lunes, 10 de octubre de 2011

2.- LA CIUDAD DE ANTAÑO


Eustorgio Colmenares Baptista

Qué bueno poderse pasear hoy por las calles y avenidas de  Cúcuta de hace treinta años, entrarse en los teatros donde por la época exhibían ´Los diez mandamientos´, o irse a la intermediaria  del pequeño, familiar y acogedor teatro Municipal. La entrada  valía dos pesos. Era la época en que los cincuentones de hoy  apenas estaban cortejando a sus futuras esposas. Eran los tiempos  cuando a la salida de la tanda de intermediaria en el mencionado  teatro, se formaban los corrillos para comentar las últimas importaciones del Cúcuta Deportivo, las andanzas radiales de  Carlos Ramírez París o el picante comentario del “Mocho” Barreto  o de Roque Mora en su programa Cornucopia Deportiva.

Era la antesala para luego ir a saber las últimas en el carro de Pacho Unda, apodado Nidevito que quería decir “nido de víboras  toreadas”. En el viejo Studebeker era muy seguro encontrar a Joaquín González, a Pacho Villamizar, a uno que otro jugador del  Cúcuta Deportivo o algún “godito” apreciablemente mortificado porque el presidente de Colombia era Alberto Lleras Camargo.   En ese entonces no había motos, ni ruidos estridentes, ni  maricas en el parque Santander. Se sabía sí, cuál era la recién  llegada al Campestre o a la Casa de las muñecas.

Por aquellos tiempos una carrera de carro valía dos pesos, una  camisa fina donde Tito Abbo, en el almacén R¡voli, hoy Ley del  centro, diez pesos, un paquete de cigarrillos Pielroja, veinte  centavos y uno de Kool, cincuenta. Se ganaba y se vivía con poco  dinero, pero el raponero no existía, ni los vendedores ambulantes  tampoco. La vida en Cúcuta giraba alrededor del precio del bolívar, de las campañas del Cúcuta Deportivo y de los comentarios económicos y políticos que empresarios de la localidad dejaban  escuchar en las tertulias del Club del Comercio que por aquella  época estaba ubicado en la calle once con la avenida cuarta.

Por los años sesenta no existían las discotecas, ni mucho  menos los moteles. Cuando algún desprevenido galán quería llevar  a pasear a su amiga preferida, lo hacía en su carro por la vieja carretera a La Frontera o por la antigua vía a El Zulia que en ese entonces era un corregimiento de Cúcuta. El pantalón, como  traje de calle tan preferido hoy por las damas no se usaba y las  faldas eran apreciablemente largas. Para asistir a la Misa la  clientela femenina debía llevar la cabeza cubierta para lo cual  se utilizaban los llamados “rebozos”. No existían los supermercados y solo había una clínica particular, la Santa Ana, ubicada en  la calle 16 entre avenidas 3 y 4.

El alterno corrillo cucuteño que en ese entonces tenía como núcleos centrales los clubes sociales, los cafés de El Comercio,  -avenida quinta con calle once-, El Astoria de Juan Martínez,  -avenida quinta con calle doce y trece-, el mercado La Sexta y  una que otra esquina de barrio, se nutría de chisme político, el  deportivo y el social. Eran las épocas en que el deporte del  fútbol y el basquetbol apasionaban de verdad a los cucuteños.

Cúcuta era la ciudad basquetera más importante de Colombia,  habiendo sido el Norte, este año de 1960 sub-campeón en los VII  Juegos Olímpicos de Cartagena. Ya Roque Peñaloza era el jugador  colombiano mejor calificado y Palomo Ramírez (q.e.p.d.) en el fútbol aficionado, hizo estragos en el mencionado torneo de la  ciudad costera. En lo político estaban sobre el tapete Virgilio Barco, en ese entonces ministro de Obras; Miguel García-Herreros,  que ocupaba el cargo de gobernador del departamento; Pablo Vanegas, alcalde de Cúcuta; habiendo sido a finales del año designado ministro de Fomento el cucuteño Jose Rafael Unda. Los cargos  de presidente y vice presidente de la Asamblea los ocuparon en  1960 respectivamente, Luis Helí Rubio Sandoval y José Luis Acero  Jordán.

En aquel entonces se andaba despacio, como si al reloj le  pesaran más las manecillas, la vida nocturna era reducida y la  ciudad después de las salidas de cine a las once de la noche se  dormía bajo la tranquilidad y el agrado de las ventanas abiertas y sin el ruido afónico de los aires acondicionados, muy escasos  en aquellas épocas en las residencias cucuteñas.

Las costumbres eran bien distintas. Los menores tenían diariamente dos jornadas para el estudio, el número de agentes de la  Policía era reducido, se estilaban aún los “paseos de luna” y los  teléfonos eran de cuatro números, un galón de gasolina valía un  peso y el premio mayor de la Lotería de Cúcuta pagaba sesenta  mil.

