miércoles, 22 de febrero de 2012

133.- CUENTOS DE ESPANTO Y MIEDO

Carlos Humberto Africano

Hace días leí en el diario El Tiempo un artículo sobre “la inspiración”, donde les preguntaban a varios reconocidos autores sobre el momento de “la aparición de la musa”. Todos respondieron que “esa aparición” es apenas un instante, cuando surge la idea, y que a partir de allí lo demás es, como decía un presidente nuestro: trabajar, trabajar y trabajar.

Bueno, “me atropelló la diosa inspiración”. Se me atravesó en el camino como mula resabiada, porque la venía esquivando con este temita, que me lo presentaba de manera insistente y yo eludía abordarlo. Pero se me atravesó la condenada y pensé, después, que hasta se había presentado personalmente, pues fui sorprendido por una encantadora dama quien, aunque tiene poca afinidad conmigo, amablemente, con una espléndida sonrisa en sus labios, puso en mis manos el diario La Opinión y con su dulce voz me dijo: “Tome, profe, lea”. El periódico traía el artículo del amigo Gustavo Gómez Ardila “De las cosas de antes”, que habla de esas cosas que ya desaparecieron, como la mecedora de mimbre, el aguamanil y la bacinilla. Pero, además, decía Gustavo que no eran sólo ellas, sino que también desaparecieron las costumbres, como aquella de salir al atardecer al andén a refrescarse con la brisa de esa hora.

Recordé que no sólo era a refrescarse, sino a charlar en familia y con los vecinos. Hoy, esa buena costumbre se perdió. En la familia, hoy sólo hay incomunicación entre espectadores mudos frente a la odiosa pantalla de plasma o de cristal. Se acabó la camaradería y la amistad con los vecinos; o “la conocencia”, como decía mi nona Justina. Hoy todo es impersonal y se trata a la gente con recelo, con desconfianza y hasta con intolerancia.

Y fue ahí donde por fin la acosadora logró su cometido con su “misteriosa aparición” en la forma de mujer hermosa. En ese momento, nuevamente “la musa me aporreó” con los recuerdos de las cosas desaparecidas y no pude rehuir el recuerdo de que, hablando de apariciones y desapariciones, cómo será que hasta “las apariciones” desaparecieron, pues los espantos y los aparecidos se acabaron. Aquellos diablos, brujas y duendes se esfumaron como por encanto. Desaparecieron como por arte de magia los pactos con el diablo, los pactos con los muertos para que “cantaran la zona” sobre dónde enterraron sus guacas repletas de morrocotas; las ánimas en pena y los muertos aparecidos a la media noche. Desaparecieron los hombres lobo, las mujeres serpiente, las gritonas, las lloronas, los patasolas y los descabezados.

Ahora sí ya no tenía escapatoria, había sido atrapado por la musa. Así que juntos (con la musa, no con la dama) nos escapamos por el camino de mi amigo Gustavo Gómez Ardila. Con ella acariciándome, disfruté de sus placeres, al recordar que a las 7 de la noche, después de la comida (nosotros al último “golpe” lo llamamos comida, no cena), como no existía el odioso aparatico, nos sentábamos en el andén a “ver” y oír “las películas” de espanto y miedo que contaban los nonos o las nonas con espeluznantes narraciones, sobre personajes venidos del más allá. La película la contaban con todos los detalles y pormenores, que conocían íntimamente y que nos ponían los pelos de punta, porque ellos mismos eran los protagonistas de encuentros,  combates,  pactos,  carreras y escondrijos con aquellos asustadores seres.

