Luis
Fernando Carrillo
El que fue
el mercado de El Contento
UNO
Era un rito que se trasmitía del mayor al menor de los
hijos. Antaño no se hacía para 8 o 15 días, porque la plaza quedaba cerca a la
casa y tampoco había medios para conservar los alimentos sin que se dañaran.
Muchas veces la plata no alcanzaba o no se conseguía sino
lo del diario. Quizá después de mucho bregar padre en el asfalto de la calle
que ayer, como hoy, era duro, pero no tanto como en estos días de odisea.
Se traía en una mochila que se conservaba como reliquia,
porque siempre metían en su vientre los pocos manjares que se podían comprar.
Se heredaba de mayor a menor de los hijos hasta que,
después de un concienzudo examen, los padres consideraban que el muchacho ya
estaba grandecito, en edad de tener novia, y no se veía bien que anduviera en
estos menesteres.
Entonces heredaba la mochila el que le seguía, que duraba
así por varios años, hasta que se graduaba de mercader con todos los honores, o
llegaba a la edad en que adquiría cierta respetabilidad, por lo avanzado de sus
estudios o porque comenzaba a molestar para que lo llamaran a calificar
servicios.
Así era la cosa, rutinaria y sencilla, llena de
satisfacciones cuando en el cambalache quedaban unos cinco o diez centavos, que
permitían comprar un pastel de yuca con buen ají y un poquito de chicha, que
doña Dolores vendía a buen precio y no tan fuerte.
Es claro que las “muchachas”, como le decían a las hijas,
no participaban de esta ceremonia, porque no podían salir de la casa sino con
sus padres ante el temor que algún galán se les apareciese para ayudar a llevar
el mercado y se alzara con el santo y la limosna.
DOS
Madre elaboraba la lista la noche anterior. La metía
dentro de la mochila, junto con lo que costaba, más cinco centavos por el
mandado. Ahora se ve a la madre escribiéndola en el rústico comedor, sentada en
un cómodo “asiento” que el modernismo desapareció, toda seria, ejercitando su
caligrafía de quinto de primaria, con un pedazo de lápiz que tenía un borrador,
por si acaso había que enmendarla.
La carne, como siempre, era lo más caro, $ 0.75; por lo
general, se compraba donde Edmundo, el papá de Julián Martínez, el que fuera
jugador del Cúcuta Deportivo: “compre lomo o punta de herradero”, advertía la madre
verbalmente, “que es blandita”. Así debía hacerse porque, si no, se afrontaban
las consecuencias.
Donde Efraín se compraba el grano; Efraín nació y creció
junto al abasto y, ahora, que se ve por la calle lleno de años y sin plata, se
le dan las gracias, porque vendía al fiado a los buenos clientes y así sacó de
más de un apuro a muchas familias.
“Compre quince centavos de alverja fresca y diez centavos
de garbanzo donde Socorro”, ordenaba verbalmente la madre en repaso de la
lista. Socorro los echaba dentro de un cucurucho que hacía de hoja fresca y lo
amarraba para que no se fueran a salir.
Allí también compraba la berenjena, la ahuyama y el
repollo. De todo esto Socorro ya no se acuerda, en la soledad y el olvido de su
mundo presente.
La “cocepan”, yuca, plátano, papa, se compraba donde el
señor González; buen tipo el señor González, pero carero.
TRES
Y así todos los días en el ritual de comprar el mercado.
Recordar los viernes de mercado, cuando el ventero daba la “ñapa” que permitía
la compra del pastel, del masato, de la chicha, e ir ahorrando para el matinal
del domingo, para ver a Hopalong Cassidy o al Llanero Solitario matar indios a
diestra y siniestra, o capturar los ladrones de la diligencia.
Días de mercado, días de la infancia y de la juventud que
el tiempo acabó, pero no el recordarlos con la alegría del ayer.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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