martes, 19 de enero de 2021

1817.- NUESTRA PANDEMIA: AUSENCIA DE CIVISMO

Leopoldo J. Vera Cristo

Las pandemias no son cosa nueva, han asolado la humanidad desde el principio. Empezando por las plagas de Egipto y las narraciones del Papiro de Ebers, siguiendo por la de Atenas durante la guerra del Peloponeso, la peste Antonina del año 165, la peste Negra de 1.347 que también vino de China, pasando luego por la del Cólera en el siglo XIX y terminando por la Gripa Española de 1918, que ni fue gripita ni fue española.

Al coronavirus lo conocemos desde el año 3.300 A. de C. Ahora, que, si hablamos del que convive hoy con nosotros, muy relacionado con los murciélagos, vino de la China, no se sabe si hecho a la medida o de un mercado en donde desde hace cinco mil años se toma sopa de murciélagos sin ninguna consecuencia conocida. Pero ya nadie volvió a hablar de los chinos, excepto para decir que los preferíamos haciendo refranes.

Curiosamente a estas tierras fronterizas la pandemia de 1918 no las preocupó. Eran tiempos en que el Doctor Jesús Mendoza Contreras, buen amigo de mi padre, era Director de Higiene y tiempos en que a los médicos se nos creía. Mientras que el mundo sufría más de cuarenta millones de bajas, apenas se tuvieron que destinar $150 para fumigar las valijas de correo y se aprovisionaron $3.000 para auxiliar la campaña contra la gripa en todo el Departamento.

Se luchaba en cambio contra la mortal disentería, contra la uncinariasis, contra el paludismo y aún estábamos vacunando contra la viruela. Eso si, en 1918 se visitaron 5.423 casas, se construyeron 529 “excusados” y, aún más importante, se hizo una campaña que se extendió a las escuelas donde los niños aprendían a combatir las epidemias en forma obligatoria como si se tratara de cualquiera otra materia.

Todavía existía la familia y la formación escolar era estricta y productiva. Con algo así se necesitaban pocos policías porque la gente actuaba por convicción. En estos tiempos en que se inventó el término de “progresista”, a quienes creemos firmemente en esos métodos de desarrollo pacífico, nos estarán llamando cavernícolas. Pero habrá que convenir en que esto que vivimos no pudiera llamarse progreso y que nadie puede hoy adueñarse de términos como “progresismo”.   

Aclaremos, nuestra verdadera pandemia es la falta de civismo, ese que sobraba en 1918 a ocho años de haberse inaugurado el Departamento Norte de Santander.  En los inicios de nuestra historia, la Primera Subcomisión Legislativa del Congreso, presidida por Rafael Uribe Uribe, encargada de aprobar la solicitud de mantener el Departamento de Cúcuta que había sido recientemente anulado por la Ley 65 de 1909, denegó tal solicitud al devolverle al Departamento del Magdalena cinco municipios que le habían quitado en 1905, para que pudiera subsistir. Pero un gran movimiento cívico agitó el cotarro político y contra todo pronóstico logró el nuevo departamento que ya había sido anexado a Bucaramanga, preservando el nombre de Santander a pesar de presiones vecinas e inaugurando una historia que se supone deberíamos preservar.  

Fuimos pioneros en el país con un ferrocarril de iniciativa privada, receptores de una inmigración amable con quien compartimos nuestro desarrollo, iniciadores de asilos, escuelas, colegios, ancianatos y ahora generosos huéspedes de vecinos maltratados. Tenemos un pasado enmarcado en el civismo de un pueblo a cuyos descendientes no les acabaron de contar la historia de sus abuelos y eso es un pecado que no deberíamos cargar.

¿Qué pasó? A qué horas llegó el desinterés que permitió el control de la sociedad por parte de la politiquería mercantilista. A dónde fue a parar el orgullo ciudadano y porqué terminamos manejados por extraños a distancia. No se puede culpar a las generaciones recientes que no sienten esta como su tierra, a quienes no les han contado su honroso pasado y quienes en cambio culpan a las generaciones anteriores de un presente sin futuro. Generaciones que crecieron sin acompañamiento, viendo como la Justicia terminaba favoreciendo al más vivo y cómo se repetían en el poder los mismos por intermedias figuras, como si el Departamento solo tuviera un puñado de habitantes.

Ninguna de las asociaciones o agrupaciones que hoy en día buscan de buena fe un cambio, tienen posibilidades de tener éxito si no cuentan con las condiciones mínimas de difusión que permitan la comunicación masiva de sus ideas y esfuerzos, y la cercanía permanente de la opinión pública que finalmente es el juez. Es decir, si no tienen dientes. Todos debemos ser veedores. Una veeduría ciudadana exige el concurso de los más capaces, sin distingo de banderas, y como los antiguos concejos municipales, sin sueldo.  

Hace muchos años algunos entusiastas en el exilio quisimos hacer un grupo de profesionales sin ambiciones políticas que se dedicara a opinar sobre los problemas del Departamento y a hacer seguimiento a la administración pública, respetuosa pero eficaz. Estaba en venta la rotativa del Diario de la Frontera y propuse hacer un préstamo para adquirirla, porque siempre he sostenido que la razón de todo esfuerzo, la ciudadanía, tiene que ser compañía constante de cualquier esfuerzo. La rotativa terminó en manos de mi buen amigo el propietario de El Pilón, diario de Valledupar. El grupo se disolvió cuando alguien quiso usarlo con fines políticos y no supimos defenderlo.

Está bien la academia y el culto a las musas, pero creo sinceramente que es deber de toda agrupación que tenga poder de congregación el incluir en sus agendas el estudio de los problemas departamentales, la producción de iniciativas   y la auditoría de quienes tienen el poder para desarrollarlas.

Cualquier esfuerzo cívico de esos alcances deberá priorizar la educación de las generaciones escolares actuales, lo cual de ninguna manera significa, como es usual ahora, terminar en adoctrinamiento.  Se trata de hacer que la juventud ame su tierra, sienta que es suya, la defienda y crea en su futuro. Es una combinación entre contar nuestra historia y reemplazar el desinterés por la seguridad de ser dueños de su propio futuro.  El lema deberá ser: “Esta es mi tierra y será la de mis hijos”.





Recopilado por: Gastón Bermúdez V

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