viernes, 14 de mayo de 2021

1877.- CUCUTA Y ...

 Juan Pabón (La Opinión)

 

Los amplios corredores de esa época en el interior de las casas, eran el sitio ideal
para la reunión de familiares y de amigos.

LOS HILOS AZULES

El tejido de las abuelas de los recuerdos efímeros. Las abuelas tupían los retazos de la vida que iba pasando y, así, deslizaban los hilos por sus costuras, como si en el envés y revés de sus manos, bordaran trocitos de cada uno de aquellos a quienes amaban.

Eran de colores las cosas entonces, bonitas, felices de ser muy sencillas, porque tenían el sello ingenuo de la naturaleza añadido a su gracia, a la sombra de las menudencias de un tiempo que se medía en horas largas, colgadas de un antiguo reloj marrón -de pared- que tocaba campanadas.

Había jardines, matas abundantes, gotas de agua titilando en sus hojas, sonrisas de flores, pájaros, niños que eran niños más años y un silencio alargado de crepúsculo en las tardes soñadoras de las familias, reunidas en los frentes de las casas a conversar y tomar el fresco.

Y los padres sabían que era un deber conservar el orden y, los hijos, que era imprescindible corresponderles, en una sucesión maravillosa de ilusiones que se trasmitían de una generación a otra.

Las niñas tocaban el piano en las salas de los caserones y aprendían a tejer, a hacer dulces de platico, a tocar castañuelas, a hacerse lindas trenzas y a saberse excepcionales madres en potencia recibiendo la posta.

En las radiolas sonaba el eco de canciones románticas y las noticias -deliciosamente retrasadas- se escuchaban en enormes radios de tubo.

Luego, de seguro, llegaba el cartero y bullía la carrera de todos, la que anhelaba al ausente o, quizá, un amor que se asomara en cartas aromadas: todo finalizaba cuando el viejo sereno pitaba anunciando la noche.

TARDE DE MELCOCHAS

Del esplendor de los recuerdos de antaño, brota una sonrisa serena y, con esa melancolía sana que emerge del viento, tupe una red cariñosa que los protege del olvido con un rocío de placidez.

El hecho de ser del pasado no los envejece y, lo contrario, los arraiga para que retornen –siempre– como una querencia recogida en los pliegues del alma y una inmensa gratitud consolidada por los años.

Por ejemplo, en una fiesta de cualquier tarde sabatina, o en una batida de melcochas, como las que María Cristina Sandoval organizaba en el barrio Blanco, los tímidos aprendimos del amor con el roce ingenuo de los dedos de las niñas, escondidos en la mezcla que había que poner a punto.

Y el encanto, se reflejaba demoledor en los ojos que torturaban de tanto mirar bonito y en el baile esplendoroso de la música de Corraleros, Billos y Melódicos y uno que otro bolero como estocada final.

Los retratos viejos aún cuentan fábulas juveniles que entonces eran hazañas y, ahora, se han vuelto coreografía de la nostalgia, de la gracia sin igual con que ellas se gozaban nuestra fragilidad, de los desastres que ocasionaban con sus risas de hoyuelos, sus trenzas, o su uniforme azul cielo –del carmelitas–.

Era la magia de la adolescencia sembrándose perenne en el alma, afianzando la ternura, creciendo en la razón sagrada de la amistad, para ennoblecer los sentimientos y guardarlos en esa esquina que posee el corazón para las añoranzas gratas.

EL PASODOBLE

Cuando el maestro Manuel Alvarado iniciaba el baile, un pasodoble majestuoso irrumpía atronador y el rumor de la elegancia marcaba el tono de la fiesta, deslizándose con garbo en el ritmo de las parejas.

En ese pasodoble perduraba un eco romántico, acentuando su ancestral hidalguía con pasos largos y corridos, que eran como etapas de un cortejo mágico que maduraba en un manojo de alegres seguidillas.

La música decoraba entonces el salón, como recordando la sombra pintada de algún entremés, una deliciosa zarzuela, o el vibrar del valor, el honor y el amor, abriendo la corrida en una plaza de toros.

En ese entonces, en las fiestas con orquesta, el ambiente se armonizaba con una gala esplendorosa, con aquella cadencia que se dibujaba en instantes de ensoñación, con toda la luz del mundo sembrada en los ojos.

Y es que las niñas de Cúcuta bailaban tan lindo que, junto con su belleza, escenificaban algo así como ese paseíllo que parecía una tonada de esperanza en cada giro y, después, cuando una pieza terminaba, se colgaban de gancho.

Usaban hebillas bonitas en su cabello, o trenzas, y vestidos de colores -con mangas- y, en medio de una ingenuidad maravillosa, y precoz, destrozaban los corazones subyugados de quienes las admirábamos.

¿Qué habrá sido del pasodoble?, ¿o de la música de antaño? y, en general, ¿de esa escuela de danza doméstica de las casas de antes?, y, ¿de las tardes juveniles –en medio de las mamás–, en que aprendíamos a bailar?