Qué susto tan hijuemíchica: el alma empezaba a salirse del cuerpo, los ojos se brotaban, la sangre empezaba a hervir en las venas, un sudor frio recorría nuestro cuerpo, las manos sudaban copiosamente en ese delicioso pero a la vez temeroso momento del inicio de otro viaje al desconocido más allá, cuando veíamos que el nono o la nona empezaba la tarea parsimoniosa de encender el respectivo tabaco “Villamizar”, por el que ya había el primer roce nervioso por quedarnos con el anillo de papel del empaque. Después de la primera bocanada de humo, para llamar la atención, empezaba con su cansada voz: “Recuerdo (otra bocanada) cuando aquí mismito, en San… me topé de manos a boca con…”, y el nombre del fatídico personaje desataba la ola de sustos y miedos. Era el “detente” de todos, que quedábamos petrificados y, como autómatas, con ojos desorbitados seguíamos el expectante relato de esa película que no ocurría allá en la pantalla sino aquí en la vida real.

Era un viaje a lo desconocido con esos diabólicos seres descabezados, mancos o cojos esqueletosos, gritonas o lloronas cuyo lamento se oía lejos cuando estaba cerca y en cambio, cuando estaban lejos, el lamento se percibía al oído. ¡Qué susto! Era un encuentro con mulas que echaban candela por las patas; caballos negros que parecían dragones; diablos con sus botas de fuego, ardiendo; espantos, sustos y miedos personificados y materializados como translúcidas almas en pena; fantasmagóricas calaveras; fosforescentes ataúdes; muertos conocidos que saludaban con la mano fría, entierros (guacas) que sacaban y luego desaparecían a la vista porque “tenían pacto” con el muerto. Y todo esto ocurriendo en sitios por donde nosotros transitábamos, que en ese momento se transformaban en oscuros y peligrosos caminos de borrascosas tempestades con ensordecedores truenos e iban acompañados con personajes reales que teníamos a nuestro lado, pues siempre estaban en el reparto: la tía, el tío, ño fulano, ña fulana, el padrino, la madrina, el compadre o la comadre. Pero lo más impresionante eran los espectaculares efectos especiales que cada uno le ponía a sus cuentos.

Eran bellas alucinaciones dignas de Edgar Allan Poe: el carro fantasma echando chispas por debajo; el desfile del entierro invisible; el gato negro de ojos maledicentes que se transforma en diablo, o en mujer o en pantera; el duende chiquito, rechoncho, cojo y gruñón que se llevaba a los muchachos malos a rastras y, para que los devolviera, sus familias tenían que hacer mucha bulla; el perro diabólico con dientes de piraña; el diablo grandulón de capa negra y sombrero grande, flotando por los aires; la bella dama volando que, cuando ríe, muestra su dentadura desmueletada y sus filosos colmillos; el diablo jugando con monedas de oro por los aires; la clásica bruja volando en la escoba, que se transforma en serpiente, pero que, cuando se reza el Credo de para atrás, se transforma en la persona que es o se convierte en gallinazo, pero cuando se le arrojan unos granos benditos de mostaza también se transforma en la persona que es, y para que lo deje en paz a uno hay que regalarle sal bendecida y con esto también se conoce a la bruja, pues al otro día, unos decían que, la primera mujer con la que uno se encuentre, esa es, o que ella misma iba a solicitar que le regalaran un poquito de sal.

Pero, además, como la película ocurría en un tiempo inmemorial que podía ser el del momento, los tenebrosos personajes podrían estar por ahí cerca, al acecho, de modo que con mucho sigilo para no levantar sospechas del temor que nos embargaba, echábamos furtivas miradas hacia las esquinas o hacia los lugares oscuros “esperando no ver” al diablo llamándonos, o a la bruja bailando, o a la dama desmueletada sonriendo, o al carro sin ruido desapareciendo, o, peor aún, al duendecillo carcajeándose en la rama de un árbol, amenazando con su dedo maléfico, indicando que uno de nosotros sería el secuestrado de esa noche. Para completar el cuadro, en la semioscuridad y el silencio de la noche cualquier ruido o movimiento parece sospechoso, de modo que los gatos maullando por los tejados eran motivo suficiente de preocupación y de miradas inquietantes y el pulso se aceleraba en ese momento porque algún gracioso, con lo peligrosa que estaba la vaina, gritaba con voz de ultratumba: “Aaaquí estaaamooos”, y todos nos carcajeábamos nerviosamente. En ese momento, otro gracioso se reía con la quejumbrosa risa que ahora los efectos especiales le ponen a los seres de ultratumba en las películas, para más risas y más miedos. Al rato, otro susto más por el revoleteo de algún pato jirirí o de una garza extraviada. Ahora era el mismo nono quien confirmaba la llegada de esos seres: “Ya están por ái, óiganlos”, decía, y el miedo se acentuaba por el graznido de un pato, que era aprovechado por el tío o la tía para reforzar al nono, preguntando en tono quedo: “Esa es la llorona, ¿la oyen?”. Y en ese momento alguien del grupo pegaba un grito o hacía sonar unas latas.

