domingo, 28 de octubre de 2018

1394.- EL CAFE MONTECARLO



Patrocinio Ararat Díaz


Don Pedro Ararat Mora 

Varias veces he escrito de mi madre. Ahora voy a escribir sobre mi padre. Don Pedro se llamaba Pedro León Ararat Mora. Era hijo de Patrocinio Ararat y Adela Mora, ambos nacidos en el siglo XIX, habitaron en el Barrio Latino, costado noroccidental del Parque Nacional.

Vivieron un inmenso caserón donde residían además de Patrocinio y Adela, sus tres hijos (Juan de Jesús, Gustavo y Pedro) con sus respectivas consortes y proles. Seguramente, fue muy difícil compartir cerca de 25 personas en esa patriarcal vivienda.

Después de fallecidos sus padres, don Pedro armó “rancho aparte” con mi madre Teresa. Pero luego del proceso de sucesión, a mi padre le correspondió el predio esquinero de la calle 8 y la avenida 4ª. Allí estuvo desde los años treinta, el Almacén de Bicicletas Pedro Ararat M. Contaba mi padre que él fue quien trajo las primeras ciclas a Cúcuta en 1932.

Para todas “esas vueltas y revueltas” que les dio la vida a mis padres, resultó fundamental en la unión de la familia y en los más de cuarenta años de matrimonio, el tesón y la energía de papá y la comprensión y ternura de mamá. También “el genio parejito” de los dos.

Don Pedro pensó todo el tiempo de su vida en la familia y fue un fuerte admirador de la belleza de la mujer que tenía. Era un visionario natural, un buen planeador de sus negocios y un fuerte realizador de sus proyectos. Teresa era su apoyo y el bastión del matrimonio.

En ese batallar por la vida, finalizando el año 1963, a mi papá le sonó el cuento de abrir otro negocio (el Café Montecarlo), sin abandonar el renglón de las bicicletas. Era un gran proyecto. Y se le midió en medio de las dificultades económicas más grandes.

Para ello cedió en préstamo la esquina que tenía y recibió de Nicolás Angulo, en calidad de arrendamiento, una gran casona ubicada en la calle 8 entre avenidas 4ª y 5ª. Su placa: 4-52. El lote tenía de frente 25 metros y de fondo cerca de 65 metros. Tenía techo de teja, muros de bahareque y un tambo elevado en el centro. También numerosos cuartos que mi papá fue acondicionando para lo que quería.

De la entrada hacia el fondo, ubicó primero su almacén de bicicletas y su espacio para reparaciones. En seguida, colocó la venta de licores y el bar con sus respectivas mesas. Al lado izquierdo, dotó una gran área para un buen restaurant. Más adelante, diseñó un buen espacio donde puso cinco mesas de pool y tres de billar, que adquirió nuevecitas y con la dotación de excelentes tacos. Eran las mejores mesas del mercado. En los lados de este campo, ubicó la sala de juegos de dominó, parqués, naipe etc, la cual, cuando se requería, se convertía (a puerta cerrada) en sala de juegos de dados.


Al fondo-fondo estaba la gallera con graderías y un coso central donde se llevaban a cabo las peleas de gallos. En los alrededores, estaban los camerinos y guacales de los gallos  y los espacios para los careos.

Atendiendo el Café Montecarlo, entre semana, estaba mi papá y sus empleados. Los domingos, además de mis padres, trabajábamos mis hermanos Judith, Tarco y yo y algunos familiares. Además teníamos empleados en el almacén de bicicletas, en el bar, en la administración de los billares y los juegos.

De los billares, tengo que decir que con Tarco aprendimos todos sus secretos. Él era un as para el pool y yo me defendía con las tres bandas. Personalmente, atendía bien mis tareas en el Colegio Salesiano y me distraía jugando. En algunas oportunidades, sobre todo en el fin de semana, le pedíamos a papá, que nos dejara quedar en el café jugando y en no más de tres horas, lográbamos inventar jugadas para después realizarlas ante los amigos. Recuerdo que cuando cerca de medianoche decidíamos irnos a acostar encima de las mesas, al apagar las luces, escuchábamos una gritería (la de la gallera) y golpes de tacos por todas partes. Al principio, nos asustamos; después, nos acostumbramos.


También recuerdo que los muchachos que salieron bachilleres entre 1964 y 1966, en la mayoría de colegios de la ciudad, tuvieron mucho que ver con los billares del Café Montecarlo. Igualmente, puedo decir que los del Colegio Salesiano, que íbamos obligatoriamente a misa los domingos a las 7 am con vestido de paño azul marino, una vez salíamos del Colegio, muchos, pero muchos muchachos en largas colas llegaban al Café a jugar billar.

