Gerardo Raynaud
El teatro Guzmán Berti fue durante la primera mitad del siglo XX, el centro
de la cultura y la diversión de la ciudad, por esta razón, muchas de estas
crónicas hacen mención de este sitio tan representativo de la tradición y las
costumbres cucuteñas de antaño.
Desde comienzos del mismo siglo, todas las compañías de teatro y de
variedades que venían del viejo mundo, tenían unas escalas obligadas si
visitaban la América meridional, la primera era La Habana, en la caribeña
Cuba, para luego enfilarse rumbo a Venezuela, siendo la preferida, la
calurosa Sultana del Coquivacoa, por sus características cosmopolitas y
porque muchas compañías navieras europeas, la tenían como destino especial, por
ser la sede continental de los negociantes alemanes e italianos, quienes
distribuían desde allí sus productos al resto del país y por la vía de Cúcuta,
al interior de Colombia.
Los viajes que emprendían estas compañías teatrales y en general, todas las
empresas artísticas y/o culturales, eran unas verdaderas aventuras, casi una
odisea, pues no había contratos previos ni compromisos, ni agentes que hicieran
los contactos necesarios para garantizar los ingresos que requerían para poder,
por lo menos, subsistir.
Era común que se quedaran varadas en alguna de las ciudades que visitaban,
cuando no llenaban las expectativas del público y se quedaban sin recursos para
continuar su gira, a menos que algún buen samaritano, especialmente paisanos
suyos, les colaboraran para poder trasladarse a su próximo destino a probar
suerte.
Finalizando la primera década del siglo, llegó a la ciudad la compañía de
teatro Coello, una de las más organizadas y afamadas del ramo, de origen
catalán, a pesar de su apellido portugués, compuesta exclusivamente de artistas
emparentados entre sí; estaban padres, hijos, sobrinos, tíos; eran tan buenos
artistas que la crítica no lograba identificar quién superaba a quién, “en
condiciones artísticas, apostura y en buenas costumbres”.
Decían los mismos críticos que “por entonces, entre quienes nos visitaban
no venían chicas casquivanas, ni tiples conquistables, ni coristas
complacientes.”
Esto para aclarar que el señor Coello había hecho una reciente contratación
de una bailarina, que dicho sea de paso, no tenía parentesco alguno con los
demás miembros, sino que conocedor de las aptitudes y cualidades de esta
artista, el director de la compañía había recibido informes que el grupo donde
trabajaba se había disuelto en La Habana y que estaban “varados”, algunos en
Caracas y otros en Maracaibo.
La empresa liquidada era una Compañía de Ópera, así que era apenas
entendible que no tuviera el recibo esperado por estos lares, especialmente
entre las clases populares.
La Compañía Coello llevaba más de un año presentándose en el Guzmán, tres
noches por semana, con lleno total en palcos y platea, así que se presentaba
una oportunidad de variar el repertorio y la inclusión de un acto de baile, era
uno de los eventos que más atraía al público, particularmente si la intérprete
era agraciada.
Magdalena Baronni se llamaba y era una bailarina de gran cartel en Italia,
donde pertenecía al elenco del teatro La Scala de Milán y a quien el anhelo de
admirar las maravillas de la tierra firme tropical la había impulsado a seguir
viaje hacia el nuevo continente.
La preciosa italianita, de espléndida cabellera dorada y voluptuosa figura,
estaba comprometida en matrimonio con un acaudalado empresario habanero,
circunstancia que la amparaba contra el asedio de los donjuanes de parroquia y
le permitía alternar con las matronas y señoritas más distinguidas del alto y
exigente conjunto social de la época.
Magdalena gozaba así de extraordinario aprecio en los más encumbrados
hogares y su presencia era bien recibida, en cuanta casa de familia visitaba.
Bien es cierto que la adorable artista lo merecía, tanto por sus encantos
físicos y su natural elegancia en el vestir, como por su refinada cultura y
nobles sentimientos. La colonia itálica, por entonces relativamente numerosa,
era la más orgullosa de su presencia y no perdía oportunidad de invitarla
cuando culminaba sus presentaciones.
La compañía estaba muy amañada en la ciudad, toda vez que llevaba muchos
meses exhibiendo sus actos y por esa razón, los artistas fueron familiarizándose
con el público, que los reconocía en la calle y en los lugares hacia donde se
desplazaban.
Un buen día, llegada a casa de una de las muchas amigas que había
cosechado, dama aristocrática y hermosa, aunque como la generalidad, muy dada a
creer en agüeros y presagios, llevaba una sombrilla que recién había comprado
en el almacén ‘La Novedad’, cuidadosamente envuelta en fino papel. ¿De compras
Magdalena? Preguntó solícita. ¡Oh, poca cosa, una pícola cosa, verazmente
bella, mire! Y rasgando la envoltura, sacó prestamente la sombrilla y la abrió
con jubilosa sonrisa para que pudiera apreciar su rico forro y su elegante
color esmeralda.
¡Por Dios, Magdalena, no haga eso, exclamó vivamente su interlocutora, vea
que eso es de mala suerte, abrir paraguas o sombrillas bajo techo!
La reacción le pareció algo exagerada quien no entendía esa clase de
actitudes, más viniendo de alguien de reconocida cultura y no creía en esas
pavadas o pamplinas que no eran más que supersticiones propias del populacho o
de gentes ignorantes.
Pero piensen lo que piensen o ríanse como lo hizo la bailarina, la verdad
es que ocho días después del incidente, Magdalena caía víctima de la artera
’fiebre amarilla’ que por aquellos días asediaba con gran rigor la ciudad. Gran
número de señoras la asistieron por turnos, los mejores médicos la auscultaron
y recetaron cuanto tratamiento había para los atacados del terrible mal.
Todo fue inútil, Magdalena falleció una semana después dejando cerca de su
lecho, su sombrilla verde y en los baúles las argollas esponsalicias, varios
paquetes de cartas de su amado y unas cuantas prendas de vestir, todas ellas
impregnadas del exótico perfume de aquel cuerpo cimbreante y escultural. Todo
le fue remitido al desconsolado pretendiente a su residencia de las Antillas.
Las normas municipales de la época disponían que los muertos por esta
impiadosa epidemia, debían ser inhumados inmediatamente después del
fallecimiento. Por esta razón sólo asistieron dos o tres de sus amigos, que
supieron a tiempo la noticia y quienes apesadumbrados lloraron ante el trágico
fin de tan sorprendente belleza.
Pero esta "bella dama" después de la peste que la sacó del planeta donde fue exhumada?...Ah! y con tantos "seguidores" que tuvo en sus presentaciones, tan solo fueron dos o tres?, que descarados..."el vivo al bollo y el muerto al hoyo"
ResponderEliminarCuando comencé a leer pensé que se iba a referir a la sonada y por mi no conocida "Carmen Miranda".....he escuchado comentarios pero de ahí en adelante nada!...puedo conocer algo al respecto?...Gracias Gaston.
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