A mitad de la primera década del siglo, en 1905, la ciudad apenas se reponía de las atrocidades sufridas en la guerra de los tres años, la que posteriormente llamaron la ‘Guerra de los mil días’.
Después del terremoto sufrido treinta años atrás, las autoridades empezaron a darse cuenta de la importancia que la ciudad ofrecía al progreso de la nación y por esa razón pusieron sus ojos sobre la región. Para esa época, el gobierno central comenzó por realizar el primer censo de población de ese siglo, el cual arrojó la cifra de 15.312 habitantes que, en términos de crecimiento, representaba menos del uno por ciento anual respecto de la cantidad de habitantes en el momento del terremoto.
En realidad, la ciudad era un pueblo grande con sus tradicionales oportunidades que le brindaba la modernidad de esos primeros años del siglo. Había transporte masivo a pesar de las relativas cortas distancias, sin embargo, la gente y las mercaderías se movilizaban en tranvía desde las estaciones norte y sur de la ciudad y las importaciones y exportaciones empleaban el mismo servicio, que se hacía por la vía del Lago de Maracaibo y eso que aún no se explotaban las reservas petroleras del Catatumbo, apenas en ciernes.
Estaba en pleno auge la utilización del ‘kerosene’ importado y cuya marca era ‘Luz Diamante’ artículo previo a la recordada ‘Luz América’ producto de la destilación lanzada al mercado por el general Virgilio Barco luego de haber obtenido la concesión que llevaba su nombre. Se vendía al por mayor a $50 la caja de 15 galones y la caja de 10 galones a $30.
Los licores de mayor demanda eran el Brandy cuyo precio oscilaba entre $80 y $82 la caja de 12 botellas y el vino seco (tinto) entre $85 y $90.
Entre los llamados productos de primera necesidad que se ofrecían en el mercado central estaban la manteca en latas de 5 libras a $85; el azúcar a $9 la arroba y el arroz del país a $50 pesos la arroba.
Los medicamentos, en su mayoría importados, salvo aquellos preparados por afamados médicos y farmaceutas titulados en el exterior, eran ofrecidos para la cura de todos los males conocidos hasta entonces. Aunque la Botica Alemana había sobrevivido al terremoto y reconstruida posteriormente por los propietarios de las grandes casas de comercio de esa misma nacionalidad, el advenimiento de las nuevas generaciones de médicos quienes habían instalado sus propios laboratorios, ofrecían productos alternativos con la ventaja que podían consultar al especialista directamente sobre las dosis y demás inquietudes que le surgían al paciente.
El caso más exitoso fue el del doctor Villamora, quien una vez instalado, abrió su Botica Nueva que anunciaba “…un surtido de medicinas puras continuamente renovado y muchas especialidades; todo a los precios más bajos de la plaza”. Para curar el paludismo vendía el ‘afamado’ Febrífugo a $1.20 el frasco y las píldoras para el mismo mal pero que además combatían la anemia a precio similar.
El jarabe Pectoral para las enfermedades del pecho a $0.80 el frasco y por el mismo precio se ofrecía las píldoras tocológicas para los desarreglos de la mujer. Los avisos se remataban con la advertencia que estos medicamentos se expendían únicamente en esta botica y eran preparados directamente por el doctor Villamora.
En otro campo, empezando el año, el 24 de enero, el señor obispo de Pamplona designó como cura párroco y vicario de San José de Cúcuta, en reemplazo del presbítero David González quien se desempeñaba interinamente desde el año anterior, cuando fue removido de su cargo el sacerdote Domiciano Valderrama y trasladado al curato de Chinácota, al presbítero Demetrio Mendoza.
En su comunicación al Prefecto de la Provincia de Cúcuta, el gobernador Alejandro Peña Solano le dice: “…tengo conocimiento de que el señor obispo, con tino y acierto con que siempre obra, ha designado para párroco de esta ciudad, al ilustrado doctor Demetrio Mendoza, notable hijo de esa localidad. Me permito recomendarle y por su conducto a las demás autoridades y empleados de esa ciudad, lo mismo que a los ciudadanos, el apoyo, respeto y consideraciones a que el doctor Mendoza es acreedor como ministro de nuestra santa religión, como sacerdote ilustrado y virtuoso y como notable hijo de Cúcuta”.
