Rafael
Antonio Pabón
El trabajo oficial para ayudar a los habitantes de la
calle ha sido poco. En las últimas dos décadas se han formado decenas de
instituciones con el ánimo de ayudarlos, pero al cumplir el objetivo
‘económico’ propuesto desaparecen. Algunas de esas organizaciones son más de
papel, que de ayuda real a los enfermos por la adicción a las drogas.
Martín Manzano, hace 20 años, comenzó con la fundación
El Camino y ha mantenido el trabajo para rescatar a esa población que se
entregó al consumo de sustancias sicoactivas.
Es consciente de la gravedad del problema y del
aprovechamiento de otros para lucrarse a partir de este problema que se ha
convertido en caos en la ciudad y que amenaza a la sociedad.
Soldados de Jesucristo, El Camino de la Luz, Rescatados
por la sangre de Jesucristo, El Camino, hospital mental Rudesindo Soto, son
solo algunos nombres de organizaciones que trabajaron o trabajan para rescatar
a los consumidores de las garras de ese monstruo llamado drogas.
La mayoría de las asociaciones recibe a los muchachos y
a los dos días los sacan a la calle a pedir plata; supuestamente, les dan el 10
por ciento de lo producido. “No creo que se puedan llamar instituciones, porque
abusan de la enfermedad del adicto para enriquecer las arcas particulares”.
A veces recogen 20 jóvenes, les sellan una alcancía y
los mandan a buscar el sustento. Cada uno debe cumplir un tope de $ 40.000 a $
50.000 diarios. El producido sería de un millón de pesos, del que no se
invierten $ 100.000 diarios en la alimentación de los adictos.
“A esas instituciones no les importa si el paciente
recae o si consume, aprovechan la fachada para conseguir recursos”.
La labor que se hace por esa población es poca. Entre
todas las instituciones no tienen 80 muchachos. En la ciudad hay unos 1000 que
acusan problemas de adicción, más los que están en la periferia, Belén, La
Libertad, Atalaya, Motilones, Palmearas, Antonia Santos, El Rodeo, que podrían
sumar 2500.
“Esto es un caos, es un epidemia que cada día consume a
la ciudad”, sentenció Martín Manzano, conocedor como el que más de este asunto
que ha permanecido descuidado por parte del gobierno municipal en las
últimas dos décadas.
SOLUCIÓN EFÍMERA
La administración del alcalde Manuel Guillermo Mora
(2001 – 2003) sacó a más de 40 hombres y mujeres que vivían debajo de los
puentes de Cúcuta. Algunos, incluso, tenían familia en el lugar.
Los trasladaron a los barrios Coralinas I y II, en
cumplimiento del plan de vivienda municipal. En ese momento no se les
ofrecieron programas de rehabilitación ni un plan laboral. Les dieron la casa,
pero no les trataron el problema de adicción a las drogas.
El programa fracasó en más de 60 por ciento, porque los
beneficiarios desmantelaron las casas para la compra de sustancias
alucinógenas.
Después, siguieron dos años en los que hubo mejor
estructuración para la recuperación. En la corta administración de Ramiro
Suárez se concentraron 600 habitantes de la calle en el sector aledaño al
estadio General Santander. Los bañaron y los cambiaron de ropa, tuvieron
atención médica y los invitaron al programa ‘36 horas’.
Los llevaron a parques, recibieron charlas de
sicólogos, conocieron sitios turísticos, pasearon, estuvieron alojados en
hoteles y recibieron buena comida. El objetivo era integrarlos a la sociedad.
A partir de esa jornada comenzó a pensarse en cómo
hacer para que se recuperaran y se rehabilitaran. Se les pagó para que
asumieran compromisos y cumplieran un proceso.
La Sociedad de Mejoras Públicas y Aguas Kpital se
unieron al programa, mediante un contrato para la limpieza de canales abiertos
y de aguas lluvias.
Veinte muchachos se integraron con el compromiso de
estudiar y capacitarse. Obtenían como beneficio medio salario. La mayoría duró
año y medio.
