Beto
Rodríguez (Imágenes)
Con el presidente Guillermo León Valencia
El 2 de agosto de 1964, el gobernador Eduardo
Francisco Cote Lamus asistió desde muy tempranas horas a una serie de actos en
Silos y Chitagá, y el espirituoso aguardiente de las rentas de Norte de
Santander, hizo su esperada aparición.
El mandatario nacido en Cúcuta recibió varias
copas de parte de sus allegados y en el ambiente reinaba una triste euforia que
presagiaba algo extraño, fácil de percibir, oler y aún de respirar.
El agua loca inspiró a muchos, los discursos
tomaron diversos rumbos, pero en el fondo tocaron el mismo asunto, en torno a
la presencia del poeta de la muerte aparecido por allí, no en campaña política,
en medio de la cual fraternizaba hasta el éxtasis con sus viejos amigos y
recordaba historias propias de la provincia de Pamplona, sino investido de
primera autoridad del Departamento en el gobierno de Guillermo León Valencia.
En ese instante su nombre tomaba fuerza en el país para ser designado ministro
de Educación.
Transcurridas las ceremonias, el vate siempre
de traje negro y barba salpicaba de canas, ojos inquietos y hablar casi
susurrado, guardó en el pecho, esa misma caja torácica donde la angustia
eventualmente lo abrumaba, varias dosis del apetitoso licor que a muchos
sublimiza y a una enorme cantidad denigra y mata.
PAMPLONA
El aguardiente a algunos recupera del frío,
pero a otros aproxima al eterno hielo de la cumplida defunción guardiana del destino, husmeadora de alcobas, refocilada en encajes
y de las parejas que se aman hace parecer “dos cuerpos en batalla de
exterminio”.
Sus amigos le recordaron a Cote Lamus un compromiso
adquirido en Pamplona.
El chófer oficial Ramiro Acevedo, luego de revisar el auto
calentó el motor y al rato arrancó con el jefe en el puesto trasero, pero nunca
llegó a pensar que al lado del escritor también tomó asiento una intrusa, la
alegórica silueta, rígida agente de la extinción, con su macabra guadaña,
hábito de religioso y sonrisa descarnada a consecuencia de la pérdida de los
labios en el paroxismo del festín de los gusanos.
Llegaron a Pamplona en un gélido ambiente, algunas gotas
caían del cielo, parecían flores
desgajadas de las coronas de un entierro, esos viejos sepelios entre
gemidos, cánticos, ruegos en latín y el lúgubre tañido de las campanas de los
cementerios de las neblinosas ciudades chicas.
FIESTA
A la seis de la tarde cuando apareció el cantor con su
obscuro presagio, o hierro al rojo blanco en la espalda, la fiesta estaba a
reventar, habían bautizado a un niño, se escuchaba La pollera colorá, los
mosaicos de la Billos, el empuje rítmico de los Melódicos y de acuerdo a lo
convenido días antes, lo esperaba el joven Silvio Ramírez, amigo cercano del
lírico, con el cual había programado el regreso a Cúcuta, al barrio Colsag,
donde el aedo político tenía su residencia, lugar para escaparse del ruido y
donde compartía su inspiradora privacidad con Alicia Baraibar, su compañera.
Al parecer Cote Lamus sabía que era el último baile de la
vida o la gran fiesta para entregarse al servicio de la muerte. Se divirtió
desenfrenado, mimó al menor centro del ágape, entonó ancheras, lanzó gritos estridentes, parecía
aireado de desquite ante la amenaza de la perenne tristeza, compartió en alto
el cáliz sin tapujos y en un arranque a su manera de ser se reservó la última
canción para tenderle una abrazadora celada a la empleada doméstica, y en locos
compases fuera de sí, danzó con la mucama.
Sin que nadie cayera en cuenta se sentía un aliento
caldeado. Se le notaba de lejos la sonrisa del que parte sin regreso.
VIAJAN
Cote Lamus subió por jerarquía primero al auto, lo
siguieron Silvio Ramírez y su joven y bella esposa Cecilia Ayala a quien se le
notaba la huella de muchas entregas amorosas en la preñez de siete meses. Se
repitió la operación y Ramiro Acevedo tomó el rumbo de la Villa de Juana Rangel
de Cuéllar, donde en una de sus calles, la fatídica trece, enseguida de la
Escuela de Teatro y la Casa de La Cultura, nació el inspirado, instituciones
que, en el apogeo de su mandato, ayudó a fundar.
Al llegar a los transmisores de Radio Pamplona, Cote
Lamus mandó a detener el auto y luego de cantar lo que pudo devolvió al suelo
la dosis líquida, que no era capaz de llevar más tiempo en su tracto urinario.
A continuación, se dedicó a lamentar la temprana muerte
de Jorge Gaitán Durán, a relievar su profunda creación y otros desvaríos en
medio de la borrachera que se le convirtió en epitafio. Se quejaba como un niño
en torno a la intransigencia de la muerte y su maldito oficio de despoblar el
mundo.
Silvio Ramírez
y su esposa Cecilia Ayala.
PRESAGIO
De acuerdo a la leyenda popular, la huesuda cada vez que
encuentra a un elegido deja a lo largo del camino huesos, sangre, músculos,
pelos, dientes, moscas, miedo ajeno, alimento que la complace para su temible
fin, entre ropa obscura, trapos morados y murmullos de oraciones tal se
concebía a la fatalidad en tiempo colonial.
