Carlos L. Vera Cristo
Leer la crónica sobre el maestro Pablo
Tarazona Prada y recordar la imagen altiva, elegante y bondadosa,
genotípicamente castellano-americana y fenotípicamente oscura, ejecutiva y
modesta, de un hombre que en cada uno de sus pasos irradiaba estética,
sabiduría y sensibilidad, inevitablemente me llevó a disfrutar de nuevo los
tres últimos años de bachillerato en el Sagrado Corazón. Porque él fue uno de
los iconos departamentales que los hizo inolvidables.
Razones de viaje y descuadre de fechas,
hicieron pensar al rector Rodulfo Eloy (después hermano Ramiro Pinzón Martínez)
que era más conveniente que reiniciara estudios con el grupo que venía un año
detrás cuando me fui, así que cambié a Orlando Vargas, Pedro Luis García,
Rosario Rivera y demás admirados amigos por Juvenal Granados, Eduardo Gamboa,
Rafael Solano, Rafael Galvis y otros 33 entre los cuales estaban Joaquín Funk y
la estrella basketbolista Juan de Dios Joves, después profesor de medicina en
Manizales.
A otros igualmente admirados, el tiempo y
el espacio solo permiten rememorarlos en grupo.
No me cayó
mal el cambio, porque yo soñaba con ser el mejor bachiller y no creo que
Orlando Vargas me lo hubiera permitido.
Que Juvenal Granados de todas maneras me
hizo pasar las duras y las maduras para lograrlo y sería un competidor tan duro
como noble es también un recuerdo gratísimo.
Allí además reencontré, para mi gran
fortuna, a Virgilio Durán, que se había atrasado motivo a enfermedad.
En el año inmediatamente posterior estaban próceres como Ciro Jurado y Eugenio
Wittenzellner y en el siguiente Alvaro
Enrique Alvarez, entre muchos igualmente destacables.
Los hermanos Díaz, Alfredo y Carlos,
lideraban el invencible equipo de basket Guasimales, que evitó
permanentemente que La Salle, como
llamábamos el del Sagrado Corazón, quedara campeón.
Ello nos enfurecía porque los hermanos Díaz
habían sido parte de nuestro colegio en otras épocas (¿Han notado, a propósito,
el increíble parecido entre Emilio Butragueño, eminente dirigente actual del
Real Madrid y el Alfredo Díaz de los años setenta?).
Además, hasta pocos años antes, la única cancha de la ciudad con pequeñas tribunas de madera e iluminada
era la grande entre las muchas del colegio, de manera que siempre perdíamos el
campeonato jugando de locales.
Muy ocasionalmente llevaban a las niñas de
bachillerato, en especial a las del colegio Santa Teresa, a ver los partidos,
pero siempre en formación grupal y vigiladas por la intimidante hermana Martha
para que los machistas no se les acercaran ni ellas pudieran tener éxito en sus
coquetos intentos de conversarles. Se las acomodaba estrictamente en las bancas
designadas para ellas.
Los que esto lean pueden pensar que los del
54 al 56 éramos unos pobres pendejos.
Pero más bien éramos, perdonando la
expresión, unos verracos. Porque la mayoría de los ciudadanos apoyaban a la
reverenda pero a pesar de todas las precauciones, la hermana Martha no podía
estar en todas las calles ni tampoco en el club Cazadores, o el Tennis, o el
mismísimo club Comercio que quedaba a cuadra y media del parque Santander, así
que su eficiencia era apenas parcial.
Varios, como puede atestiguar cualquiera de
las o los sobrevivientes, sí éramos unos pendejos; pero nos fuimos
perfeccionando con la experiencia en unas décadas.
Posiblemente por las situaciones
mencionadas, uno de los graves problemas
educacionales en el colegio femenino era
que los muchachos frecuentemente se subían al muro que rodeaba el recatado centro, para tentar a las chicas.
Aquí es donde puedo explicar por qué el
maestro Pablo Tarazona me tomó simpatía a pesar de que yo no tenía la más
mínima destreza musical.
Yo andaba, con base en experiencias allende
el océano, con la teoría de que ese aparente descontrol cuando los grupos
masculinos se acercaban a los femeninos era exclusivamente producto de la
pésima forma de enseñar la convivencia por parte de los estamentos y que
desaparecería cuando los absurdos controles se modificaran y se fomentaran las
actividades comunes.
Para lo cual me parecía que no había nada
mejor que realizar actividades literarias y artísticas en conjunto.
Ya había interesado en el tema a la hermana
Martha y por descontado al hermano Rodulfo Eloy, así como a los directores de
colegios masculinos y femeninos de Cúcuta y Pamplona a pesar de que
inicialmente se había dicho que era una misión imposible.
Redondeaba el sueño de que se hiciera una
velada lírico-literaria en el teatro Zulima, recién inaugurado y el más
refinado de la ciudad, con participación de hombres y mujeres de cada plantel.
Había hablado y convencido a los rectores
de colegios, que colaboraron para que nos lo
prestaran, pues pertenecía al gobierno. La única idea que no logré
vender fue la de pedir al maestro Tarazona que la sinfónica departamental
participara en ese evento, porque según todos,
el montaje y los compromisos de la orquesta no permitían imaginar
siquiera que pudieran aceptar.