Ahora bien, el padre Mendoza estuvo al frente de la Vicaría de San José de Cúcuta durante 21 años, hasta 1926, cuando fue trasladado al Vicariato de Chinácota. Una de sus primeras obras y tal vez la más importante, fue la reconstrucción del templo, que había sido devastado por el terremoto y aún permanecían sus ruinas a la vista de sus pobladores.
Tardó varios meses desde su instalación como párroco en lograr los recursos para la construcción del templo mayor de la ciudad. Fue durante el mes de noviembre del mismo año que se dio la partida para la restauración del templo, la que se hizo con toda la pompa acostumbrada.
Entre lo más destacado del programa, se cita el discurso del doctor Emilio Ferrero Troconis, a la sazón Representante a la Cámara por la circunscripción de Cúcuta, quien se constituyó en el mayor apoyo del vicario para la consecución de los recursos y según expresó en sus propias palabras: “…los trabajos habían quedado paralizados hace muchos años; la maleza invadió el sacro recinto y la obra ultrajada por el tiempo y también por los proyectiles homicidas de la guerra última, parecía más el esqueleto de una desmantelada fortaleza que no la alegre fábrica de una catedral católica. Por eso de entre los restos del antiguo templo ha empezado a surgir, apartando el sumario de ruinas, la nueva obra que contemplamos, cuya iniciativa correspondió al malogrado sacerdote doctor Marcos Hernández, así como está reservada al infatigable doctor Mendoza, la gloria de su feliz terminación”.
Finalmente, terminar la reconstrucción le correspondió al sacerdote Daniel Jordán, quien optó por introducir algunas reformas arquitectónicas modernas que concluyeron con su elevación a la categoría de catedral.
Durante el tiempo que el padre Mendoza estuvo al frente de la iglesia de San José fueron muchos los beneficios para la ciudad toda vez que el sacerdote llegó a ser el eje político, dentro de la más severa virtud y honestidad, aunque muchas veces su apostolado le creó una atmósfera de oposición que a la postre le generó su remoción del cargo y al igual que su antecesor y luego a su sucesor, coincidencialmente fueron remitidos como castigo a la población de Chinácota. ¿Por qué habrá sido?
Mientras las damas y los caballeros de la ciudad adquirían su calzado en las cotizadas tiendas ‘La Bota Negra’ del señor Robayo y en la ‘Zapatería Colombiana’, estratégicamente ubicadas en los alrededores de la Plaza de Santander, en el ‘Bazar Cucuteño’ ofrecían toda su mercancía “a precio de situación”, según anunciaban en los medios escritos de la época. Las camisas blancas y de color, cuellos, puños y corbatas de todas clases, medias crudas y de colores, chales de seda, pañuelos blancos de seda y de hilo, cortes de casimir, de lana y de muselina, así como sombreros, peinetas, cintas, franelas y demás accesorios para hombres, mujeres y niños estaban a la orden del día para sus ‘favorecedores’ como les decían a sus leales clientes.
El alcalde Carlos García V. recordaba a los ciudadanos que en los días 24 y 25 de febrero se celebrarían los contratos de arrendamiento de los juegos permitidos en el interior del Mercado Cubierto, de acuerdo con las invitaciones que fueron fijadas al público en las carteleras de la alcaldía.
En la agitada política regional y nacional, vientos reformistas soplaban en búsqueda de una paz esperanzadora luego de la guerra fratricida, razón por la cual, el presidente de la república sondeaba el respaldo de sus gobernadores para convocar una Asamblea Nacional que le permitiera proponer una reorganización del país en consonancia con las necesidades públicas. Para ello solicitó a los ejecutivos locales y regionales, que recomendaran a sus respectivos concejos y asambleas la aprobación de las proposiciones pertinentes en tal sentido. Enviada la solicitud, a la mayor prontitud, por parte del alcalde al concejo, éstas fueron aprobadas el mismo día, y copia de ellas remitidas telegráficamente, tanto al prefecto de la provincia como al presidente en la capital.
