Eustorgio Colmenares Baptista
Qué bueno poderse pasear hoy por las calles y avenidas de Cúcuta de hace treinta años, entrarse en los teatros donde por la época exhibían ´Los diez mandamientos´, o irse a la intermediaria del pequeño, familiar y acogedor teatro Municipal. La entrada valía dos pesos. Era la época en que los cincuentones de hoy apenas estaban cortejando a sus futuras esposas. Eran los tiempos cuando a la salida de la tanda de intermediaria en el mencionado teatro, se formaban los corrillos para comentar las últimas importaciones del Cúcuta Deportivo, las andanzas radiales de Carlos Ramírez París o el picante comentario del “Mocho” Barreto o de Roque Mora en su programa Cornucopia Deportiva.
Era la antesala para luego ir a saber las últimas en el carro de Pacho Unda, apodado Nidevito que quería decir “nido de víboras toreadas”. En el viejo Studebeker era muy seguro encontrar a Joaquín González, a Pacho Villamizar, a uno que otro jugador del Cúcuta Deportivo o algún “godito” apreciablemente mortificado porque el presidente de Colombia era Alberto Lleras Camargo. En ese entonces no había motos, ni ruidos estridentes, ni maricas en el parque Santander. Se sabía sí, cuál era la recién llegada al Campestre o a la Casa de las muñecas.
Por aquellos tiempos una carrera de carro valía dos pesos, una camisa fina donde Tito Abbo, en el almacén R¡voli, hoy Ley del centro, diez pesos, un paquete de cigarrillos Pielroja, veinte centavos y uno de Kool, cincuenta. Se ganaba y se vivía con poco dinero, pero el raponero no existía, ni los vendedores ambulantes tampoco. La vida en Cúcuta giraba alrededor del precio del bolívar, de las campañas del Cúcuta Deportivo y de los comentarios económicos y políticos que empresarios de la localidad dejaban escuchar en las tertulias del Club del Comercio que por aquella época estaba ubicado en la calle once con la avenida cuarta.
Por los años sesenta no existían las discotecas, ni mucho menos los moteles. Cuando algún desprevenido galán quería llevar a pasear a su amiga preferida, lo hacía en su carro por la vieja carretera a La Frontera o por la antigua vía a El Zulia que en ese entonces era un corregimiento de Cúcuta. El pantalón, como traje de calle tan preferido hoy por las damas no se usaba y las faldas eran apreciablemente largas. Para asistir a la Misa la clientela femenina debía llevar la cabeza cubierta para lo cual se utilizaban los llamados “rebozos”. No existían los supermercados y solo había una clínica particular, la Santa Ana, ubicada en la calle 16 entre avenidas 3 y 4.
El alterno corrillo cucuteño que en ese entonces tenía como núcleos centrales los clubes sociales, los cafés de El Comercio, -avenida quinta con calle once-, El Astoria de Juan Martínez, -avenida quinta con calle doce y trece-, el mercado La Sexta y una que otra esquina de barrio, se nutría de chisme político, el deportivo y el social. Eran las épocas en que el deporte del fútbol y el basquetbol apasionaban de verdad a los cucuteños.
Cúcuta era la ciudad basquetera más importante de Colombia, habiendo sido el Norte, este año de 1960 sub-campeón en los VII Juegos Olímpicos de Cartagena. Ya Roque Peñaloza era el jugador colombiano mejor calificado y Palomo Ramírez (q.e.p.d.) en el fútbol aficionado, hizo estragos en el mencionado torneo de la ciudad costera. En lo político estaban sobre el tapete Virgilio Barco, en ese entonces ministro de Obras; Miguel García-Herreros, que ocupaba el cargo de gobernador del departamento; Pablo Vanegas, alcalde de Cúcuta; habiendo sido a finales del año designado ministro de Fomento el cucuteño Jose Rafael Unda. Los cargos de presidente y vice presidente de la Asamblea los ocuparon en 1960 respectivamente, Luis Helí Rubio Sandoval y José Luis Acero Jordán.
En aquel entonces se andaba despacio, como si al reloj le pesaran más las manecillas, la vida nocturna era reducida y la ciudad después de las salidas de cine a las once de la noche se dormía bajo la tranquilidad y el agrado de las ventanas abiertas y sin el ruido afónico de los aires acondicionados, muy escasos en aquellas épocas en las residencias cucuteñas.
Las costumbres eran bien distintas. Los menores tenían diariamente dos jornadas para el estudio, el número de agentes de la Policía era reducido, se estilaban aún los “paseos de luna” y los teléfonos eran de cuatro números, un galón de gasolina valía un peso y el premio mayor de la Lotería de Cúcuta pagaba sesenta mil.
