lunes, 21 de junio de 2021

1897.- LOS MOTILONES

 Juan Pabón Hernández

Me ha causado una gran inquietud el desconocimiento de la identidad, regional y racial, en Norte de Santander. Además, lamento, profundamente, esta carencia de amor por nuestra tierra, sus raíces y los ancestros.

Por esa razón, he estado indagando acerca de Los Motilones, en el intento de hallar un fundamento de nortesantandereanidad, sobre el cual pueda desarrollarse la esperanza de encontrar la autenticidad.

La Motilonia se asemeja quizá a una enorme faja, triangular, en la frontera entre Colombia y Venezuela hoy, la cual antes no existía.

Lástima que los reflejos de la civilización empezaran por circunscribir los territorios, darles nombres diferentes, y limitar el libre acceso por tierras americanas. Obviamente, se ha reducido: ahora, son aproximadamente 1200 KM2.

Su topografía es, curiosamente, una combinación de montaña ondulada, con algunos valles y llanos, abundantemente regada por ríos que le dan frescura e irrigan la prosperidad de una naturaleza feraz y virgen.

Posee un promedio de altura de 200 o 300 metros., lo cual indica que su clima es ardiente, cálido. Desde luego, la fauna y la flora emergen de manera contundente para dar una vitalidad especial a esta zona.

Si pudiéramos establecer una genealogía motilona, deberíamos remontarnos a las familias Caribe y Arawak, en el Caribe. Con ellas, el expedicionario Alonso de Ojeda tuvo, probablemente en 1499, los contactos iniciales.

Desde entonces, la época de conquista los mantuvo en tremendas luchas contra los españoles.

Ha sido difícil encontrar vestigios de su era precolombina, de su prehistoria. Sin embargo, presumo que debe ser cautivante desprender de la historia el rasgo indigenista que, seguramente, debe ser tan hermoso e impresionante como el de las culturas indígenas de las cuales se conoce su ancestro, (Taironas, Muiscas, etc...).

Es pesaroso que no haya una investigación juiciosa en ese sentido. Además, por cuanto el proceso de extinción que afecta a los motilones ha ido creciendo desmesuradamente, por varias causas:

La falta de sentido de cooperación, de actitud comunitaria y solidaridad, de las cuales hemos padecido los nortesantandereanos sus efectos, complementadas por la incertidumbre de los acechos constantes, el desbalanceo de su nutrición y la carencia de defensas para las nuevas enfermedades que trajo la conquista, para las cuales no había posibilidades de una salubridad eficiente.

El motilón posee una característica interesante: es nómada, pero internamente, dentro de sus límites; marcha errabunda por las tierras, en permanente deseo de hallar lugares temporales en los cuales aposentarse por un tiempo corto.

Sin embargo, su vida de matrimonio es duradera, 20 años aproximadamente, con un promedio de ocho hijos procreados, de quienes mueren la mitad, generalmente.

De ese nomadismo, lo que me gusta es la amplia adaptabilidad al medio, tratando de ajustarse a lo que se le va presentando, buscando abiertamente adaptarse a las exigencias de un destino incierto, impredecible, menos cuando no gusta de quedarse quieto en un sitio definido. Algo más, me emociona su sentido de libertad, el no sentirse atado a nada, ni a la sociedad en la cual vive, ni al medio ambiente, aún le favorezca.

Por eso es monógamo. De una mujer y un hombre se construye una familia que perdura, en la cual el apoyo se da pleno: se cohesiona alrededor de un principio de unidad familiar que hace que, incluso las esposas de los cuñados ausentes, o muertos, desempeñen labores y roles de esposa, pero no engendren hijos. (Sin embargo, la poligamia no es prohibida; en estos casos, es notable la autoridad de la primera esposa sobre las demás).

La verdad es que la sociedad motilona es sana. En ella no se producen estas lacras que abundan en la nuestra (“civilizada”), como la prostitución, el adulterio y los resultados demoledores de la descomposición que ha originado el modernismo.

Quizá porque ha concebido las cosas de la sexualidad con una naturalidad singular, sin ritos especiales de iniciación sexual, sin exageraciones, solo contando con la hermosa ingenuidad con la cual se desprenden hacia el porvenir los jóvenes. A la mujer se le coloca la falda (ducduza) cuando se le considera apta para desarrollarse como tal, y al hombre se le reconoce cuando se puede auto-sostener; entonces se le da el guayuco, formaliza el pacto ogdjíbara (pacto entre amigos que se prometen mutua estimación y comparten beneficios económicos), y participa de una ceremonia llamada El Canto de las Flechas, una competencia de carácter recreativo y tradicional que interpreta la cosmogonía y la antropogénesis motilona. Tanto, que el ogdjíbara de un muchacho es quien comunica a los padres de una muchacha pretendida las intenciones de formalizar una unión.

Y digo que, sin ritos, por cuanto la ceremonia matrimonial es la más sencilla que pueda darse: el novio lleva a la novia a su hamaca y desde ese momento se conforma la familia con el sentido primordial de procrear.

El concepto de familia se me hace interesante. El matrimonio educa a los hijos, el padre a los varones y la madre a las mujeres, en las labores propias de cada sexo, sin distinciones tan marcadas del machismo “occidental” que nos rige, aunque el hombre tenga mayor autoridad para decidir acerca del futuro de todos, los desplazamientos y demás, y las temporadas de caza y pesca. Pero en el hogar, la mujer impera de manera absoluta.

