese momento, las cosas no fueron las mismas en el inmueble de su propiedad.

Tiempo después del hecho en mención, el señor Luis Montes tomó en arriendo las casa con toda su familia, pues era lo suficientemente amplia para albergar a los miembros de su numerosa prole, pero al transcurrir unos pocos días comenzaron los problemas a aparecerse; primero fue la enfermedad de su suegra, que venía incluida en el paquete familiar y luego sucedió lo mismo con sus pequeños hijos, a quienes los médicos recomendaron cambiar de clima, como quien dice, de casa porque ese era el mal que los aquejaba; muy a su pesar, el señor Montes tuvo que rescindir el contrato, empacar sus bártulos e irse a temperar a otro lugar.

Nuevamente la casa solitaria y durante ese tiempo ocurrió el deceso de su propietaria.

Por herencia, la propiedad pasó a manos de su sobrina Trina de Parada, quien la había cuidado en el último período de su vida, pues Betsabé, no se había casado y no tuvo hijos. Además de la propiedad, puede decirse que heredó también los espantos y espíritus que en ella moraban.

Al recibir la herencia, doña Trina se encargó de hacerle el respectivo mantenimiento, no para habitarla sino para darla en arrendamiento y para tales efectos contrató con los maestros albañiles Epifanio Carrillo y Félix María Camargo las diligencias de arreglo.

Fueron ellos quienes, en desarrollo de las actividades preliminares, mientras organizaban y limpiaban el patio, hicieron junto al palomar, el macabro descubrimiento. Ese mismo día llamaron al señor Parada, esposo de doña Trina para que asumiera el asunto y denunciara ante la policía el hallazgo.

Sin embargo, conocedor de los precedentes y asustado por lo que podría sucederle a futuro, Parada llamó de testigos a señores Helí Escalante y Víctor Núñez para que conocieran de los hechos, pero no para denunciarlos ante la autoridad policiva sino para que le hicieran los conjuros ordenados por la Iglesia contra los espíritus malignos.

Fue así como salieron a toda prisa a la iglesia de San Antonio, entonces ubicada en la calle diez, para que el capellán padre Coronado, revestido de los ornamentos litúrgicos correspondientes, hiciera los exorcismos que alejaran definitivamente los demonios.

Como era de esperarse, la multitud comenzó a amontonarse en los alrededores de la casa, novelería de vecindario como era dado llamarse en esa época, al tiempo que llegaron los funcionarios de la oficina de Medicina Legal, quienes levantaron el acta respectiva, mientras los demás esperaban que la Permanencia adelantara las investigaciones respectivas.

El epílogo de esta crónica, como bien lo expresaron algunos medios de entonces, relevaba el desgreño que existía en la vigilancia y el control que debían ejercer las autoridades sobre el cementerio (el Central, pues sólo ese existía en la ciudad, el otro quedaba en el Corregimiento de San Luis), pues era muy probable que la extremidad hubiera sido extraída de allí, para su comercio clandestino, pues para los estudios de fisiología, se conseguían en el mercado negro, huesos a cien y a doscientos pesos; argumentando que la figura humana, en vida, carecía de valor pero que en huesos, llevaba un gran valor.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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