Era grande la merced de sueños y romances, en torno a los miles de detalles bonitos de la vida que estallaban en la semilla de la bondad provinciana.

VIEJAS COSTUMBRES

Las novenas rememoran una costumbre navideña, tan familiar, como la de correr los muebles para el baile en la sala, preparar la radiola para marcar el paso, o descolgar la alegría de alguna vieja percha de antaño.

Todo se preparaba después de ir a misa en la madrugada, con algunos bancos en la mano -porque no cabía la gente- y, a la salida, haber conversado con los vecinos, comentando las novedades del barrio.

Y se adornaban con la gracia parroquiana de las cosas sencillas, esas que ahora se evocan con la nostalgia de revivir en el alma recuerdos gratos, inolvidables, auténticamente decembrinos.

La sencillez doméstica, el alborozo en la cocina al preparar las comidas y el condimento, junto con la hospitalidad amable de los anfitriones de turno, sellaban aquellas maravillosas jornadas de amistad.

El sabor hogareño salpicado de bondad por las tradiciones se nutría -además- de los caldos deliciosos, la carne asada con yuca, o las hayacas con pan, y los dulces de platico remataban la deliciosa gula de diciembre.

El rumor constante de la ternura, los niños, la ingenuidad, en fin, todo, era como si la magia dibujara retazos de ilusiones en cada rincón, con esa sutileza que tienen las sombras cariñosas cuando rondan por ahí, enredándose en las matas.

La navidad -antes- daba el derecho pleno al corazón de revelar su contento, a vivir en torno a la esperanza de humanizar la existencia, con ideales enfocados en una sociedad romántica, buena y sensible.

COLOREANDO RECUERDOS…

Hace falta el pasado, el pito del sereno por la noche, el telegrama con anuncios frescos, el radio Philips de tubos, el teléfono negro colgado, los materos y la máquina de coser de pedal contando rumores de costuras y dobladillos.

El cartero con su bolsa grande de nostalgias, regar el pasto, colorear en el piso, jugar, inventar, aprender a bailar y a declararse en medio de la timidez, hacer melcochas, ir a la ciudad de hierro, o al circo -con un papelón en la mano-.

La delicia y la tradición de exquisitos manjares caseros, las cocinas de fogón, el aguadepanela o los jugos de la casa, las arepas de maíz molido con un manubrio de hierro y, de remate, los dulces de platico.

Las idas al viejo General Santander, o a la Toto, caminar y conversar por el barrio, tocar el cielo azul con la imaginación o adivinar las estrellas donde habitan los mayores custodiando nuestros sueños, tocando las campanas o recordándonos el poder del tiempo con el tic-tac de un viejo reloj de cuerda, de pared.

La sencillez de antes, las bicicletas dejadas en la calle, las mecedoras, los dichos, el saludo amable de la gente, las tiendas, los helados, la sabiduría en la pizarra de los maestros -con tiza- y los paseos al río con el panche titilando en una atarraya.

La devoción en la iglesia, la pinta dominguera, los vestidos de flores de las niñas, las hebillas y el velo recatado en sus cabellos bonitos, su sonrisa, sus hoyuelos, las trenzas, los vecinos, los árboles y los pájaros cantores de esperanzas.

El matinal del Zulima, las retretas, las procesiones, las gitanas del parque, los bobos, los locos y toda la fascinación de lo provinciano: (¡Ah! Y hablar de usted, sin esa apatusquería del tuteo de ahora).

EL SOMBRERO DE COPA DE DON JULIO

Don Julio se vestía de gala, con sombrero de copa y smoking negro, para esperar a los clientes del Ley de la avenida quinta, quienes buscaban las gangas de un mes que agasajaba sus costumbres provincianas.

Todas las edades de antes pasaron a saludarlo, porque, además de ser una propuesta comercial del viejo almacén, congregaba a la gente a una cita amistosa y ciudadana, esperada durante un año.

Era especial esta tradición, con todas las arandelas, un helado en los escaños, o un papelón, en el parque Santander, antes o después de entrar al Ley, con su correspondiente embolada y los chismes frescos volando.

Don Julio tenía una sonrisa amplia, de buen vecino, y con ella inauguraba las misceláneas a muy buenos precios, o las ganas de mirar cosas, o chinas, cuando el paseo por la quinta formaba parte de la vida cotidiana.

Y era tan familiar como las procesiones, o las retretas, como el saludo cariñoso de “ala” (sin la apatusquería del tuteo), o la reunión en las esquinas, o en las cafeterías como La Araña de Oro o las compras en el Salón Blanco.

Esas cosas bonitas de la ciudad estaban arraigadas en el corazón de los habitantes de un pueblo sencillo, simple, con el alma parroquiana sembrada en su ingenuidad con huellas esplendorosas.

Todo lo de antaño era una afectuosa manera de congregarse en torno a las temporadas, de pipas, de jugar coca, o de cometas, de Don Julio, en fin, que nos hacía amañarnos tanto con las vivencias cucuteñas.

