Leopoldo J. Vera Cristo
Las pandemias no son cosa nueva, han asolado la humanidad desde el
principio. Empezando por las plagas de Egipto y las narraciones del Papiro de
Ebers, siguiendo por la de Atenas durante la guerra del Peloponeso, la peste
Antonina del año 165, la peste Negra de 1.347 que también vino de China,
pasando luego por la del Cólera en el siglo XIX y terminando por la Gripa
Española de 1918, que ni fue gripita ni fue española.
Al coronavirus lo conocemos desde el año 3.300 A. de C. Ahora, que, si hablamos
del que convive hoy con nosotros, muy relacionado con los murciélagos, vino de
la China, no se sabe si hecho a la medida o de un mercado en donde desde hace
cinco mil años se toma sopa de murciélagos sin ninguna consecuencia conocida. Pero
ya nadie volvió a hablar de los chinos, excepto para decir que los preferíamos
haciendo refranes.
Curiosamente a estas tierras fronterizas la pandemia de 1918 no las preocupó.
Eran tiempos en que el Doctor Jesús Mendoza Contreras, buen amigo de mi padre,
era Director de Higiene y tiempos en que a los médicos se nos creía. Mientras
que el mundo sufría más de cuarenta millones de bajas, apenas se tuvieron que destinar
$150 para fumigar las valijas de correo y se aprovisionaron $3.000 para
auxiliar la campaña contra la gripa en todo el Departamento.
Se luchaba en cambio contra la mortal disentería, contra la uncinariasis,
contra el paludismo y aún estábamos vacunando contra la viruela. Eso si, en
1918 se visitaron 5.423 casas, se construyeron 529 “excusados” y, aún más
importante, se hizo una campaña que se extendió a las escuelas donde los niños
aprendían a combatir las epidemias en forma obligatoria como si se tratara de
cualquiera otra materia.
Todavía existía la familia y la formación escolar era estricta y productiva.
Con algo así se necesitaban pocos policías porque la gente actuaba por
convicción. En estos tiempos en que se inventó el término de “progresista”, a quienes
creemos firmemente en esos métodos de desarrollo pacífico, nos estarán llamando
cavernícolas. Pero habrá que convenir en que esto que vivimos no pudiera
llamarse progreso y que nadie puede hoy adueñarse de términos como “progresismo”.
Aclaremos, nuestra verdadera pandemia es la falta de civismo, ese que
sobraba en 1918 a ocho años de haberse inaugurado el Departamento Norte de
Santander. En los inicios de nuestra
historia, la Primera Subcomisión Legislativa del Congreso, presidida por Rafael
Uribe Uribe, encargada de aprobar la solicitud de mantener el Departamento de
Cúcuta que había sido recientemente anulado por la Ley 65 de 1909, denegó tal
solicitud al devolverle al Departamento del Magdalena cinco municipios que le
habían quitado en 1905, para que pudiera subsistir. Pero un gran movimiento
cívico agitó el cotarro político y contra todo pronóstico logró el nuevo
departamento que ya había sido anexado a Bucaramanga, preservando el nombre de
Santander a pesar de presiones vecinas e inaugurando una historia que se supone
deberíamos preservar.
Fuimos pioneros en el país con un ferrocarril de iniciativa privada, receptores
de una inmigración amable con quien compartimos nuestro desarrollo, iniciadores
de asilos, escuelas, colegios, ancianatos y ahora generosos huéspedes de
vecinos maltratados. Tenemos un pasado enmarcado en el civismo de un pueblo a
cuyos descendientes no les acabaron de contar la historia de sus abuelos y eso
es un pecado que no deberíamos cargar.
¿Qué pasó? A qué horas llegó el desinterés que permitió el control de la
sociedad por parte de la politiquería mercantilista. A dónde fue a parar el
orgullo ciudadano y porqué terminamos manejados por extraños a distancia. No se
puede culpar a las generaciones recientes que no sienten esta como su tierra, a
quienes no les han contado su honroso pasado y quienes en cambio culpan a las
generaciones anteriores de un presente sin futuro. Generaciones que crecieron
sin acompañamiento, viendo como la Justicia terminaba favoreciendo al más vivo
y cómo se repetían en el poder los mismos por intermedias figuras, como si el
Departamento solo tuviera un puñado de habitantes.
Ninguna de las asociaciones o agrupaciones que hoy en día buscan de buena fe
un cambio, tienen posibilidades de tener éxito si no cuentan con las condiciones
mínimas de difusión que permitan la comunicación masiva de sus ideas y
esfuerzos, y la cercanía permanente de la opinión pública que finalmente es el
juez. Es decir, si no tienen dientes. Todos debemos ser veedores. Una veeduría
ciudadana exige el concurso de los más capaces, sin distingo de banderas, y
como los antiguos concejos municipales, sin sueldo.
Hace muchos años algunos entusiastas en el exilio quisimos hacer un grupo de
profesionales sin ambiciones políticas que se dedicara a opinar sobre los
problemas del Departamento y a hacer seguimiento a la administración pública,
respetuosa pero eficaz. Estaba en venta la rotativa del Diario de la Frontera y
propuse hacer un préstamo para adquirirla, porque siempre he sostenido que la
razón de todo esfuerzo, la ciudadanía, tiene que ser compañía constante de
cualquier esfuerzo. La rotativa terminó en manos de mi buen amigo el
propietario de El Pilón, diario de Valledupar. El grupo se disolvió cuando
alguien quiso usarlo con fines políticos y no supimos defenderlo.
Está bien la academia y el culto a las musas, pero creo sinceramente que es
deber de toda agrupación que tenga poder de congregación el incluir en sus
agendas el estudio de los problemas departamentales, la producción de
iniciativas y la auditoría de quienes
tienen el poder para desarrollarlas.
Cualquier esfuerzo cívico de esos alcances deberá priorizar la educación de
las generaciones escolares actuales, lo cual de ninguna manera significa, como
es usual ahora, terminar en adoctrinamiento.
Se trata de hacer que la juventud ame su tierra, sienta que es suya, la defienda
y crea en su futuro. Es una combinación entre contar nuestra historia y reemplazar
el desinterés por la seguridad de ser dueños de su propio futuro. El lema deberá ser: “Esta es mi tierra y será
la de mis hijos”.
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