Gerardo Raynaud
En la intersección de la calle 10 con avenida 2ª
quedaba la bomba Cúcuta y en frente la tienda El Circo (Se puede ver el aviso)
donde queda hoy el edificio Ovni.
La fiesta brava o
tauromaquia, como es conocida en los medios culturales, es una práctica que se
remonta muchos siglos, se dice que se derivó del arte minoico, practicado en la
isla de Creta, por sus gimnastas, en una demostración de agilidad que
practicaban con toros salvajes, al que esquivaban saltando por encima de sus
cuernos, rutina que denominaban “taurocatapsia”.
De allí emigró a la
península ibérica y fue acogida por sus habitantes primigenios, quienes
hicieron de la plaza, el centro de ceremonias de sacrificio de los toros,
dedicados a sus dioses paganos, bien fuera para demandar sus amparos o
para agradecer los favores recibidos. Cientos de años después, las costumbres
fueron refinándose, hasta que a mediados del siglo 18 comienza a manifestarse
la expresión folclórica que hoy conocemos como las “corridas de toros”.
De la madre patria
migraron al nuevo mundo y en los diversos países de la América hispana se
fueron perfeccionando modalidades autóctonas de la fiesta toreril, como son los
casos de México, Colombia y Perú.
Aunque se dice que en
todas las festividades celebradas en el país desde su independencia, las
corridas de toros, que no tenían el más mínimo parecido con las actuales, se
realizaban a manera de conmemoración de la emancipación y liberación de sus
antiguos colonizadores.
En Cúcuta, como sucedía
con todas las manifestaciones lúdicas y culturales que venían del viejo mundo,
el tránsito hacia el interior del subcontinente era de paso obligado por esta
ciudad.
Desde finales de siglo,
por la década de los años de 1890, venían con frecuencia y no sólo de paso sino
aprovechando el gran entusiasmo que despertaba el espectáculo de los toros, en
donde los valientes y entonces elegantes toreros gozaban de la profunda y
fogosa admiración de muchos cucuteños, especialmente del género femenino, tanto
por el prestigio de sus trajes de luces como por el coraje y sangre fría con
que ejecutaban sus faenas en los pocos circos que ofrecían los poblados donde
se presentaban.
Por esa época, famosas
cuadrillas de toreros españoles, diestros de gran cartel y holgada posición
económica, se paseaban por las principales plazas de las antiguas ciudades
coloniales. Se recuerda, por ejemplo, el paso por la ciudad, en 1891, de los
renombrados ‘mataores’, los “Silverios”, –Silverio grande y Silverio chico–,
una pareja de hermanos que venían precedidos de gran fama por las
espectaculares faenas realizadas en las temporadas tanto en La Habana
como en la plaza de toros de Caracas, un hermoso redondel construido por
don Antonio Almariza, con todas las de la ley, muy amplia y de sólida
construcción, con sus buenos palcos y departamentos de sol y sombra.
Otros toreros, que con
sus respectivas cuadrillas estuvieron por esos mismos tiempos, fueron ‘Los
Pilareños’ con sus famosos espadas ‘Vañico’ y el ‘Niño’; el torero moreno
‘Facultades’ y también la cuadrilla de don Juan Jiménez ‘el Ecijano’ con su
célebre ‘Pollo de Málaga’ y su picador ‘Brazo de Hierro’.
“Todos ellos bien
plantados y distinguidos, para quienes cambiar el calzón corto y la chaquetilla
por la severa y aristocrática casaca o frac. No era cosa extraña ni difícil y
que con igual distinción y maestría lidiaban un furioso astado en la
arena que atendían y cortejaban la más exigente dama en el mejor y más
señorial salón” eran los comentarios que se leían en los prestigiosos
documentos que circulaban en los lugares donde se presentaban.
Pues bien, aprovechando
esa lucrativa coyuntura, el empresario Juan Antonio Carvajal, un ciudadano
pudiente y generoso, quien a más de su lucrativo negocio de ganadería, pastajes
y ordeño era el honroso propietario del lote de terreno ubicado sobre la calle
de Nariño que hacía esquina con la carrera Perú y para que se ubiquen mis
lectores, corresponde a la intersección de la calle diez con avenida segunda
donde queda hoy el edificio OVNI.
Por esos años de finales
de los noventa, como veníamos diciendo, el sitio era un extenso solar que
abarcaba más o menos una cuadra según el ordenamiento territorial que se había
establecido después del terremoto del 75. Era un amplio cuadrilátero cercado
con una sólida verja de madera apuntalada con ‘cabillas’ sosteniendo unas
seguras y cómodas graderías en los costados norte y sur y una regular hilera de
postes de madera en el flanco occidental.
Hacia el oriente sólo
había la pared que colindaba con la carrera Perú (avenida segunda) y como sólo
se había construido barrera por los otros tres puntos cardinales, algún
consumado artista pintó sobre el muro, el tramo de verja correspondiente, con
tal perfección, que resultaba fácil equivocarse, como se equivocó, cierta
tarde, un violento novillo, el cual al pretender saltar hacia la
libertad, cayó medio desnucado por el formidable topetazo que se dio contra la
tapia.
Frente al arco, que
quedaba en la esquina, frente a la estación de gasolina Cúcuta, en la esquina
noroccidental del cruce mencionado y en un inmenso patio, al cual se entraba
por un ancho y firme portón se encontraba la casa de ‘La Garita’ que
identificaba el nombre del redondel que constituyó la primera plaza de toros de
la ciudad.
En aquella residencia,
don Juan Antonio, había montado una especie de posada donde se hospedaban, las
compañías de toreros con sus cuadrillas, banderilleros y mozos de servicio. El
albergue era manejado por el caballero venezolano Cecilio Baptista, quien
ejercía las funciones de gerente y contabilista. Era un personaje cincuentón,
puntilloso y retraído, pero de frágil carácter cuando se veía cerca de una
mujer, característica que se traduciría, unos días más tarde, en tragedia.
En una ocasión, llegó a
la plaza ‘La Garita’ el torero ‘Mellado’, quien como era de suponer se hospedó
en el hotel de la plaza.
Atendía los trabajos del
lugar, la ‘negrita’ Agostina, a quien ‘Mellado’ le ‘echó el ojo’ y el embrujo
de su rudo acento hispano y la donosura y arrojo de su personalidad, le
granjeaba copiosamente el amor y los suspiros de las ‘evas’ populares.
Don Cecilio, a su vez,
se hallaba igualmente interesado en la fémina, quien hechizado por los encantos
de la joven criada, intentaba seducirla hasta que ésta decidió quejarse ante el
propietario del establecimiento en momentos en que estaba en plena conversación
con ‘Mellado’ y éste, sin aguantarse las ganas, al ver que peligraba su
conquista, se fue lanza en ristre contra el desventurado galán, con el lenguaje
propio de los españoles “…el amor no es manjar para los viejos que empiezan a
perder los dientes. Mejor póngase a rezar y procure bañarse con agua fría”
fueron sus palabras.
Baptista se tragó ese
sapo, pero al día siguiente apenas despuntaba el día, al encontrarse con su
contendor amoroso le increpó, “Sepa usted señor torero, que a los hombres no se
les ridiculiza” y le descargó a boca de jarro, dos tiros que le partieron el
corazón y luego con la misma arma, se suicidó.
Para quienes gustan de
la historia, pueden deducir que el nombre de la tienda ‘El Circo’, tomó el
nombre del sitio donde se levantó tiempo atrás, el circo o plaza de toros ‘La
Garita’.
Recopilado por> Gastón Bermúdez V.
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