EL IMAGINARIO DE LA FRONTERA

En la época maravillosa de los años 1960, o 70, la convivencia en la frontera era familiar y sencilla, porque en cada pueblo había parientes o amigos, o una ruta gastronómica esperando visitas afectuosas de ida y vuelta.

La ida al Paso Andino y a las poblaciones tachirenses de un lado, y del otro a Pamplona, era una costumbre arraigada en las ganas domingueras de fresas o de almorzar por ahí, comer arepas rellenas y traer pan o colaciones.

Los colegios de Pamplona eran severos, sabios y ordenados, apropiados para acoger estudiantes venezolanos, formarlos en un ambiente académico virtuoso y, a la vez, generar una afluencia permanente de visitantes.

Los centros comerciales de San Cristóbal, su clima y los barrios bonitos de sus alrededores no tenían comparación y el encanto de la ciudad deleitaba a todos, tanto, que aún se recuerda con una especial nostalgia.

Y en el mismo San Antonio, las compras de electrodomésticos o productos de alacena, enlatados, jamones, o una cerveza muy fría en cualquier esquina, todavía repican en el eco de los mejores tiempos fronterizos.

Era una cadena de sueños que se unían en los caminos, enlazados por una relación, tan normal e íntima, que ni siquiera se daba cuenta de ser internacional y estar sembrada en las raíces compartidas por la gente.

Todo se fue diluyendo poco a poco, por la riqueza petrolera de ellos, por el facilismo nuestro, por las insoportables complicaciones, en fin, porque se rompió un imaginario del que puede brotar, nuevamente, la esperanza.

DE COSAS VIEJAS

La vida se disfrutaba más cuando era espontánea, sin estilos imitados, pero, eso sí, con la urbanidad hogareña y las costumbres ingenuas de una diversión parroquiana centrada en los valores ancestrales.

Una de las viejas costumbres cucuteñas -que aún conservo- es la de tomar agua de panela todos los días, a todas horas, sin limón, muy fría, con ese sabor dulce que encanta y hace delicias en el paladar.

En las tiendas (El Ancla) nos esperaban apetecibles boquiabiertos, o en los garajes de las casas helados, como donde doña Victoria, con su genio perro, a quien al pedirle un sabor preferido contestaba “¡se le da del que salga!”.

Ahora, ya no se come con sal, ni azúcar, y la moda de alimentos sanos (?) nos enterró las tradiciones, las onces y las medias tardes, junto con las ganas provincianas de una morcilla en un andén y, luego, un papelón de colores.

En los juegos de mesa había parqués, damas chinas, barajas españolas para el toruro, o la taba del cabro que era un hueso de apuestas, además de rompecabezas y monopolios, con una sonora radiola de la casa Lema.

Las niñas aprendían a tocar castañuelas y los niños jugaban vaqueras, mientras los pajaritos cantaban hasta cuando se cubrían sus jaulas, con el mismo amor con que se arropaba a los niños. (Ni se imaginaba uno que eso era atropello animal).

Y las matas, bien cultivadas y bonitas, acostumbraban a conversar con quien las regaba, ¡ah! y no faltaba un antiguo reloj de pared marcando campanadas, convocando a tomar el fresco en la placidez final de la tarde.

EL VIEJO PITO DEL CARTERO…

Era más bonita la vida cuando el corazón convocaba las costumbres sanas y buenas que había en el pasado, y las irrigaba con esa sonrisa grata que tiene el tiempo para recordar lo añejo y lo provinciano.

Por ejemplo, los barrios tenían personajes favoritos, y uno los conocía por el nombre, los policías, los serenos, los jardineros y los lecheros de grandes ollas y hondas cucharas para llenar los cántaros en las puertas de las casas.

Y los carteros andaban en bicicletas con sus bolsos de cuero marrón, con esa imagen bondadosa de ser mensajeros de esperanza, para transportar en las cartas de los hijos, o de los amores lejanos, fábulas imaginarias.

O las marchantas, generalmente gordas, con delantales de colores surtidos de verduras o frutas, para llenar de apetencias los costales de fique y hacer de sus puestos volantes una cocina de sueños.

Si la diligencia era lejos, estaban los taxistas del 4030 porque, si no, uno caminaba hasta el centro a donde había de todo, o a la sexta y, de paso, se comía un caldo de costilla en las largas bancas del comedor popular.

¡Ah!, por si algo se olvidaba, estaba el teléfono negro 2475, colgado de cuatro números en rodaja que se marcaban y regresaban lentos o, si era en otra ciudad, la ilusión de esperar un llamato de larga distancia por el 01.

Al llegar la modernidad a mi apartado aéreo 1390 de Avianca de la trece con quinta, fui advirtiendo que todo iba a ser distinto y que no sólo se callaría el viejo pito del cartero, sino que habría un gran silencio del afecto y la ternura.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

No hay comentarios:

Publicar un comentario