lunes, 20 de abril de 2015

746.- SOLICITUDES AL ALCALDE DE CUCUTA EN EL 48



Gerardo Raynaud

Esquina calle 11 con Avenida 5ª. Parque Santander. Se observa que la avenida era de doble vía y a partir de la calle 11 y estaba iluminada con faroles en el centro de la calle. Observen el piso del Parque.


Como sucede en todas las ciudades y en todas las épocas, los ciudadanos de las clases sociales más necesitadas, a quienes por lo general se les ofrecen más dádivas a la hora de pedir sus votos, son quienes con mayor frecuencia se manifiestan ante las autoridades locales, en busca de mayores y mejores beneficios para mejorar sus condiciones de vida.

En el año del título, se inició en la ciudad un movimiento ciudadano, con gran respaldo de la prensa escrita y de algunos periodistas de radio para que se permitiera la extensión de la ciudad hacia el oriente, razón por la cual, le solicitaron al Concejo, la declaratoria de utilidad pública de esos terrenos, como medida preliminar para presionar a sus propietarios a venderlos so pena de que fueran expropiados, como era costumbre en esa época, con el objeto de solucionar el grave problema de escasez de vivienda para la clase media y proletaria, término que se usaba entonces para denominar al trabajador raso.

El programa propuesto al entonces alcalde militar, el mayor Hernando Gutiérrez se llamaba “casas para los pobres” y  se le presentó un proyecto de reglamentación que buscaba que se beneficiaran aquellas personas que realmente cumplieran con los requisitos que se les exigía, para evitar, como siempre sucede en estos casos, la aparición de ‘avivatos’.

Los más entendidos funcionarios de la administración municipal, habían hechos los cálculos preliminares de diseño de los terrenos que serían adquiridos y que le fueron presentados y discutidos para analizar la viabilidad del proyecto, en términos de presupuesto, para que el municipio pudiera cumplirles a todos los beneficiados.

El cálculo inicial, comenzaba por los estipular los costos del terreno, así que por cada diez mil metros cuadrados, es decir, por cada hectárea, se le quitaban cuatro mil metros cuadrados para calles, parque, templo y mercado, de manera que su utilización para vivienda sería de seis mil metros cuadrados y ante esta perspectiva había que garantizar que esos lotes se les entregarían a las personas que cumplieran unos estrictos requisitos que se establecieron así:

Primero, que no tuvieran casa propia, en aquel entonces se puntualizaba mediante declaración juramentada, pues no existía el registro público, solo las notarías;

Segundo, el lote sería adjudicado para construir la vivienda y se le daba un año de plazo al adquiriente para iniciar la construcción so pena de tener que devolverlo al municipio, el cual le reembolsaría el cincuenta por ciento de su valor;

Tercero, la construcción de las casas debían seguir un modelo especial establecido por el cabildo;

Cuarto, en la escritura de propiedad se haría constar que esa propiedad no podría ser objeto de negociación sino hasta diez años después de verificada la transacción.

El proyecto fue bien recibido, por la población en general, ya que la construcción de casas modernas y lujosas y lo que llamaban antes ‘palacetes suntuarios’, habían encarecido el valor de la tierra, hecho que aprovecharon los dueños de ésta para iniciar la urbanización de los nuevos barrios residenciales.

Fue así, como empezó a modernizarse la ciudad de la mano de los empresarios de la construcción como Asiz Abrajim y Antonio Copello quienes por entonces estaban ofreciendo lotes de terreno en sus barrios adyacentes a la avenida Olaya Herrera como el Saucedal y en las urbanizaciones el Nuevo Latino y el Antiguo Latino.

Así pues, el Concejo sentía que les estaba cumpliendo a sus habitantes, pues con esta obra decían, aseguraban el porvenir de la clase media y trabajadora y de los obreros, quienes sin tener casa, debían pagar arriendos caros, muchas veces, al límite de sus capacidades económicas.

Superado este impase, que a pesar de su importancia, privilegiaba a una pequeña porción de la sociedad, otros sectores económicos y sociales se quejaban de la poca presencia de las autoridades policiales.

Pero no era para menos, pues la proporción de delitos era mínima y la inseguridad no pasaba de ser una de las pocas rarezas que solamente aparecía de vez en cuando en la crónica roja de los medios.

Es necesario mencionar que en la primera mitad del siglo pasado, los municipios tenían su propia policía, además de la policía nacional, la que incluso era objeto de burlas por parte de los ‘mamadores de gallo’ cucuteños, quienes no desperdiciaban ocasión para aprovechar la situación sacarles algunos chascarrillos, como el que voy a citar, publicado en uno de los más importantes diarios locales de la época:

“Con razón que el alma pena. Mientras tanto el departamento pagando cien mil pesos al año por el contrato con la policía nacional y los chulavitas engordando como choncho por la vida sedentaria que llevan,  para llegar a Bogotá y responderle a los otros cuando le preguntan dónde estaban, ‘ala, pues cogí la chisga más chusca y me mandaron a Cúcuta; ala, eso si es chirriao; allá si no lo cuerdibajean a uno.”

