Tuve la fortuna de vivir más de 40 años en el barrio Colsag. Recuerdo cada detalle de los años 60 y sus décadas posteriores, con su progresiva transformación. Aunque poco queda de aquel entonces, las alegrías de la memoria se imponen fácilmente sobre las nostalgias.
El mercado de los sábados, al lado de la Escuela, es tal vez un ícono que permanece, con su hermoso colorido de verduras, hortalizas, frutas, carnes, canastos, marchantas con su típico delantal, y señoras compradoras que se ven y saludan cada sábado, en una rutina de sonrisas mutuas. El tiempo pasa, y mientras unas se nos han ido para siempre, otras han recogido el bello y sencillo legado de mercar para el hogar. Todo empieza desde las 4 de la mañana, con la armadura de los toldos, para moverse en cordialidad hasta las 12, cuando se barre para dejarlo todo limpio. Del tejido social del mercado siempre han brotado la amabilidad y la concordia. Hoy rindo tributo a todos sus artífices.
El mercado del Colsag
Dos iglesias tuve la oportunidad de frecuentar. La primera, sobre la avenida Gran Colombia, que era una especie de amplio galpón con techo de zinc, regentada por el respetado párroco Carlos Martínez. Las señoras, que todavía usaban velo y, todos nosotros, en mezcla de edades, cruzábamos el parque y las calles apacibles del barrio para asistir cada domingo. Recuerdo gratamente las misas de los pastores o misas del gallo, anunciando el nacimiento de Jesús y la emoción por los regalos, y también las de Año Nuevo con los abrazos y buenos deseos en plena madrugada.
Padre Angel Cayo Atienza
A principios de los 70 llegó el presbítero español Ángel Cayo Atienza, nacido en Navarra, erudito y carismático, que había trabajado con los indios Emberá y Katío por largos años. Lo recuerdo con cariño, pues me indujo más todavía al humanismo, y me honró con sus enseñanzas y amistad. Conservo complacido sus libros, que son hermosas lecciones de etnología. El padre Atienza emprendió la construcción de la nueva Iglesia, organizando una junta promotora, bazares y otras múltiples actividades. Es hoy la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús.
Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús
El barrio había iniciado en 1954, por iniciativa de familias norteamericanas, derivado de la explotación del petróleo en el Catatumbo. Colsag es un acrónimo que toma las primeras letras de dos empresas: la Colombian Petroleum Company y la South American Gulf Company, conocidas respectivamente como Colpet y Sagoc. En perspectiva histórica, siempre he sido crítico por la inmensa rentabilidad del recurso para estas multinacionales, y la muy poca inversión realizada en la región, pues no quedó un ferrocarril o carretera que conectara sus distintos municipios.
Las primeras casas del barrio
Sin embargo, la objetividad me lleva a esta reflexión: las viviendas construidas para los trabajadores por estas asociadas compañías en el Colsag fueron concebidas para promover el progreso real de sus habitantes, con base en un crédito blando a 20 años. Se trata de casas muy bien diseñadas y con suficiente espacio, que albergaron muchas familias disciplinadas y honestas, que pudieron proyectar a sus hijos con valores y dignidad. Esas viviendas no tienen nada que envidiarles a las residencias de clase media de Chicago, Nueva York o Filadelfia.
Por esa época, la casa se asumía para toda la vida, por manera que la estabilidad de las familias las llevaba a pasar 30 o 40 años bajo el mismo techo, lo cual creaba lazos de conocimiento, solidaridad y amistad inquebrantables entre los habitantes del barrio.
Casa de la familia Buenahora Febres-Cordero
Todos nos conocíamos, todos jugábamos en sus calles y potreros, y todos respetábamos profundamente a nuestros mayores. La gente sacaba sus mecedoras y se sentaba en el antejardín para recibir la brisa crepuscular en absoluta tranquilidad. Era un barrio seguro, de casas con puertas abiertas y sin el enrejamiento actual.
Casa de don Juan Tomás Sayago y doña Teodosila Morales
(Cortesía de Gloria Sayago de Neira)
Aún es fácil señalar cualquier lugar, y decir ‘… aquí vivían los Ramírez, Chacón, Hernández, Franco, Arámbula, Vargas, Herrera, Antolínez, Silva, Ballén, León, Mieles, Torres, Carvajal, Guerrero, Hartmann, o Peñaranda. Y aquí quedaba la tienda de Mamatoco, y más allá la de Moyano’.
Curiosamente, cuando llegamos a vivir al barrio, ya no vivían familias norteamericanas. Apenas recuerdo que, en la esquina de mi cuadra habitaban los Shumacher, apellido alemán que significa zapatero o ’hacedor de zapatos’, y que en Cúcuta pronunciaban Shúmacker. Y también a Bruce Olson, un etnólogo y misionero norteamericano de origen noruego que trabajaba con los motilones Barí, y que de vez en cuando traía indígenas que hospedaba en la residencia del Dr. Alfredo Landínez, médico de la Colombian Petroleum Company.
Casa de la familia Neira Rey
Todavía evoco con fervor mi curiosidad de adolescente y mis ganas de interactuar con ellos. La labor de Olson se resume en Bruchko, un libro de su autoría traducido en varios idiomas que se convirtió rápidamente en best seller misionero. El ELN secuestró a Olson, lo juzgó y condenó a muerte, pero la reacción de la opinión pública, de muchos líderes indígenas y, en particular, la investigación periodística de María Cristina Caballero, llevaron a su liberación.
Muchos años después, en la Universidad Libre, tendría el honor de ser profesor de los dos primeros motilones Barí que estudiaron la carrera de derecho para mejor interactuar con el Estado colombiano.