Así que tuve que buscar al maestro yo solo. La radiante
expresión de su cara cuando le manifesté nuestra solicitud ha sido un estímulo
en todas las acciones de mi vida: contestó que prepararía el mejor concierto
que se le hubiera escuchado a su sinfónica; estaba listo para aconsejar en la
programación, preparación y coreografía del acto.
Desde ese momento, a pesar de sus múltiples
ocupaciones, dio la impresión
de que no podía esperar a que llegara el día del acto. Así ocurría con
todas las empresas en que se comprometía a ayudar.
Algún día de Octubre, imposible recordar
cuál, de 1955, se llevó a cabo la brillante sesión en el entrañable teatro.
Saco y corbata estricto para los hombres, traje de fiesta para las damas. La
mayoría de los que presentábamos algo,
de smoking tropical.
La sinfónica ejecutó tres selectas y bellas
piezas musicales. Alumnos de diferentes colegios leyeron obras o recitamos
poemas. Pamplona se lució enviando entre sus representantes un alumno del
colegio Provincial y una de la Presentación, de origen italiano, eximios tenor
y soprano, novios para más señas.
Virgilio Durán Martínez ejecutó canciones acompañado de su guitarra. Rafael Galvis
Velandia deleitó con su siempre recordada “noche de ronda”. Yo recité “la
serenata de Schubert”, del único mejicano que le ha ganado a Jorge Negrete y a
Pedro Infante: Manuel Gutiérrez Nájera, mientras simultáneamente las dos
hermanas Ofelia y Colombia Méndez God la tocaban al piano.
Me contaron que al terminarla, la Señora
Funk, abuela de Gisela y Joaquín, preguntó qué pensaría estudiar yo y cuando le
dijeron que medicina, exclamó: “qué gran artista se va a perder”.
Soy bien consciente de que nunca pude
dibujar una línea bien hecha y ni siquiera aprender a bailar la música popular.
Y de que si hubiera pedido entrada a alguna escuela de teatro nunca me hubieran
recibido. Pero el buen sabor que su frase me dejó, permanece. Al fin y al cabo
era paisana de Wagner y de Goethe.
Sin embargo lo principal fueron la
planeación y los ensayos mixtos durante meses, la continuación de actividades
conjuntas durante el resto del bachillerato, incluida la asistencia a los
partidos de Basket de los colegios sin el acompañamiento de la hermana Martha y
sentándose en las bancas que se quisiera; y desde luego, la desaparición para
siempre del problema de los bárbaros escalando el muro del colegio de Santa
Teresa.
A menos que ahora que parece de moda
repetir barbarismos se lo esté haciendo de nuevo.
Como epílogo
puedo informar que al siguiente año por
primera vez los jóvenes de los dos colegios rindieron sus exámenes escritos de
fin de grado compartiendo con las señoritas un salón de Santa Teresa. Muchos envidiábamos a Absalón Becerra Granados, que había estudiado
para los exámenes con varias de las chicas y en consecuencia era el que más tranquilo
se sentía. Las bachilleras
fueron invitadas y compartieron sitio en el Zulima con los bachilleres del Sagrado Corazón en nuestra
ceremonia de grado.
Cecilia Mutis D., Alicia Ospina y muchas
otras encantadoras damas que no me es posible anotar seguramente recuerdan esto
con afecto.
Yo recibí de manos de mi padre que era el
presidente de la Asociación de padres de familia, el galardón de primer
bachiller; mientras la gente aplaudía él
me regañaba en voz baja por haber llegado tarde como de costumbre, lo cual
decía me iba a causar muchos problemas en la vida. Y me los ha causado.
En seguida pasé adonde el doctor Tesalio
Ramírez que como secretario de gobierno representaba al gobernador Gonzalo Rivera Laguado que
estaba fuera de la ciudad, quien me felicitó
mucho y me hizo ver que me esperaba un gran porvenir.
No deja de deprimirme lo poco que he hecho
a pesar de esos presagios. Y ganas me dan a veces, cuando traen la nueva tanda
de cervezas, de poner en práctica la resignada y sabia máxima de los campesinos
de los Santanderes: Mano, ya que no hemos sido nada en la vida,
degenerémonos.
Nosotros los varones, terminamos además
dejando al colegio en agradecimiento una estatua de San Juan Bautista de la
Salle que hasta hace poco perduró en los jardines de la Quinta Teresa. Claro
que en su base pusimos los nombres de todos. Nos emocionaba pensar que en
adelante le haría compañía al hermoso monumento de Bolívar, que desde veintiséis
años antes ornaba en el otro extremo la entrada del
colegio, homenaje de la Federación Deportiva y estudiantes de la época al
libertador en el primer centenario de su muerte. Por cierto el primer homenaje
a Bolívar colocado en Cúcuta.
Estoy convencido de que si no hubiera sido
por los corsajistas del 54-56, nuestros
hijos y sobrinos y la siguiente generación, la actual, todavía tendrían que
estar forcejeando con la hermana Marta o similares y subiéndose al muro de Santa Teresa u
otros para llegar hasta sus bellas
condiscípulas.
Que a ninguno le hayan contado cómo fue la
cosa es una gran lástima. Pero fue así. Y el maestro Tarazona tuvo una parte en
ello que debe estar contemplando divertido desde algún sitio privilegiado.
Dr Vera: amena, divertida e ilustrativa crónica. El Dr Joves Fiallo además de estrella de Basketball fué excelente profesor de Cirugía y de quien me precio haber sido su alumno y paisano.
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