Claro que era tan escaso el trabajo que debía realizar la policía, tanto la municipal como la nacional, que sólo habían cincuenta uniformados distribuidos en cuatro secciones.

Esto además, daba pie a otra ‘mamadera de gallo cucuteña’, pues decían que cada sección tenía doce policías y medio y que mientras una estaba de servicio, la otra estaba ‘franca’, la siguiente descansando y la última lista a salir a servicio inmediatamente que entre la que lo estaba prestando.


Billete de ½ peso de 1948


Y siguiendo con la tomadura de pelo, en los corrillos que se formaban en los cafés, donde se reunía la crema de la sociedad de la época, los cálculos de distribución de los agentes continuaban; de los doce y medio policías, por lo menos seis de ellos, en sus horas de servicio, están con las mujeres librepensadoras y los hampones bebiendo cerveza en las cantinas, cuatro, agarrados de los canastos de las sirvientas que salen a hacer mercado, dos viendo jugar billar en los garitos y el medio, por ahí parado en la calle esperando que pase un carro oficial y lo parta en dos para quedar convertido en cuarto, a fin de oírse llamar algún día “un buen cuarto”.

Ese era el día a día característico de los cucuteños de mediados de siglo veinte.

Pero mientras unos se divertían a costa de los pobres policías y aún después de todas estas payasadas, la gente seguía quejándose de la inseguridad generada especialmente por los ladrones y ladronzuelos.

En carta al alcalde militar le decían que ‘por todas partes, dentro del mercado, en la compra y venta de bolívares, a la salida de los bancos, en las horas de despacho y llegada de los trenes del ferrocarril, en los parques, en la infinidad de casas de lenocinio disfrazadas de pensiones y hoteluchos, en los barrios residenciales, en las alcabalas, en los suburbios, en los sitios comerciales, en las puertas de los teatros, a la salida de las iglesias y a todas horas pululan por la ciudad, “cartereros”, estafadores, atracadores, rateros hampones y gamines de las peores costumbres.’

Las cartas eran específicas y meticulosas en sus argumentos, argumentaban los remitentes, que eran personas del común preocupados por las condiciones de percepción de inseguridad, “que han escogido esta tierra en una condición especial con un descaro inaudito, pues en ninguna pare hay más maleantes que en Cúcuta”.

Sin embargo, son enfáticos en reconocer que se debe a la absoluta falta de vigilancia, pero no de la policía por que “siempre aunque con dificultad, se encuentra de vez en cuando un agente, sino del servicio de seguridad, del cuerpo de detectives, que sepa cuáles son, que se los lleven al Permanente para saber si tiene profesión u oficio conocido o si tienen medios lícitos u honestos de qué vivir.”

Continuaban diciendo que “no pasa una noche que no sucedan ocho o diez robos audaces en la población y no solamente en los barrios apartados sino en el centro de la población, con las más serias circunstancias de peligro, no para el pícaro sino para la víctima que si en el momento preciso se mueve o se despierta, lo asesinan”.

Peor aún cuando algún vecino agarra in fraganti al ladrón que ha escalado las paredes de su casa para robarlo o cometer tropelías y lo mate o lo hiera y verá cómo se va para la cárcel, pues así son las leyes o los que las interpretan, al decir de quienes escribían.

Se había expedido recientemente la ‘Ley Lleras’ que había sido tramitada por el doctor Alberto Lleras Camargo, mediante la cual se creaban unos procedimientos expeditos para tramitar esta clase de delitos y aún así, las autoridades no le daban el cumplimiento esperado, pues con razón decían que “como es de rigor, con los detenidos sucederá lo de siempre, que con unos pesos y un tinterillo y las recomendaciones de hasta las misma víctimas que por temor se ven forzadas a firmarlas, afuera se va el maleante”.

Despedían la carta, “señor alcalde, piedad para estos pobres cucuteños”.

Después de leer esta carta no sabe uno a quién creer y eso que todavía falta la petición que le hicieran al burgomaestre militar las directivas de los sindicatos de limpiabotas, loteros, voceadores de prensa y otros, cuando se expidió el decreto mediante el cual se restringía el trabajo a los menores de quince años, desconociendo la situación de muchas familias.

Se contaban unos dos mil o tres mil jóvenes que habían quedado sin estudios por la falta de cupo en las instituciones educativas de ese tiempo y debían ocuparse en uno de los oficios antes mencionados para poder ayudar al mantenimiento del resto de la familia.

Además, los mismos sindicatos se rebelaban contra la norma que les exigía presentar el “certificado de sanidad moral” que no era otra cosa que un certificado de antecedentes policivos y judiciales, contra lo cual se preguntaban, si para poder ejercer uno cualquiera de los anteriores oficios, como embolar o vender lotería, el alcalde podría negarles el permiso  de trabajar por el solo hecho de tener referencias negativas en el pasado.

Al parecer, esta última exigencia se eliminó después de las negociaciones, no así el límite de edad, sobre el cual no se llegó a ningún acuerdo.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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