Por aquel año Carlos Ramírez París, armaba una excursión de un  mes por Sudamérica cuya cuota inicial era de setecientos pesos,  Brigitte Bardot nos quitaba el sueño y John F. Kennedy fue elegido presidente de los Estados Unidos. 

Los cucuteños Curro Lara y Antonio Lizarazo tomaron la alternativa en España, el presupuesto del municipio de Cúcuta era de 17  millones y en ese año de 1960 se bautizaron los dos primeros  niños nacidos en el barrio Juan Atalaya, uno de sus padrinos fue  Luis Carlos Bonells Rivera, gerente en ese tiempo del  I.C.T. en  Cúcuta.

Los costos de ese entonces hoy parecen risibles. Una botella de  whisky valía 40 pesos, una corbata de seda, siete pesos; un par de  medias para dama, tres; una panela, treinta centavos; un kilo de  arroz, uno con sesenta; de azúcar, noventa centavos y así por el  estilo. Mirando los clasificados de la época encontramos uno de  alguien que solicitaba para comprar una buena casa en barrio  residencial y ofrecía cincuenta mil pesos, tal vez la cuarta  parte de lo que hoy vale en arriendo esa misma propiedad.
Y quién de esa época no recuerda con nostalgia los agudos  gritos de Crispín en los estadios, o la voz grave de Enrique  ofreciendo carbón por las calles y montando en un burro o las  mentadas de madre de “Gaona” el torero cucuteño frustrado, siempre callado y taciturno.

Por ese entonces el ferrocarril de Cúcuta ya daba sus últimos  pitazos, empezaban a usarse más las bicicletas como medio de  transporte, no habían aquí universidades, ya empezaban a llegar  los comerciantes de otros lares y se presentía un cambio sustancial en la vida de la ciudad. No se conocían por aquí los perros  calientes ni las hamburguesas, ni las pizzas, pero s¡ los pasteles  de Pacha y de Quiroga, aún hoy con prestigio y sabor incomparables.

Eran los tiempos en que don Isidoro Duplat, cuando algún foráneo  en la tertulia del café El Comercio llamada del Vaso de Agua, se  expresaba mal de la ciudad, apretaba los dientes y le decía:   “Cúcuta, con la del cementerio tiene seis salidas, vea a ver cuál  le gusta más”.

Existían muy pocas sucursales bancarias, las de los bancos  Bogotá, Colombia, Comercial Antioqueño, Cafetero, Industrial  Colombiano, Popular, Caja Agraria, Central Hipotecario y obviamente el Banco de la República. Los gerentes de ese entonces eran  muy cordiales y atentos no solamente en el “fondo” sino en todas  partes. Los clubes sociales se podían contar en los dedos de una  sola mano: Comercio, Tennis, Colsag, Cazadores y Deportista.

Las gentes que querían aparentar una alta condición social no  se saludaban de beso, habían pocos buses urbanos y sus conductores conocían a casi toda su clientela, la “Maracachafa” y otras yerbas no se habían adentrado a ninguna área de la comunidad y la juventud era igualmente alegre y extrovertida. La música de  moda era el bolero y el porro con alguna insinuación ya de los  vallenatos.

 El pavimento sólo era perceptible en el centro de la  ciudad y los barrios más distantes eran hacia el sur La Cabrera,  San Rafael hacia el norte, el Latino hacia el oriente con Colsag mas allá; San Luis era corregimiento y hacia el occidente San Miguel,  aunque ya nacía Juan Atalaya.

Las empresas industriales con más de cincuenta trabajadores tal  vez no eran sino Bavaria, Coca-Cola y la Colombian Petroleum  Company, el restaurante más solicitado, era El Capri; el viaje a  Bogotá por tierra se hacía por la carretera Central del Norte. LA  OPINIÓN nacía en una vieja casa frente a donde hoy están sus  instalaciones.

En la década del sesenta ya se iniciaba el auge comercial que  en la década siguiente, tanto significó en la vida comercial de Cúcuta. Los venezolanos con un bolívar apreciablemente alto se volcaron sobre Cúcuta y nuestra ciudad se convirtió en la vitrina más  vendedora de Colombia. Después, en el comienzo del año ochenta y  tres, cuando el bolívar estaba a dieciséis pesos, se cayó  estrepitosamente a siete pesos y ocurrió lo que todos sabemos y  hemos contado en crónicas de otros estilos.

En todo caso fueron otros tiempos aquellos de los años sesenta,  setenta y ochenta. En el sesenta, por ejemplo, no había llegado  el Jet a Cúcuta, había muchos menos avances tecnológicos a disposición de la comunidad, pero vivíamos como si nada nos faltara.  Nos bastaba con vivir en Cúcuta.


Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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