Qué susto tan hijuep… Más lueguito, el canto “a deshoras” de un gallo era el clímax de la película porque, según el nono, aquello era un mal presagio y sentenciaba que algo malo ocurriría aquella noche. Para colmo, todo aquello era el recuento de lo que ayer les había ocurrido a ellos, con el mensaje de que mañana nos podría ocurrir a nosotros. Con cuentos así, ¿quién podría irse a la cama a dormir tranquilo?

Unas veces “la película” era aquí y otras, allá, porque los nonos de nuestros vecinos de cuadra también hacían sus relatos. De modo que cuando por alguna razón algún nono no salía a presentar “su función” de esa noche, sus espectadores cogían para donde estuviera el nono más cercano “pasando” su película. Lo bueno era que no había lugar para el aburrimiento por ver la misma película dos, tres o diez veces (como sí ocurre ahora) porque cada película era distinta, pues cada nono contaba la suya con él de protagonista, director y editor, con sus propios personajes de reparto, con sus propias locaciones, con argumento y guión propios. Todo esto hacía más interesante el ambiente entre nosotros, pues era la rivalidad de saber cuál nono era el más arrecho por haber tenido más y mejores encuentros con los seres del más allá.

Porque no eran cuentos, eran realidades. Su mayor éxito y nuestra admiración y creencia en ellos estaba en que teníamos la certeza de que sus relatos eran propios y reales. Porque a los pocos libros que había sobre el tema, ellos no tenían acceso; los demás, aún no estaban escritos, y el cine aún no había llegado a Cúcuta. De modo que eran ellos quienes in-ventaban la ficción con sublime fantasía e imaginación convirtiéndola en realidad, a diferencia de lo que ahora ocurre, donde la espeluznante realidad parece ser una copia de una repugnante película de horror repetida N veces. Hoy, todo aquello es un recuerdo almacenado en libros y películas que fueron escritos y sacadas de los relatos de nuestros nonos, que ahora reposan al lado de aquellos otros libros y películas que sólo son copias de esta cruda realidad que nos ha tocado vivir.

Pero como tenían que variar el repertorio, también hacían relatos con personajes criollos que igualmente ellos creaban con su exuberante imaginación. Relatos que fueron recogidos, algunos de ellos, en una versión personal por Beto Rodríguez, en el diario La Opinión. Así aparecieron:

     - La dama del puente: una chica muy bella que se aparecía en el puente, antes de los dos cementerios que hay hoy en la vía a Los Patios, que pedía el aventón y, después de que se montaba en el carro, se convertía en un esqueleto.

     - El diablo del King Kong: que se aparecía en el “desnucadero” de ese nombre, que quedaba cerca de “Tarapacá” (por ahí en la avenida 13 con calle 16), como un parroquiano grandulón, negro, rigurosamente vestido también de negro, bigotón, luciendo sombrero alón, sacando chispas con sus botas, deslumbrando y agraciando a las chicas con monedas y objetos de oro que sacaba de la nada  y  luego desaparecían de la cartera de ellas, e invitando a los caballeros a unirse a su mesa.
(“Desnucadero” es el genérico cucuteño para “motel” o burdel. Parece que la versión original de este cuento data de los años 20 del siglo XX en el sitio donde actualmente está el convento de las monjas clarisas, que era originalmente el bar King Kong y que, según la leyenda, hubo de edificarse el convento para quitar la maldición y correr al diablo. Pero después “reapareció” en el Nuevo King Kong.)