Los que aprovecharon la oportunidad hicieron un banco
de ahorros y regresaron a los lugares de origen convertidos en personas
distintas y con la conciencia tomada acerca del consumo de drogas. Regresaron
con el plante para trabajar desde la casa.
Más del 60 por ciento de los habitantes de la calles
venía del interior del país. Viajaron con el sueño de pasar a Venezuela, donde
podrían trabajar y producir dinero. A algunos los robaron, otros alcanzaron a
pasar la frontera, pero los maltrataron, les rompieron el pasaporte, perdieron
la ropa y les quitaron los ahorros que llevaban.
Volvieron a Colombia y se quedaron en Cúcuta, donde no
conocían a nadie. Empezaron a sobrevivir en la calle. La angustia, el desespero
y la evasión de la realidad los llevó a refugiarse en las drogas. El problema
creció para la ciudad.
Al detectarlos, el gobierno municipal les ofreció tres
meses de recuperación para que volvieran a casa. Se les suministraron pasajes.
Más de 400 acataron las recomendaciones. Cúcuta quedó con poco habitante de
calle. Los demás estaban en recuperación.
Después, se perdió la secuencia de la recuperación, se
acabó el programa de la administración cucuteña. Y desde entonces no se ha
vuelto a ver los beneficios.
“Los gobiernos siguientes han conseguido lucro propio
con los habitantes de la calle. Tristemente, es así. No vemos una política
seria para el bienestar del habitante de la calle”, dijo Martín Manzano, quien
probó todo tipo de drogas. Un día dijo no más, luego de muchos años deambulando
y optó por otro estilo de vida.
Hoy, cantidades de fundaciones atienden gatos y perros,
las empresas privadas y las entidades oficiales les llevan alimento y les hacen
brigadas de salud. En cambio, a los seres humanos que están en situación de
calle por la adicción, los desplazan, los marginan, los echan al olvido. Son
invisibles, no se ven.
Es triste y crítico lo que ocurre.
Según manzano, “los tratan como mercancía y desde las
esferas oficiales se lucran, sin darles el beneficio que requieren”.
Esos hombres y mujeres no están por voluntad propia en
las márgenes del río Pamplonita, es por voluntad de las entidades del Gobierno.
Los alcaldes, cuando los medios los cuestionan sobre la existencia de focos de
indigencia, buscan cómo desaparecer ese foco sin importarle que se reproduzca
en otro sitio o se esparza por la ciudad.
Antes solo existía el Barrio Chico, en el Canal Bogotá.
Allí, se concentraban entre 400 y 500 indigentes.
Los desalojaron, muchos se trasladaron al Parque
Lineal, a escasas cuadras. La limpieza social y otros problemas los obligaron a
buscar refugio y decidieron llegar al Pamplonita. En las riberas encuentran
menos riesgo para la vida y no tienen inconvenientes con la Policía.
El sacarlos de un lado no ha sido solución. Al
contrario, se han agrupado en otros sitios y hay cantidades de comunidades de
habitantes de la calle por Cúcuta. Si se hubieran quedado en un solo lugar
sería más fácil la atención y para tener el censo real.
El programa Centro Día no ha dado los resultados
esperados. Los reciben en la mañana, les dan un pan y agua de panela a las 9:00
de la mañana, al medio día almuerzan y en la tarde regresan a la calle.
Así viven de lunes a viernes.
Los hogares de tratamiento son costosos, la mensualidad
puede valer hasta $ 2,0 millones. Los programas son para los estratos altos, no
para los hijos del mecánico, la lavandera, la cocinera, el albañil ni la madre
cabeza de hogar.
“El día que lleguen gobernantes a los municipios con un
corazón encaminado a esas personas podría decirse que el problema ha
terminado”, dijo Martín Manzano.
(Entre enero y
octubre del 2014, murieron 11 habitantes de la calle. Mueren en ese mundo que
escogieron para vivir. En el Cementerio Central quedan en una tumba sin nombre,
como vivieron y como existieron para la sociedad).
No hay comentarios:
Publicar un comentario