Patrocinio Ararat Díaz
Don Pedro Ararat Mora
Varias
veces he escrito de mi madre. Ahora voy a escribir sobre mi padre. Don Pedro se
llamaba Pedro León Ararat Mora. Era hijo de Patrocinio Ararat y Adela Mora,
ambos nacidos en el siglo XIX, habitaron en el Barrio Latino, costado
noroccidental del Parque Nacional.
Vivieron
un inmenso caserón donde residían además de Patrocinio y Adela, sus tres hijos
(Juan de Jesús, Gustavo y Pedro) con sus respectivas consortes y proles.
Seguramente, fue muy difícil compartir cerca de 25 personas en esa patriarcal
vivienda.
Después
de fallecidos sus padres, don Pedro armó “rancho aparte” con mi madre Teresa.
Pero luego del proceso de sucesión, a mi padre le correspondió el predio
esquinero de la calle 8 y la avenida 4ª. Allí estuvo desde los años treinta, el
Almacén de Bicicletas Pedro Ararat M. Contaba mi padre que él fue quien trajo
las primeras ciclas a Cúcuta en 1932.
Para
todas “esas vueltas y revueltas” que les dio la vida a mis padres, resultó
fundamental en la unión de la familia y en los más de cuarenta años de
matrimonio, el tesón y la energía de papá y la comprensión y ternura de mamá.
También “el genio parejito” de los dos.
Don
Pedro pensó todo el tiempo de su vida en la familia y fue un fuerte admirador
de la belleza de la mujer que tenía. Era un visionario natural, un buen
planeador de sus negocios y un fuerte realizador de sus proyectos. Teresa era
su apoyo y el bastión del matrimonio.
En
ese batallar por la vida, finalizando el año 1963, a mi papá le sonó el cuento
de abrir otro negocio (el Café Montecarlo), sin abandonar el renglón de las
bicicletas. Era un gran proyecto. Y se le midió en medio de las dificultades
económicas más grandes.
Para
ello cedió en préstamo la esquina que tenía y recibió de Nicolás Angulo, en
calidad de arrendamiento, una gran casona ubicada en la calle 8 entre avenidas
4ª y 5ª. Su placa: 4-52. El lote tenía de frente 25 metros y de fondo cerca de
65 metros. Tenía techo de teja, muros de bahareque y un tambo elevado en el
centro. También numerosos cuartos que mi papá fue acondicionando para lo que
quería.
De la
entrada hacia el fondo, ubicó primero su almacén de bicicletas y su espacio
para reparaciones. En seguida, colocó la venta de licores y el bar con sus
respectivas mesas. Al lado izquierdo, dotó una gran área para un buen
restaurant. Más adelante, diseñó un buen espacio donde puso cinco mesas de pool
y tres de billar, que adquirió nuevecitas y con la dotación de excelentes
tacos. Eran las mejores mesas del mercado. En los lados de este campo, ubicó la
sala de juegos de dominó, parqués, naipe etc, la cual, cuando se requería, se
convertía (a puerta cerrada) en sala de juegos de dados.
Al
fondo-fondo estaba la gallera con graderías y un coso central donde se llevaban
a cabo las peleas de gallos. En los alrededores, estaban los camerinos y
guacales de los gallos y los espacios
para los careos.
Atendiendo
el Café Montecarlo, entre semana, estaba mi papá y sus empleados. Los domingos,
además de mis padres, trabajábamos mis hermanos Judith, Tarco y yo y algunos
familiares. Además teníamos empleados en el almacén de bicicletas, en el bar,
en la administración de los billares y los juegos.
De
los billares, tengo que decir que con Tarco aprendimos todos sus secretos. Él
era un as para el pool y yo me defendía con las tres bandas. Personalmente,
atendía bien mis tareas en el Colegio Salesiano y me distraía jugando. En
algunas oportunidades, sobre todo en el fin de semana, le pedíamos a papá, que
nos dejara quedar en el café jugando y en no más de tres horas, lográbamos
inventar jugadas para después realizarlas ante los amigos. Recuerdo que cuando
cerca de medianoche decidíamos irnos a acostar encima de las mesas, al apagar
las luces, escuchábamos una gritería (la de la gallera) y golpes de tacos por
todas partes. Al principio, nos asustamos; después, nos acostumbramos.
También
recuerdo que los muchachos que salieron bachilleres entre 1964 y 1966, en la
mayoría de colegios de la ciudad, tuvieron mucho que ver con los billares del
Café Montecarlo. Igualmente, puedo decir que los del Colegio Salesiano, que
íbamos obligatoriamente a misa los domingos a las 7 am con vestido de paño azul
marino, una vez salíamos del Colegio, muchos, pero muchos muchachos en largas
colas llegaban al Café a jugar billar.