El vehículo llegó a zona caliente y en la recta de Corozal
el versificador ordenó nuevamente detener el viaje y se ratificó en su
condición de ser de aguas.
Silvio Ramírez desde las doce de la noche al abandonar la
parranda sintió una extraña sensación nada festiva, y en su momento, decidió
pasarse con su mujer al puesto delantero para que el mandatario viajara más
cómodo, acostado.
El poeta tambaleante penetró al ataúd de latas con motor
y cambios de velocidad, un Chevrolet negro modelo 1962 para emprender la bajada
de la “Ese” que lleva a La Garita. Silvio Ramírez sostiene que la emoción era
pesada, no se sentía bien, notaba la presencia de algo extra en la máquina,
pero no era capaz de definir el origen del fenómeno.
MUERTE, MALDITA, MUERTE
El literato siguió protestando por la desaparición de su
amigo, inmenso poeta, ensayista, escritor prolífico, cuentista genial,
traductor, generoso en todo sentido, Jorge Gaitán Durán.
Al terminar el peligroso descenso Silvio Ramírez se
colocó en posición fetal contra el tablero del coche y al llegar al puente
escuchó a Cote Lamus llamar nuevamente a Gaitán Durán mientras gritaba:
“Muerte, maldita muerte”. Fueron segundos, en casi sesenta metros se quedó
dormido, lo despertó un fuerte impacto y al mirar hacia arriba vio las hojas de
un árbol, su mujer a un lado desmayada, trató de auxiliarla, quiso hacer lo
mismo con el gobernador, pero un profundo dolor en la pierna izquierda se lo
impidió. No era para menos, el fémur izquierdo y el tarso se le habían roto en siete
partes.
Perdió el conocimiento y días después despertó en el
hospital para que el juez Alfonso Peña Rangel le recibiera la declaración
facilitadora de la libertad del conductor, involucrado en un homicidio culposo
por exceso de trabajo y poco sueño. El nervioso chófer se había dado a la fuga
y luego se entregó con el abogado Luis Roberto Parra.
Desde ese lunes aciago, tres de agosto, su vida quedó
marcada para siempre y debido al paso del maestro tiempo, lejos de los
infundios contra la Señorita Colombia, Leonor Duplat, el doctor Ramírez, economista residente en EE. UU., decidió romper
el voto de silencio convertido en elegía para su amigo que lo buscó para ser
testigo del final de sus días y el principio del viaje, para siempre.
TRAGEDIA
Su amistad con Cote Lamus le trajo su desgracia. Tan
pronto pudo levantarse empezó a dar saltos de gloria, rayuela o semana apoyado
en muletas como cualquier matador de cartel, en plan visitar a su mujer que se
fracturó el cráneo y duró inconsciente dos meses hasta el normal nacimiento de
su primer hijo, José María, hoy sin problema alguno, arquitecto residente en
Holanda.
Ambos guardan las cicatrices del duro episodio, pero por
más distancia tomada y aparente ventaja, no ha podido sacar de la memoria la
madrugada, en que el representante del reino vegetal le salió al paso como un
peatón orate y cambió para siempre la mente de la región… su historia.
En La Garita quedaron los sueños de Cote Lamus, su libro Estoraques inspirado en Thomas Stearns Elliot y Octavio Paz. También
legó otros textos entre éstos Preparación para la muerte y su poema premonitorio
incluido en el libro La vida cotidiana: El disco rayado que en uno de sus
apartes dice: “Las quijadas rotas, los húmeros rotos, defenestrado y las
plañideras lamiéndole la sangre”. Casi fue así, apenas faltó que el poeta
hubiera sido expulsado por la ventana, para que se diera la condición de
defenestración.
Al otro día entre las salvas en su honor en la iglesia
San José, frente al cadáver, sus enemigos partidistas dejaban caer desde las
mejillas hasta el ombligo enormes lágrimas para cumplir el vaticinio de: “Las
plañideras lamiéndole la sangre”.
Homenaje
a Cote Lamus en La Garita
SILENCIO
La muerte del gobernador poeta fue un escándalo nacional
conocido en el mundo a través de las agencias noticiosas.
A cincuenta y cinco años de su extinción, de haber
entrado al campo de la parca, nadie se acuerda de él, anota Silvio Ramírez. Ya
no comentan de la generación trágica, de los tres nortesantandereanos: Gaitán,
Cote y la ceramista Beatriz Daza. No lo mencionan en los discursos políticos,
no lo consideran padre de la Patria, excepto algún bohemio listo a libar
gratis, profano de su obra, que lo cita en reuniones de la sublimidad báquica,
en forma obligatoria al repasar las letras colombianas.
Silvio fue y volvió con su familia, parece “el viento que
lame el estoraque en reacción al destapar la soledad”. Miró las estrellas, levó
anclas en su momento y fijó el rumbo hacia Nueva Orleans luego de abrir la
vieja marca que aún lo emponzoña… pero, ¿qué puede hacer si así es la vida y sólo
basta esperar, a que llegue el turno del retorno al seno del planeta, en plena
función del fuego fatuo?
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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