Recibido el apoyo de prácticamente todo el país, el general Rafael Reyes, presidente de la república, convocó la Asamblea Nacional. Ante esta grata noticia, el Concejo en pleno y por unanimidad le envió copia de la siguiente proposición: “… el Concejo Municipal de San José de Cúcuta en nombre del pueblo que representa, aplaude la resolución del ejecutivo por la cual se convoca a una asamblea nacional, que invistiendo el carácter de constituyente e inspirada en los deseos del Excelentísimo Señor Presidente, expida las leyes que deban garantizar la prosperidad de la república”.
Aprovechando esta ocasión, un grupo de intelectuales cucuteños, poetas, historiadores y periodistas encabezados por los jóvenes Francisco Morales Berti y Saúl Matheus Briceño iniciaron la publicación de la revista ‘Croquis y Esbozos’ de la cual eran los directores, acompañados por Luis Febres Cordero, Leandro Cuberos Niño y Manuel Rodríguez Chiari quienes fungían como revisores de estilo y contenido, y Francisco de Paula Durán era el secretario administrador. La revista se imprimía en la imprenta Lascano de esta ciudad. Salía al público mensualmente pero desafortunadamente sólo duró un año, pues las circunstancias del medio no eran propicias a las demostraciones culturales de la revista lo que obligó a esa pléyade de intelectuales a suspender labores y colgar sus pertrechos mellados por la incomprensión literaria de sus potenciales lectores.
La revista reflejaba las ideas y pensamientos de aquellos jóvenes talentosos, pioneros de la intelectualidad cucuteña que, al enarbolar la bandera del ideal artístico en aquella época de paz y concordia colombianas, lejos de las bajas intrigas de la política, saltaron al palenque del periodismo y de las letras. Ese mismo grupo de jóvenes que dos años antes había arrojado los arreos marciales de la contienda fratricida, para empuñar las armas de la pluma que glorifica, ennoblece y eterniza la contienda de las ideas, ahora aterrizaban ante la cruda realidad de un medio hostil a esas concepciones culturales fuera del alcance de la gran mayoría por entonces faltos de oportunidades de educación. Con la apertura al cambio que venía dándose, las buenas nuevas fueron presentándose con el paso de los días. En mayo de ese año fue nombrado el nuevo Jefe Militar de la Frontera, encargado de la milicia que reguardaba la frontera con el estado Táchira.
El nombramiento recayó en la persona del general Adán J. Vargas quien reemplazaba al también general Rubén Restrepo trasladado a un alto cargo en la costa Caribe. Al tomar posesión de la Jefatura, el mismo presidente Reyes le ordenó textualmente que “… era necesario hacerles saber y sentir a las poblaciones fronterizas que el gobierno de Colombia, estaba resuelto a respetar la seguridad y tranquilidad de ellas, constantemente turbadas y amenazadas por mutuas invasiones o por el preparativo de ellas”.
Las razones para impartir estas órdenes fueron originadas a partir de una intromisión de funcionarios del gobierno venezolano descubierta en la región del Catatumbo, quienes en una comisión ilegal estuvieron recopilando información sobre los yacimientos mineros y petroleros, en esos años previos a la explotación que años más tarde iniciarían las compañías americanas en concesión.
En ejercicio de su autoridad, el general Vargas, usando de las facultades militares, puso al servicio de Cúcuta las unidades militares que con la denominación de ‘zapadores’, realizaron importantes obras de comodidad y ornato de la ciudad, siendo la más trascendental, la construcción del camellón del cementerio católico y la obra de las graderías hasta sus mismas puertas, obras que aún subsisten a pesar del paso del tiempo.
Y antes de finalizar el año, en octubre, el entonces coronel Virgilio Barco celebra con el Ministro de Obras Públicas y Fomento un contrato mediante el cual “el Gobierno Nacional otorga al contratista permiso para la explotación de las fuentes de petróleo y hulleras de propiedad de la nación que descubriera en terrenos baldíos del departamento de Santander, cerca de los límites con la República de Venezuela y limitadas por los ríos San Miguel, San Miguelito y Caño Mito Juana”.
El contrato fue aprobado por el Consejo de ministros el 31 de diciembre de 1905 y perfeccionado por escritura pública No.536 del distrito municipal de Cúcuta el 5 de diciembre anterior. El 15 de mayo de 1917, el señor Barco solicitó al Gobierno Nacional el traspaso de su contrato a la ‘Compañía del Petróleo de Colombia’ previa resolución de autorización del Poder Ejecutivo, lo cual se le concedió.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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