Arturo Charria (El Espectador)
EN EL SOL DE LOS VENADOS
Me fui de Cúcuta hace 18 años (2002) y aunque solía volver para visitar a mis padres, esos retornos eran superficiales.
Volver tiene otro significado: es una forma distinta de ver y andar la ciudad, de relacionarse con la gente y de pensarse a uno mismo en ese espacio que cree conocer, pero que redescubre. Ahora no hay afán. No está la necesidad de buscar las novedades y de juzgar con lentes ajenos las nuevas construcciones o los deterioros de las que siempre han estado ahí.
Volver implica andar más despacio y detenerse frente a una casa, un monumento o la sombra de un árbol, descifrando signos ocultos entre la cotidianidad de las cosas. Comprender, por ejemplo, que las calles no son amplias para que el tráfico sea más llevadero en los días de calor, sino que su trazado obedece a una tragedia.
Aquel desgarramiento de la tierra que ocurrió el 18 de mayo de 1875, cuando un terremoto destruyó la ciudad y mató a la mitad de la población. El miedo a una nueva tragedia hizo que el rediseño urbano estuviera dominado por espacios amplios, de manera que la gente pudiera resguardarse de la caída de techos y paredes.
En estos días de aprendizajes y reencuentros, un amigo me señaló el oriente y me habló de la ciudad teniendo como referente los cerros de Cúcuta, “un día en que la noche esté despejada tenemos que subir al cerro de Tasajero y ver desde allí los relámpagos del Catatumbo”, me dijo. Pensar en esa imagen me pareció fascinante, casi mística, pues saber que estamos a un relámpago de distancia con esa región genera un vínculo que no cabe en los mapas.
“Ca-ta-tum-bo”, repetí en voz alta, sintiendo el golpe de cada fonema en la lengua e imitando con las sílabas el eco de un tambor. Entonces le conté que mi padre me había explicado, cuando era niño, que Catatumbo significa en lengua barí “la casa del trueno”.
Me había contado esa historia en uno de sus regresos de Tibú, cuando trabajaba en la electrificadora del departamento trazando las redes que llevarían la luz a esa región.
Ese mismo fenómeno y otros que se juntan alrededor de las montañas que cercan la ciudad crean los atardeceres más bellos que tiene el país, conocidos como el sol de los venados. Allí, sobre los cerros, el rojo adquiere matices que desafían la luz, y de repente todas las nubes parecen juntarse como un manto que anticipa la noche. No es una oscuridad que llega de golpe, es como si estuviéramos presenciando el nacimiento del mundo.
Conocer la historia de un territorio genera un vínculo con los afectos más entrañables, nos da un lugar en la historia y llena de sentido la cotidianidad de los recuerdos.
Llevo semanas leyendo y hablando con personas sobre Cúcuta, como una forma de aprendizaje de las calles que ahora vuelvo a recorrer; es un deseo inexplicable de sentir las cosas más simples y de renunciar a la observación superficial que pasa de largo por la ciudad.
Volver a Cúcuta no es entonces regresar a un lugar, sino encontrarme con algo que no sabía perdido; es fascinarme con “el venado rojo que corre por los cerros”, como escribió el poeta Gaitán Durán; es sentir que el tiempo es nuestro y que la vida está en todas partes.
EN LA FRONTERA LA NOCHE ES UNA SOLA
En Cúcuta comienza a oscurecer sobre las 5:30 de la tarde. En Ureña y San Antonio ocurre lo mismo, en el preciso instante, pero al otro lado de los puentes son las 6:30.
En Cúcuta la noche se anticipa y en el estado Táchira los días parecen más largos que en el resto de Venezuela. Es el artificial tiempo de las fronteras, ese que no cabe en el reloj universal que marca el origen del mundo.
Cuando la noche está plena, el mismo cielo que cubre la frontera se estremece y relampaguea: es el faro del Catatumbo. Miles de rayos caen sobre el lago de Maracaibo y su luz llega hasta Cúcuta.
La intensidad con que se precipitan los rayos imita la respiración de un dios nocturno que, de repente, ilumina con destellos púrpura la oscuridad más profunda.
Descifrar el origen del nombre del faro del Catatumbo es tan fascinante como observarlo.
Se dice que los marineros no necesitaban instrumentos de navegación y tampoco se requería un faro que guiara a los barcos, pues bastaba la tormenta eléctrica para orientar de manera precisa su rumbo hacia los puertos.
Por su lado, la palabra Catatumbo tiene música y potencia. Al pronunciar por separado sus sílabas se revela el sonido oculto de los tambores: cada fonema retumba como los rayos en la noche. No es un accidente sonoro, es el origen ancestral de la palabra, pues Catatumbo significa en lengua Barí “la casa del trueno”.
El espectáculo nocturno se puede observar en todo el Valle de Cúcuta, que no termina en los puentes de Ureña y San Antonio, sino que se extiende geográficamente hasta el lago de Maracaibo, en el Estado Zulia. Basta con levantar la mirada y ver el mismo cielo y la misma luz silente cada noche.
Hace poco, con unos amigos subimos al Cerro Tasajero, la montaña más alta que tiene Cúcuta. Queda hacia al norte, en la vía a Puerto Santander y al Catatumbo.
Desde allí observamos, la artificial frontera e intentamos trazar líneas imaginarias para dividir los dos países. Solo conseguimos ubicar algunos referentes en la inmensidad del valle: eso es Ureña, ese es el aeropuerto de San Antonio, ese es el de Cúcuta y trazamos rutas invisibles en el aire, como quien trata de inventar con palabras el mundo.
Es una paradoja lo poco que en Cúcuta observamos el cielo, quizá levantamos la mirada, pero sin buscar el verdadero paisaje: ese que ilumina con idéntica luz ambos lados de la frontera.
Al subir al Cerro Tasajero o al observar la noche, uno se da cuenta que la frontera no es un borde, como a veces pensamos, sino otro centro en donde todo es posible.
Por eso se equivocan quienes piensan que lo que ocurre del otro lado de la frontera nos es indiferente, pues, así como compartimos el faro del Catatumbo, también nos cubre la misma noche.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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