De la misma manera, el Café estaba repleto los viernes y los sábados por la tarde y noche. Era una mezcla de trabajadores, profesionales y estudiantes. No puedo dejar de mencionar que era común que la policía llegara al Café tras la aprehensión de menores de 18 años. Había que ver a los muchachos corriendo y escondiéndose por todos lados. Era una “gozadera” observarles subirse a los techos, esconderse en las hornillas de las cocinas, en los camerinos de los gallos etc.

Por el lado de la gallera, mi papá era el dueño y quien dictaba la última palabra. Pero era una posición muy incómoda y peligrosa. A su vez, él tenía sus gallos propios y en compañía. Los gallos vivían y se entrenaban en El Zulia. El cuidador y careador era Otto Alvarado, viejo gordo y caricolorado, de toda su confianza. Otro cuidador era Pablo Mendoza, el conocido Tarzán, que había sido jugador del Cúcuta Deportivo. Los cuidadores le indicaban a papá cuales gallos estaban en condiciones de pelear.

Mi papá tenía varios socios en la propiedad de los gallos. Entre ellos puedo mencionar a su primo Pedro Sayago Mora y a mi padrino Joaquín “El Pavo” Castellanos.

A la gallera Montecarlo, llegaban “cuerdas” de galleros, cuidadores y apostadores, con sus correspondientes animales. Venían de El Zulia, Rubio, Capacho, San Cristóbal, Ureña, San Antonio, Pamplona y otros pueblos de Norte de Santander. Inicialmente se cumplía el proceso de pesaje y categorización, luego se hacía el fixture entre los gallos del mismo peso. Después se realizaba el orden de las peleas y de penúltima se colocaba la más atractiva del día. Esta pelea se “daba” cerca de las 5 de la tarde.

En un domingo “se casaban” cerca de 15 peleas de gallos, las cuales cada una en pesos de 2018, podrían tener un monto de unos $5 millones. Esta “plata” se reunía entre 20 a 25 personas de cada lado, listado que se anotaba en un cuaderno. En cada pelea, se acordaban detalles sobre el largo de las espuelas. Pero en éstas los galleros tenían muchas mañas.

Entre los galleros más importantes puedo citar a los hermanos Tesalio y Marino Peñaranda de El Zulia, un viejo alto apodado Blanco y Negro de San Cristóbal, los hermanos Rafael y Julio Nieto de San Antonio y el caricolorado Bautista de Pamplona. De Cúcuta, recuerdo además de Pedro Sayago y Joaquín Castellanos, a Cesar Camargo,  y Carlos Bustamante. 

Placa de dirección de la casona del Café Montecarlo
    
Por lo general, la última pelea se desarrollaba a las 6 pm y como en los intermedios de cada una, los galleros iban tomando trago, pues a esa hora ya estaba la mayoría de ellos, medianamente “rascados”.  Algunos se iban para sus casas y otros se quedaban para seguir jugando dados.

A esa hora, mi papá hacía arqueo de caja y me enviaba en un taxi con mi mamá para la casa con el producido del día. Yo regresaba nuevamente a acompañarlo en el Montecarlo y varias veces, cuando terminaba la jornada de los dados, los galleros quedaban “limpios” y toda la plata quedaba en la garita.

Entonces unas veces con mi papá y otras veces solo, llevaba a esos señores a comer donde la Turra Petra y luego a la Insula, para que “reposaran” la comida. Las cuentas las pagábamos nosotros. Hasta las carreras de taxis para llevar a nuestros clientes a su casa. Total que yo llegaba a las 12 de la noche a mi casa para ir al otro día al colegio a las 6 de la mañana. 
  
La verdad es que a nosotros nos criaron con necesidades, con respeto y muy ceñidos a las normas. Nos tocó marchar derechitos al ritmo de unos padres exigentes, preocupados por la moral y las buenas costumbres.

El trajín era bien intenso pero yo me defendía muy bien en el colegio en donde fui segundo mejor bachiller en 1965. (¡!!cómo no, si los compañeros iban también al Montecarlo¡¡¡). Recuerdo que antes de ir al Teatro Zulima a recibir el diploma, estaba laborando y regrese al Café, me quité “la pinta” y seguí trabajando. Claro, que por la noche, mi papá “echó la casa por la ventana”.
  
Iniciando el año 1967, mi papá decidió que el Montecarlo “no iría más”. Creo que esa decisión la consultó con su almohada, con mi mamá y con sus amigos más cercanos don Alfonso Gandica y don Carlos Julio López. Aun cuando el negocio era muy rentable, también era estresante, esclavizante y bastante peligroso. Seguramente mis padres estaban cansados de tanto trajín y decidieron regresar a su actividad preliminar: las bicicletas. 





Recopilado por: Gastón Bermúdez V. 

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