Gerardo Raynaud
Las autoridades encargadas de
la seguridad vial en Colombia siempre han desempeñado un papel importante en
busca del bien de los usuarios, al punto que muchas veces se inventan términos
y requisitos que solo existen en sus mentes obcecadas que, a veces, buscan
imponer medidas que en nuestro medio no tienen la más mínima utilidad. Aunque
ese no fue el caso de la crónica que hoy paso a narrarles, sí produjo alguna
consternación en el gremio de automovilistas de la época, que aunque pocos eran
sus integrantes, las protestas no se hicieron esperar.
Un día a comienzos del año
48, la Dirección del Centro de Higiene de la ciudad, envió una comunicación a
la Dirección de Circulación y Tránsito, informándole que, a partir de la fecha,
debía abstenerse de expedir patentes de libre circulación a los vehículos que
no hayan sido desinfectados.
Efectivamente, la medida
había sido tomada en vista de las graves afectaciones que se venían presentando
a la salud de los pasajeros que utilizaban el trasporte vehicular urbano e
intermunicipal, con miras a eliminar los potenciales focos de infección y
garantizar un servicio higiénico y saludable.
La norma expedida por el
Centro de Higiene, es la Resolución No. 2 del 16 de enero de 1948, por medio de
la cual se ordenaba la desinfección de toda clase de vehículos, con el fin de
eliminar los posibles medios de contagio. En ella se incluía los automóviles y
autobuses de servicio público, así como los de uso particular.
En sus considerandos se hacía
notar que era deber de las autoridades sanitarias velar por la salud de la
población, razón por la cual era indispensable evitar la propagación de las
enfermedades infecto contagiosas y poner en práctica lo ordenado por la Ley 15
de 1925, que en su artículo 30 establecía la obligación que tenían las personas
que servían en ‘aparatos de transporte’, de proveerse de un carnet o certificado de sanidad.
En la parte resolutiva, se
exigía que todo conductor de vehículo, debía, para efectos de revalidación de
sus títulos, presentar el comprobante del examen fluoroscópico de los pulmones,
el cual le era practicado gratuitamente en el aparato de rayos X del
dispensario antituberculoso de la ciudad. También les prohibía a las empresas
de transporte, la contratación de menores de edad como colectores o cobradores.
Éstos también debían obtener su respectivo carnet de sanidad para poder ejercer
su oficio.
En otro artículo de la citada
resolución, se ordenaba a todos los propietarios de los automotores de servicio
público, fuera bus o camión, la fijación de un aviso, lo suficientemente
visible con la siguiente leyenda: “Se prohíbe escupir en el suelo”.
Estas desinfecciones fueron
establecidas con una periodicidad mensual y en la misma resolución se
establecía que las autoridades municipales, el Director de Tránsito y los
Inspectores de Higiene eran los encargados de hacerla cumplir. Las infracciones
a esta Resolución eran castigadas con multas sucesivas de $10 a $50,
convertibles en arresto cuando se negaban a pagarlas.
La medida fue, sin duda,
acogida con cautela. Los medios venían fustigando a las autoridades sanitarias
por la negligencia en el cumplimiento de sus funciones, debido a los frecuentes
brotes infecciosos que requerían de la pronta y eficaz solución para la
conservación de la salud pública.
Naturalmente los primeros
afectados fueron los propietarios de los automotores de servicio público, ya
que su aplicación demandaba un costo adicional que no se había presupuestado en
su renglón de costos. Pero fuera del factor económico, pequeño por demás, los
interesados no tenían razón alguna para oponerse a la medida, laudable por
cierto y que se tomaba en consonancia con las disposiciones que en materia
sanitaria había expedido el gobierno nacional.
El Sindicato de Choferes de
la localidad se reunió extraoficialmente para tratar el tema y sentar una
protesta, alegando que una desinfección demandaba un costo excesivo sumado a
los tantos que ya tienen por los demás conceptos.
La verdad es que la situación
se fue tornando rutinaria a medida que pasaba el tiempo y ese prurito peculiar
del pueblo de rehuir el cumplimiento de toda orden oficial, por el solo hecho
de contradecir, no puede aplicarse en esta ocasión, por los individuos a quienes
abarca la resolución sanitaria, por cuanto ello no significa algo imposible de
cumplir y por el contrario, encierra una medida merecedora de todo
aplauso y ajustada a los más elementales principios de justicia y equidad, eran
los argumentos esbozados por las autoridades ante la arremetida de los
afectados.
La medida de desinfección era
bastante simple para los vehículos, pues se trataba de una aspersión con el
conocido insecticida DDT, que tenía apenas unos diez años de haber sido
descubierto y que por su costo y su gran eficacia en el control de los
transmisores de enfermedades, como la malaria y el tifo, era aplicado sin
mayores consideraciones.
La utilización intensiva de
este compuesto, que en ese momento se conoció como la “sustancia
milagrosa” tuvo serias repercusiones en la salud de los seres humanos y en el
medio ambiente, razón por la cual fue prohibida su venta y retirado del mercado
en 1972, en los Estados Unidos su principal fabricante y extendida
posteriormente a la mayoría de los países del mundo.
La norma sobre la
desinfección de vehículos, como fue expedida originalmente, se mantuvo
aproximadamente unos tres años y olvidada posteriormente con el paso de los
años y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población.
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