Celmira Figueroa (La Opinión)
Desde hace 52 años le está dando cuerda, no solo a los relojes sino a su propia vida.
El tiempo parece haberse detenido en ese nicho donde Luis Fernando Torres Guerrero le toma el pulso a los relojes que llegan para su arreglo.
Pero no. Existe una constante ebullición que no da tregua al descanso. Se considera un ‘reloj suizo’ con el cumplimiento del horario. Abre las puertas de la ‘Relojería Mónaco’ a las 8:00 de la mañana y de inmediato empieza a recibir la romería de clientes.
Ese arte lo aprendió, casi que por accidente. Recuerda que su tío Manolo Galvis lo trajo de Labateca para que estudiara en el Colegio Municipal de Bachillerato y a los seis meses se ‘desjuició’. Entonces el ‘castigo’ fue llevarlo para ‘La Joyería’ y aprendiera los intrígulis del mecanismo y descubriera la magia de la maquinaria que genera movimientos uniformes que hace avanzar las manecillas sobre cualquier superficie, marcando el paso del tiempo, de manera precisa.
Y quedó encantado. Le dijo adiós a los estudios, al colegio, y se adentró en el oficio que lo fue absorbiendo poco a poco. Con su tío permaneció unos 15 años. “Empecé de mandadero. Visitaba a los otros dueños de relojería en busca de una pieza o una herramienta” y alternaba con el aprendizaje en el taller, considerado en esa época como el mejor de Cúcuta. Su tío Manolo Galvis se curtió del oficio en Barquisimeto, Venezuela, y ese conocimiento lo hizo ubicarse en el podio de los más cotizados de la frontera.
Pero Luis Fernando Torres Guerrero pasó a otra joyería a seguir “cogiendo experiencia” hasta que llegó a otra de la más afamadas: ‘El Sol’, de Hernando Uribe, a pedir trabajo. Se sentía listo para aportar sus conocimientos. En ese entonces solo existían los relojes de cuerda y estaban de moda los de pared, de péndulos, popularmente conocidos como reloj Cucú y los de bolsillos.
El joven de Labateca se metió de lleno entre el corazón de esas ruedas giratorias accionadas por un peso colgado en cada cuerda que originaban, no solo la exactitud del tiempo, sino que estaba acompasado con el sonido de tic, tac, tic, tac.
Después buscó independencia y se lanzó a la calle, “en un chuzo, en la avenida octava, entre 11 y 12”. Empezó a cautivar clientela. No solo por lo atinado que era con descubrir las ‘dolencias’ o ‘males’ de las prendas que le llevaban, sino también con su honradez y pulcritud. Y precisamente ahí, en esa zona, conoció a la que hoy es su esposa, Amparo Cardozo, con la que le ha dado cuerda a su vida durante estos 35 años. “Ella trabajaba en el hotel ‘Cacique’ y empezó el romance que aún no ha terminado”.
Al poco tiempo inauguraron el Palacio Rojo, frente al Parque Nacional, y “hablé con el administrador para que me dejara montar el negocio en un local”. Su solicitud fue aprobada. Fernando, como le dicen sus amigos, fue conquistando más clientela. Esa fama se fue volviendo una bola de nieve, no solo por Cúcuta y su área metropolitana. También su nombre era sinónimo de calidad en el resto del país y de la vecina Venezuela.
En medio del vaivén de los bolívares y pesos y del bullicio de las máquinas de escribir de los gestores del Parque Nacional, permaneció ocho años, absorto, casi que con la cabeza metida, como un avestruz, en el interior de esas pequeñas máquinas que marcan el paso del tiempo. Rodeado de todas sus herramientas, como lentes con lupa, destornilladores, vibrograf, aparato para lavar relojes, motor de pulir, pinzas, lámpara de mesa con luz especial, fue curtiéndose en ese arte de fina filigrana.
Pasada casi una década, en el Palacio Rojo, supo de un local en alquiler, muy cerca, en la avenida cuarta, en la entrada del edificio Matamoros. Le gustó por muchos motivos: da acceso directo a la calle, los clientes pueden entrar y ver, sin esconder la joya, directamente el trabajo. Es decir, si le cambia una pila, o ajusta la manilla, o alguna pieza que impida el normal movimiento. Allí, en ese nicho, también se hace visible al que pasa de a pie. Y en el mismo edificio, que otrora fuera oficina de abogados, tenía una clientela asegurada.
Hoy 2021, mira el reloj que lleva puesto, uno de marca Mulco, con manilla plástica amarillenta, y se da cuenta que han pasado 24 años desde que llegó a ese local que bautizó “Relojería Mónaco”. Y recuerda que antes no existían los relojes de pila y cuando empezaron a salir se matriculó en el Sena, en un curso intensivo de ocho horas diarias.
Los relojes de pulsera se fabricaron a finales del siglo XIX y fueron el ‘boom’, después aparecieron los cuarzos, los suizos y los japoneses les tomaron la delantera a los americanos en el mercado y a Cúcuta llegaba y sigue llegando mercancía todos los días, proveniente de las casas matrices en Bogotá.
Porque el reloj, a pesar de existir los celulares, no pasa de moda, sigue vigente, es una prenda de necesidad, advierte mientras se levanta de la silla para dejar al descubierto tres gavetas repletas de relojes, envueltos meticulosamente en pequeñas bolsas plásticas y marcadas con los nombres de los dueños que aún no han pasado a recogerlos.
También dice que en una caja fuerte guarda otros mil relojes de clientes que dejaron en sus manos, sin ningún recelo, porque saben que en cualquier momento pueden pasar a reclamarlos. Y señala la pared, a la derecha de su silla, que más parece un museo, donde cuelga una docena de antigüedades, exclusivas de familias tradicionales de Cúcuta. Algunos dan los campanazos cada hora, advirtiendo que están listos para que sus dueños los recojan y otros hacen fila india para que su mejor ‘cirujano’ los intervenga.
Luis Fernando Torres Guerrero no acusa afán ni cansancio. Más bien dice que los dos meses que pasó en casa ante la declaratoria de pandemia por el coronavirus se enfermó por el desorden alimenticio que le provocó una alteración del azúcar.
En la que considera su oficina no le queda tiempo para estar picando. Almuerza allí mismo para no bajar el telón, sino hasta las 6:00 de la tarde. Y en algunas ocasiones se lleva trabajo para terminar en casa, donde también montó otro taller.
Sus hijos (Claudia, María Fernanda y Juan Eduardo) le reclamaban, pero su afán era educarlos y lo logró. Comercio Internacional, Fisioterapeuta e Ingeniero Industrial, son las profesiones que escogieron, respectivamente. El único que aprendió el arte de la relojería fue Juan Eduardo porque de niño se lo llevaba para el Sena, pero es poco el tiempo que le queda para ayudar a su padre.
Fernando, no se arrepiente para nada de haber cambiado el colegio por la relojería. A su ‘consultorio’ llegan médicos, abogados, políticos, policías, ex gobernadores, sacerdotes, ex alcaldes, y gente de todos los estratos, con la certeza que el arreglo es prenda de garantía.
Luis Fernando Torres Guerrero es un relojero que no le pasan las horas, a pesar de que se creyera que su oficio está en vía de extinción, porque es uno de los ‘sobrevivientes’ de las relojerías de principio del Siglo XX. Cumplió 66 años de nacido y 52 de haber llegado a Cúcuta, proveniente de Labateca, y lo más lejano que visionaba era que iba a vivir de un oficio que aprendió a pulso.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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