De la
misma manera, el Café estaba repleto los viernes y los sábados por la tarde y
noche. Era una mezcla de trabajadores, profesionales y estudiantes. No puedo
dejar de mencionar que era común que la policía llegara al Café tras la
aprehensión de menores de 18 años. Había que ver a los muchachos corriendo y
escondiéndose por todos lados. Era una “gozadera” observarles subirse a los
techos, esconderse en las hornillas de las cocinas, en los camerinos de los
gallos etc.
Por
el lado de la gallera, mi papá era el dueño y quien dictaba la última palabra.
Pero era una posición muy incómoda y peligrosa. A su vez, él tenía sus gallos
propios y en compañía. Los gallos vivían y se entrenaban en El Zulia. El
cuidador y careador era Otto Alvarado, viejo gordo y caricolorado, de toda su
confianza. Otro cuidador era Pablo Mendoza, el conocido Tarzán, que había sido
jugador del Cúcuta Deportivo. Los cuidadores le indicaban a papá cuales gallos
estaban en condiciones de pelear.
Mi
papá tenía varios socios en la propiedad de los gallos. Entre ellos puedo
mencionar a su primo Pedro Sayago Mora y a mi padrino Joaquín “El Pavo”
Castellanos.
A la
gallera Montecarlo, llegaban “cuerdas” de galleros, cuidadores y apostadores,
con sus correspondientes animales. Venían de El Zulia, Rubio, Capacho, San
Cristóbal, Ureña, San Antonio, Pamplona y otros pueblos de Norte de Santander.
Inicialmente se cumplía el proceso de pesaje y categorización, luego se hacía
el fixture entre los gallos del mismo peso. Después se realizaba el orden de
las peleas y de penúltima se colocaba la más atractiva del día. Esta pelea se
“daba” cerca de las 5 de la tarde.
En un
domingo “se casaban” cerca de 15 peleas de gallos, las cuales cada una en pesos
de 2018, podrían tener un monto de unos $5 millones. Esta “plata” se reunía
entre 20 a 25 personas de cada lado, listado que se anotaba en un cuaderno. En
cada pelea, se acordaban detalles sobre el largo de las espuelas. Pero en éstas
los galleros tenían muchas mañas.
Entre
los galleros más importantes puedo citar a los hermanos Tesalio y Marino
Peñaranda de El Zulia, un viejo alto apodado Blanco y Negro de San Cristóbal,
los hermanos Rafael y Julio Nieto de San Antonio y el caricolorado Bautista de
Pamplona. De Cúcuta, recuerdo además de Pedro Sayago y Joaquín Castellanos, a
Cesar Camargo, y Carlos Bustamante.
Placa de dirección de la casona del Café
Montecarlo
Por
lo general, la última pelea se desarrollaba a las 6 pm y como en los
intermedios de cada una, los galleros iban tomando trago, pues a esa hora ya
estaba la mayoría de ellos, medianamente “rascados”. Algunos se iban para sus casas y otros se
quedaban para seguir jugando dados.
A esa
hora, mi papá hacía arqueo de caja y me enviaba en un taxi con mi mamá para la
casa con el producido del día. Yo regresaba nuevamente a acompañarlo en el
Montecarlo y varias veces, cuando terminaba la jornada de los dados, los
galleros quedaban “limpios” y toda la plata quedaba en la garita.
Entonces
unas veces con mi papá y otras veces solo, llevaba a esos señores a comer donde
la Turra Petra y luego a la Insula, para que “reposaran” la comida. Las cuentas
las pagábamos nosotros. Hasta las carreras de taxis para llevar a nuestros
clientes a su casa. Total que yo llegaba a las 12 de la noche a mi casa para ir
al otro día al colegio a las 6 de la mañana.
La
verdad es que a nosotros nos criaron con necesidades, con respeto y muy ceñidos
a las normas. Nos tocó marchar derechitos al ritmo de unos padres exigentes,
preocupados por la moral y las buenas costumbres.
El
trajín era bien intenso pero yo me defendía muy bien en el colegio en donde fui
segundo mejor bachiller en 1965. (¡!!cómo no, si los compañeros iban también al
Montecarlo¡¡¡). Recuerdo que antes de ir al Teatro Zulima a recibir el diploma,
estaba laborando y regrese al Café, me quité “la pinta” y seguí trabajando.
Claro, que por la noche, mi papá “echó la casa por la ventana”.
Iniciando
el año 1967, mi papá decidió que el Montecarlo “no iría más”. Creo que esa
decisión la consultó con su almohada, con mi mamá y con
sus amigos más cercanos don Alfonso Gandica y don Carlos Julio López. Aun
cuando el negocio era muy rentable, también era estresante, esclavizante y
bastante peligroso. Seguramente mis padres estaban cansados de tanto trajín y
decidieron regresar a su actividad preliminar: las bicicletas.
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