Las costumbres de los motilones varían un poco de las nuestras: su principal hora de alimentarse es la noche, propicia para la familiaridad, recreándose ampliamente en la conversación alrededor de fogones rudimentarios, pero generadores de calor de hogar.

Los niños crecen en pleno contacto con la naturaleza, imaginando juegos, creando espacios para su desarrollo infantil y aprendiendo oficios desde temprana edad. A los niños se les castiga de forma simbólica, pegándoles suavemente con una pata de pava, sin rigores extremos.

La mujer, cuando va a parir, se marcha aparte, con una compañera del pacto ogdjíbara, para que le ayude a tener a su hijo, descansa un poco, una hora más o menos, y retorna con su hijo al bohío.

Se nota el sentido individualista del motilón, preparado para afrontar las cosas de manera personalista.

Sus parientes inmediatos, en grados ascendentes y colaterales (padres, hermanos y hermanas de los padres, hijos...) se unen por otro pacto llamado sagdójira, tanto, que solo se permite unirse en matrimonio a quienes no están en el sagdójira. (Por esa misma razón de la individualidad y la circunscripción familiar, el comercio no se da de forma definida).

La concepción de propiedad privada no existe en el motilón, tal vez por ese anhelo de ser nómada, incluyendo los utensilios e instrumentos (arcos y flechas), elaborados por el hombre, los cuales son apenas un simbolismo para utilizarlos en el trabajo.

El motilón labora en sus cultivos, que son territorios circulares de unos 90 metros de diámetro, en cuyo centro se construye el bohío (esa construcción se realiza en forma comunitaria). Se cultivan piña, yuca, plátano y caña, especialmente. En la zona selvática se dedica a la caza y la pesca. La mujer y los hijos mayores cargan y transportan los productos.

El bohío tiene forma alargada, en óvalo con eje central de unos 28.00 metros y eje menor de unos 18.00 metros; los extremos más separados, los del eje más largo, están hacia el oriente.

El sentido de análisis de los pactos es un factor de análisis sociológico que me interesa sobremanera.

En realidad, constituyen una especie de justificación de la individualidad en la que se desarrolla el motilón en sus relaciones con los demás, de la baja solidaridad de grupo en la cual viven odgíbaras y sagdójiras se compenetran para ir hacia el porvenir, sin extremos ni exageraciones. A los extraños, o motilones sin pacto establecido, se les designa como mirgbaras.

La autoridad o cacicazgo brota casi espontáneamente. Los líderes son naturales, más morales que todos los demás, también por su nomadismo.

Hay un respeto crucial por las normas que se establecen, de las cuales no se apartan. Y, por supuesto, por el curandero, más importante que el cacique.

Me gusta de los motilones, repito, el control social a los fenómenos degradantes, como el alcohol la droga y el tabaco. Por otra parte, no roba, no pelea, respeta a la mujer ajena, no mata ni produce lesiones personales.

Cuando por causas sumamente graves debe pelear, clava una flecha en algún sitio estratégico, como significado de que ha declarado la guerra a un enemigo, generalmente étnico.

Su concepción de Dios es notable: el ser supremo es Saymagdódjira, el creador. En las leyendas aparece muy alto, por lo cual el motilón debe usar cuerdas fabricadas con pelos de animales para encontrarse con él o con los espíritus superiores. Saymagdódjira es la encarnación de lo bueno.

Dios tenía un machete, cortó una piña, de la cual salió un motilón; luego cortó otra y salió una mujer: después, cortó dos piñas grandes y de ellas salieron un motilón, su mujer y dos niños: así se fue poblando la motilonia.

De las razas tienen una leyenda encantadora: una mujer anciana, mala, que se moría, se comió una niña bonita. El padre de la niña la mató y todos los motilones cubrieron el cadáver con leña, le prendieron fuego; recogieron sus cenizas y las esparcieron al viento: una cayó acá y apareció una persona negra, otra ceniza amarilla cayó y nació una persona amarilla, luego otra blanca...Así nacieron las razas.

Los animales para ellos son parte de su esencia: Adgíbara era un motilón que se convirtió en hormiga; por eso los hormigueros tiene el mismo plano de un bohío. Otro motilón se convirtió en guartinaja, otro en mico. Después de ese proceso, Saymagdódjira los transformó de nuevo a todos en motilones.

Los motilones poseen una profunda espiritualidad, al punto de que creen que los objetos tienen espíritu, en una especie de animismo bastante arraigado. Creen en el alma. Dadibdú es el espíritu del mal. Chivarina es un ser malo que viene a robar las normas al motilón. Para lograr la identificación total con Saymagdódjira, debe morir en el mismo sitio en el cual ha nacido.

Las costumbres funerarias son básicamente dos: 1. Colocan al difunto en la hamaca, apuntalando uno de los extremos de ella a una vara larga; luego sacan el cadáver al monte, fijan la hamaca y la vara procurando que la cabeza quede hacia el oriente y lo dejan a los zamuros. 2. A los muertos comunes los depositan en el suelo, los cubren con hojas de palma y los abandonan para que sean transportados por las aves.

Su cultura representa un ámbito reducido. No se han hallado vestigios importantes de ella, tales como grabados, cerámica, bordados, dibujos, pinturas, esculturas.

Su mejor expresión artística está en el canto. A propósito, su idioma es tonal.

 

 

 

 

Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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