     - La monja clarisa: una agraciada dama que se aparecía en las noches oscuras por la Columna de Padilla, caminado con un bebé en los brazos. Era la llorona criolla que había sido obligada a entrar al convento de las clarisas, que queda por esos lados, porque “se comió el avío antes del recreo” con su novio.

     - El muerto de El Casino: un personaje que se suicidó cuando quedó arruinado por las continuas pérdidas de juego en El Casino, que quedaba en la esquina de la avenida 7ª con calle 9ª, y que después de su muerte se aparecía penando, vestido de paisano, jugando a las cartas con los parroquianos.

     - El teniente de El Castillo: El Castillo es una casona de rara arquitectura medieval, que queda en la avenida 4ª con calle 6ª, cuyo dueño era un teniente del ejército que encontró a su “amada y fiel” esposa en gimnasia sexual con otro hombre y “sucedió lo que tenía que suceder”. En ese castillo nadie podía y aún nadie puede vivir porque…

     - La Casa Encantada: una casa que aún existe y queda en la avenida 5ª con calle 17, en la que nadie podía vivir porque los objetos adquirían vida propia. Así, los platos volaban, los cuadros se zafaban de sus soportes, los muebles bailaban, los objetos pequeños desaparecían.

     -La Casa Embrujada: una casa que aún existe y queda al inicio del camellón del cementerio, en la “Esquina Miraflores” (calle 11 con avenida 15). A diferencia de “La Casa Encantada”, los objetos volaban, pero eran arrojados con violencia contra las paredes y contra el piso. Además, un fuerte olor a excremento se sentía en la casa y aparecían por todos lados heces de humanos y animales.

     -El descabezado del puente de San Luis: un loquito del más allá que andaba con su cabeza debajo del brazo, o a veces pateándola como si fuera balón de fútbol, que se aparecía furtivo, saliendo de entre las sombras en ese sitio y que perseguía a transeúntes, ciclistas o vehículos.

     -El niño de la muralla: un niño que murió ahogado en alguno de los pozos del río Pamplonita y que después se aparecía corriendo en la muralla de contención (lo que llaman hoy El Malecón) con su piel translúcida y fosforescente, en el barrio San Rafael, por ahí al frente de lo que ahora es el DAS. El peligro eran sus ojos inyectados de fuego y a quien mirara…

Con la misma inventiva nos echaban cuentos locales del barrio: el duende cojo de la esquina tal; el carro fantasma de la cuadra tal; la niña, o mujer o anciana del callejón tal; el susto, o miedo o aparición frente al sitio tal. Y casi siempre este era el remate de la velada a las 9 ó 10 de la noche y a esa hora, con la semioscuridad reinante en las calles y el silencio nocturno, irse para la casa a dormir, era para mearse del susto.

Fue por esos tiempos (años 60) que llegó a Cúcuta la primera película de miedo y que curiosamente era la única que no había sido contada por nuestros nonos: Drácula.

Y claro, con todos esos cuentos de espanto y miedo, el fervor por lo desconocido era un culto y estos cuentos estuvieron de boca en boca, como los cuentos de caballería en tiempos de Cervantes, y por supuesto que, para ponerle más suspenso a la proyección de la película, ésta fue presentada a media noche.

También por esos años de sustos, miedos y apariciones se inició el nadaísmo, y el abogado, poeta y quien sería gobernador de Norte de Santander, Eduardo Cote Lamus, se trajo a Jota Mario Arbeláez a dar un recital poético. Como era obvio en este ambiente fantasmal que se vivía, la citación para el recital no podía ser en otro sitio que el Cementerio Central; y la hora, naturalmente fue la media noche.




Recopilado por : Gastón Bermúdez V.


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