Por aquel año Carlos Ramírez París, armaba una excursión de un mes por Sudamérica cuya cuota inicial era de setecientos pesos, Brigitte Bardot nos quitaba el sueño y John F. Kennedy fue elegido presidente de los Estados Unidos.
Los cucuteños Curro Lara y Antonio Lizarazo tomaron la alternativa en España, el presupuesto del municipio de Cúcuta era de 17 millones y en ese año de 1960 se bautizaron los dos primeros niños nacidos en el barrio Juan Atalaya, uno de sus padrinos fue Luis Carlos Bonells Rivera, gerente en ese tiempo del I.C.T. en Cúcuta.
Los costos de ese entonces hoy parecen risibles. Una botella de whisky valía 40 pesos, una corbata de seda, siete pesos; un par de medias para dama, tres; una panela, treinta centavos; un kilo de arroz, uno con sesenta; de azúcar, noventa centavos y así por el estilo. Mirando los clasificados de la época encontramos uno de alguien que solicitaba para comprar una buena casa en barrio residencial y ofrecía cincuenta mil pesos, tal vez la cuarta parte de lo que hoy vale en arriendo esa misma propiedad.
Y quién de esa época no recuerda con nostalgia los agudos gritos de Crispín en los estadios, o la voz grave de Enrique ofreciendo carbón por las calles y montando en un burro o las mentadas de madre de “Gaona” el torero cucuteño frustrado, siempre callado y taciturno.
Por ese entonces el ferrocarril de Cúcuta ya daba sus últimos pitazos, empezaban a usarse más las bicicletas como medio de transporte, no habían aquí universidades, ya empezaban a llegar los comerciantes de otros lares y se presentía un cambio sustancial en la vida de la ciudad. No se conocían por aquí los perros calientes ni las hamburguesas, ni las pizzas, pero s¡ los pasteles de Pacha y de Quiroga, aún hoy con prestigio y sabor incomparables.
Eran los tiempos en que don Isidoro Duplat, cuando algún foráneo en la tertulia del café El Comercio llamada del Vaso de Agua, se expresaba mal de la ciudad, apretaba los dientes y le decía: “Cúcuta, con la del cementerio tiene seis salidas, vea a ver cuál le gusta más”.
Existían muy pocas sucursales bancarias, las de los bancos Bogotá, Colombia, Comercial Antioqueño, Cafetero, Industrial Colombiano, Popular, Caja Agraria, Central Hipotecario y obviamente el Banco de la República. Los gerentes de ese entonces eran muy cordiales y atentos no solamente en el “fondo” sino en todas partes. Los clubes sociales se podían contar en los dedos de una sola mano: Comercio, Tennis, Colsag, Cazadores y Deportista.
Las gentes que querían aparentar una alta condición social no se saludaban de beso, habían pocos buses urbanos y sus conductores conocían a casi toda su clientela, la “Maracachafa” y otras yerbas no se habían adentrado a ninguna área de la comunidad y la juventud era igualmente alegre y extrovertida. La música de moda era el bolero y el porro con alguna insinuación ya de los vallenatos.
El pavimento sólo era perceptible en el centro de la ciudad y los barrios más distantes eran hacia el sur La Cabrera, San Rafael hacia el norte, el Latino hacia el oriente con Colsag mas allá; San Luis era corregimiento y hacia el occidente San Miguel, aunque ya nacía Juan Atalaya.
Las empresas industriales con más de cincuenta trabajadores tal vez no eran sino Bavaria, Coca-Cola y la Colombian Petroleum Company, el restaurante más solicitado, era El Capri; el viaje a Bogotá por tierra se hacía por la carretera Central del Norte. LA OPINIÓN nacía en una vieja casa frente a donde hoy están sus instalaciones.
En la década del sesenta ya se iniciaba el auge comercial que en la década siguiente, tanto significó en la vida comercial de Cúcuta. Los venezolanos con un bolívar apreciablemente alto se volcaron sobre Cúcuta y nuestra ciudad se convirtió en la vitrina más vendedora de Colombia. Después, en el comienzo del año ochenta y tres, cuando el bolívar estaba a dieciséis pesos, se cayó estrepitosamente a siete pesos y ocurrió lo que todos sabemos y hemos contado en crónicas de otros estilos.
En todo caso fueron otros tiempos aquellos de los años sesenta, setenta y ochenta. En el sesenta, por ejemplo, no había llegado el Jet a Cúcuta, había muchos menos avances tecnológicos a disposición de la comunidad, pero vivíamos como si nada nos faltara. Nos bastaba con vivir en Cúcuta.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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