Gerardo
Raynaud
A comienzos del siglo veinte, durante los gobiernos del
partido conservador, imperaba la visión de sociedad asentada en los principios
cristianos, hispanistas y tradicionales. No imperaba el oscurantismo, como
muchos pretendían y la mayoría de estos mandatarios modernizaron la economía
del país, pero creyendo que estas reformas se lograrían manteniendo intactas
las antiguas estructuras sociales, de lo cual se derivó la pérdida de su hegemonía.
Durante 46 años los conservadores controlaron las
riendas del poder, período que se conoce en la historia de Colombia como la
Hegemonía Conservadora y a su amparo, la Iglesia Católica se mantuvo como el
poder ‘detrás del trono’.
A pesar de las reformas que le hicieron al Concordato
celebrado entre el gobierno de Colombia y la Santa Sede en 1887, el Congreso lo
aprobó como ley de la República en 1888 cuando ya estaba en vigor la
Constitución del 86 y que mantenía muchos de los privilegios que se le habían
otorgado ancestralmente a la Iglesia. Por esta razón, muchas de las actividades
de los poderes públicos eran controvertidas, por no decir que previamente
consultadas y debidamente aprobadas por ésta.
Desde los púlpitos o en sus cartas pastorales, párrocos
y obispos llamaban al pueblo conservador a votar y apoyar los candidatos del
partido azul, e incluso invitaban y azuzaban a sus feligreses a atacar a los
liberales a quienes consideraban anticlericales, ateos y masones.
Era tal el poder de la Iglesia, que los candidatos a la
presidencia debían contar con el visto bueno del entonces Arzobispo Primado de
Bogotá, cuando aún no se tenían Cardenales, como representantes del poder
temporal de la Iglesia en muchos de los países americanos.
Igual sucedía con todos los demás candidatos a nivel
local y regional que debían lograr el visto bueno de la respectiva curia, que
se aseguraba que el nombre seleccionado fuera católico practicante y mantuviera
el compromiso de preservar los principios cristianos durante su gobierno.
Razones como las anteriores, fueron motivo de muchos de
los enfrentamientos que surgieron con los partidarios del partido liberal,
quienes principalmente hacían oposición desde las tribunas de los medios que
tenían, con mucha dificultad, a su disposición y que eran atacados, con más
frecuencia de la habitual, por sus posiciones contrarias que buscaban el
progreso y bienestar de la población menos favorecida.
Las reivindicaciones laborales, salariales y sociales
en general, siempre eran apoyadas por los seguidores del partido de la
oposición, aunque ello degenerara en conflictos como los que vamos a tratar en
la presente crónica.
Transcurrían los años de mediados de 1920 y se
encontraban en plena efervescencia las reclamaciones obreras en el mundo
occidental, luego de las contiendas del viejo mundo y la irrupción del
comunismo como nueva ideología que buscaba expatriar las antiguas prácticas
feudales que aún se aplicaban en ciertos países.
Colombia, apenas se iniciaba en las modernas prácticas
democráticas a pesar del lastre que arrastraba desde comienzos de su
independencia. Cúcuta era entonces una pequeña población fronteriza que apenas
rondaba los cuarenta mil habitantes pero que tenía una gran actividad
empresarial, debido al intercambio comercial que le procuraba tener una vía
expedita al exterior y por la misma vía, traer mercancías que eran repartidas
en todo el territorio nacional, situación que servía para surtir los comercios
que ofrecían sus mercancías a los visitantes venezolanos.
No solamente se había desarrollado el comercio, también
la industria manufacturera y los servicios que fueron instalados aprovechando
la reconstrucción de la ciudad después del sismo cincuenta años antes.
Una de las industrias más prósperas era la del calzado,
pero no como la que conocemos hoy. La mayor cantidad de empresas, pequeñas por
cierto, eran alpargaterías, es decir, talleres que elaboraban alpargatas.
Esta clase de calzado que consiste en una suela de
fibra natural, como algodón o cuero de animal, y que posteriormente utilizó
caucho, sirviéndose de los desechos de las llantas de los automóviles, que se
ajusta con unas tiras generalmente de tela.
Pues bien, como sucede en la mayor parte de los
negocios de este tipo, lo producido por muchos de estos talleres, era comprado
por mayoristas para ser distribuido y vendido a los grandes almacenes o a
las instituciones oficiales que proveían este calzado a sus trabajadores o
funcionarios, como era el caso del Ejército de la República, como se conocía al
Ejército Nacional actual.
Éste, tenía incluida como parte de su dotación oficial,
unos pares de alpargatas, que se les entregaban a los soldados, especialmente
aquellos acantonados en los cuarteles de tierra caliente o que desempeñaran
labores en las zonas rurales de la nación, por lo tanto, requería de un
suministro continuo que debía ser garantizado por proveedores que tuvieran la
capacidad de entregarles las cantidades solicitadas.
Cúcuta, que siempre se ha caracterizado por ser una
ciudad con vocación fabricante de calzado, era uno de esos proveedores en
cabeza de don Daniel Ontiveros, principal empresario del sector, quien había
logrado firmar un contrato de suministro por 5.600 pares mensuales de
alpargatas de fique y lona. A juzgar por la cantidad del contrato en mención,
puede inferirse cuánta debía ser la producción local y cuántos talleres debían
dedicarse a esa actividad, amén de la cantidad de obreros y trabajadores.
Al parecer, los precios del producto comenzaron a
variar y el gobierno a ofrecer cada vez menos por las famosas alpargatas, lo
que hizo que se produjera un movimiento de inconformidad laboral que evolucionó
a huelga, cuyo principal objetivo era lograr mejores salarios.
Resultado final fue la cancelación del contrato del
señor Ontiveros, quien logró sin embargo, le compraran sólo para el mercado
local la cantidad de 800 pares. El Ejército siguió comprando, pero en otras
ciudades. Muchos talleres tuvieron que cerrar por sustracción de materia y el
desempleo se hizo manifiesto.
Este acontecimiento fue utilizado por los enemigos de
la oposición liberal, a la que le achacaban el origen del problema,
especialmente los párrocos que se valían de su posición y de la tribuna
del púlpito para despotricar de cuantos osaban contravenir sus orientaciones
católicas contrarias a esas reivindicaciones que decían, eran opuestas a la
moderación y la justicia, que tan solo traían males que siempre recaían
sobre el obrero.
A final de cuentas, la huelga sólo sirvió para generar
una de las tantas crisis que han azotado reiterativamente la ciudad y la
región.
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