El Colsag de los años 60 era una especie de islote algo distante del resto de Cúcuta. Tenía su propia planta eléctrica, parque amplio, escuela pública, avenidas anchas y bien trazadas, y potreros que sobraban.
De la avenida Gran Colombia, sin separador y apenas con un carril de ida y otro de venida en medio de su anchura destapada y polvorienta, hasta el barrio Guaimaral, que había sido construido por el Instituto de Crédito Territorial, salvo dos o tres casas, todo era monte caracterizado por el verde típico del calor.
Sí existía el barrio Popular, con el colegio Salesiano, la embotelladora Coca-Cola, y la célebre cancha de fútbol al cruzar la avenida. Pero nada había de la Quinta Oriental, La Ceiba y La Riviera, cuyo desarrollo urbanístico comenzó a finales de los 60 y principios de los 70.
Parque Simón Bolívar
El actual parque Simón Bolívar era en la década de los 60 un espacio inmenso cubierto de maleza natural, pero con sus caminos peatonales y un amplio círculo de cemento en el centro que aprovechábamos para jugar banquitas o microfútbol. Proliferaban los pajaritos, las lagartijas y otras especies animales.
De vez en cuando, veíamos vacas que pastaban. Un viejo amigo de mis padres siempre me regalaba cincuenta centavos para que las corriera y, una vez cumplida la tarea, corría feliz a la tienda para comprarme un par de cortados. También nos sorprendía una que otra pequeña serpiente, y hasta un gavilán que recuerdo picoteó a una señora que con puntualidad y devoción se dirigía a misa.
Cada 12 de octubre sembrábamos decenas y decenas de árboles, lo cual explica lo frondoso del parque. La presente estatua ecuestre de Bolívar fue un regalo de Venezuela durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Hacia 1966 no existía la avenida de Los Libertadores. Íbamos con relativa frecuencia al río Pamplonita, que estaba apenas a 3 o 4 cuadras. Pero era todo un paseo, y un placer mayor saltar desde la muralla de entonces para disfrutar de algún pozo, y luego caminar entre las piedras y el agua buscando uno que otro panche.
La tradicional “Cancha del Colsag”
La escuela del barrio, denominada Escuela del Bienestar de la Policía Nacional, no era exclusiva para hijos de policías. La mayoría de los niños del Colsag, antes de pasar a otros colegios, cursó sus primeros años en sus aulas.
La cancha aledaña de fútbol, que nunca mejoró, siempre se caracterizó por su tierra maciza y dura, con mucha piedra pequeña. Por eso, muchas decenas de muchachos aprendimos el arte del balón en otra cancha, la de los Arámbula, un potrero grande en donde durante las vacaciones pasábamos mañana y tarde en campeonatos de nunca acabar y sin develar cansancio. Las amistades de aquellos días perduran en el alma.
No recuerdo bien si fue en 1967 o 1968 que aconteció la terrible creciente del río Pamplonita. Pero tengo presente sus estragos, con el puente Elías M. Soto venido abajo, la pareja que falleció una madrugada al cruzarlo en carro, y la descomunal inundación de la naciente La Riviera. Por las calles adyacentes a mi casa paterna, frente al parque principal, corría el agua como riachuelo enloquecido y sin rumbo. Recuerdo bien que organizamos varias brigadas para ayudar a familias tanto en el Colsag como en La Riviera.
Los comienzos de la Clínica Santa Ana
Había dos rutas tradicionales de buses: una, que venía de Guaimaral; la otra, de San Luis. Ambas cruzaban varias calles y avenidas del barrio, que no tenía mayor tráfico, y luego se dirigían al centro de la ciudad por la avenida Gran Colombia. Era un transporte cómodo y fácil, con buenos vehículos y suficiente espacio. Recuerdo haber tomado esos buses muchas veces, aunque prefería movilizarme en bicicleta.
De la Clínica Santa Ana, evoco complacido la colocación de su primera piedra, aunque la verdadera construcción comenzó a finales de los 60. El parque adyacente, en cambio, se terminó algunos años antes, y rápidamente se convirtió en lugar privilegiado para que muchos niños aprendieran a patinar o montar en bicicleta.
Son tantos los recuerdos que ponerlos en secuencia no es fácil. Atropellando el tiempo, también menciono la primera repavimentación de las calles principales del Colsag, por allá en 1984, cuando me estrenaba como concejal de la ciudad y fungía como alcalde ‘Pacho’ Berrío. Gracias a su sensatez y comprensión, después de varias reuniones que promoví, el pretendido cobro de valorización se revisó en justicia, pues el barrio, en toda su historia, muy poco había recibido de la ciudad.
Las limitaciones de espacio me impiden referirme a otras cosas, como la transformación urbanística, no siempre planificada y cada vez con mayor tendencia comercial.
En fin, pudiéramos continuar recordando y escribiendo facetas del barrio Colsag, sobre todo si nos acercamos a algunos preciados amigos de la adolescencia cuya memoria está llena de amenas y enriquecedoras anécdotas. Estoy seguro de que, a manteles, así como suben sin parar las burbujas de una cerveza, así también se multiplicarían los recuerdos.
El Balancín, testimonio petrolero
A todas las familias de ayer y de hoy, mi reconocimiento sincero en los 70 años del barrio. Sin duda, un pedazo inmenso y grato de historia en la muy noble y valerosa villa de San José de Cúcuta.
¡Salud y larga vida para el hermoso barrio Colsag!
Recopilado por: Gaston Bermudez V.
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