martes, 24 de abril de 2012

162.- SUCEDIA EN EL 64 I

Gerardo Raynaud

ESCASEZ Y ESPECULACION…

Muchas cosas sucedieron durante 1964 en la ciudad de Cúcuta que merecen ser contadas, algunas de grata recordación y otras no tanto. Al comenzar el año la nota predominante fue la escasez y la especulación de los productos de primera necesidad, situación que el país en general venía arrastrando desde hacía ya varios años, consecuencia de las consecutivas recesiones que el mundo presentaba desde la terminación de la guerra mundial. Ya habíamos reseñado cómo la administración municipal del año 57 había combatido con éxito este fenómeno que volvía a presentarse reiteradamente, mediante la implementación de los mercados libres, algunos de los cuales incluso, subsistente hoy en día. A diferencia de lo sucedido en años anteriores, la escasez no solamente golpeaba los hogares de las familias sin distingo de estatus sino que hacía de las suyas en la industria regional.

A pesar de la vecindad con Venezuela, en épocas anteriores no era frecuente el abastecimiento de materias primas, como sucede en la actualidad, debido principalmente a los elevados costos que por entonces tenían esos productos. Se exceptuaban algunos, no sólo por la calidad sino por la disponibilidad y la facilidad de obtención, como era el caso de la harina con que se abastecían las panaderías y fábricas de pastas alimenticias. Baste comentar, además, la escasa industrialización de la ciudad cuya mayor actividad era y sigue siendo el comercio.

 Había por entonces, escasez y especulación asociada, de materias primas que golpeaban la industria de las gaseosas, pues la falta de azúcar industrial comenzaba por golpear las embotelladoras, sobre todo las más pequeñas que eran las que menos recursos disponían para abastecerse. En efecto, las embotelladoras KIST y Regional administradas por Antonio Bustamante y Alfonso Salas Rincón respectivamente tuvieron que paralizar sus operaciones durante algunos días del mes de enero, pues literalmente estuvieron sin un gramo de dulce material. Recordemos que estas fábricas estaban situadas, la primera en la esquina de la Diagonal Santander con avenida séptima, en el sitio hoy conocido como la redoma del Indio, frente a la Terminal de Transportes, antes Estación Cúcuta del ferrocarril ídem. La Regional, muy conocida por su “Kola” estaba ubicada en la avenida primera entre calles nueve y diez. La primera fue absorbida unos años más tarde por la empresa Hipinto de Bucaramanga y posteriormente por la organización Postobón. Por su parte, Regional tuvo una muerte lenta. Su propietario siempre se negó concertar con la competencia, que ya venía comprando las pequeñas empresas locales de casi todas las ciudades grandes del país, para establecer como al fin lo hicieron un gran “monopolio”. En vista de las constantes negativas, iniciaron una guerra sucia, que según cuentan, era la estrategia utilizada para convencer o sacar del mercado a quienes rechazaban las ofertas. Varias veces Alfonso Salas, un fogoso empresario, oficial retirado y cónsul de la Armada Nacional, tuvo que denunciar ante las autoridades las acciones destructivas contra sus bienes y activos como medio de presión para someterse a sus pretensiones.

 Como alternativa de solución, se propuso la importación de azúcar del Ingenio de Ureña, opción que fue descartada debido a los mayores costos que implicaba la operación. Finalmente, unos diez días más tarde, se dio solución provisional al problema, con el envío de un cargamento desde los ingenios del Valle del Cauca, para todas las empresas embotelladoras. Posteriormente, los despachos se fueron normalizando, aunque con algunos altibajos, que no volvieron a presentar interrupción en la producción.

Para la población, los problemas eran similares. El gobierno había creado años atrás el Instituto Nacional de Abastecimiento “INA” como parte de la solución a los problemas de suministro, tanto en la distribución como en la adquisición de la producción nacional agrícola, especialmente, como medida de normalización que garantizara el abasto constante y permanente de los alimentos básicos a los habitantes del país. La alcaldía, entonces, en asocio con el INA propuso un plan de cooperativas de consumo en los barrios de “escasa capacidad económica”, que era la denominación que se utilizaba en ese momento para señalar la población más vulnerable. El mayor problema identificado para la implementación del programa era la falta de cultura y de conocimiento del tema cooperativo, por lo cual el municipio proyectó dictar cursos de capacitación sobre la materia, tanto para los habitantes como para los empleados municipales de manera que pudieran desarrollar su labor y promovieran los sistemas comunales, escasos en esa época. Sólo habían cinco cooperativas de consumo que eran Barco, Bavaria, Avianca, Municipal y Utranorte. Quiero agregar al respecto que la legislación cooperativa de entonces, sólo permitía la venta de los productos ofrecidos por las cooperativas a sus afiliados; no era permitido la venta al público, situación que fue corregida unos años más tarde cuando las nuevas normativas abrieron las puertas de las cooperativas para todos los consumidores.

 La capacitación estuvo a cargo del especialista en organización cooperativa Alberto Montoya y el acompañamiento del gerente del INA, Manuel Narváez Obregón y como resultado se acordó establecer, en asocio con las Juntas de Acción Comunal de los barrios de obreros y empleados, las tiendas comunales que surtirían, a precios oficiales, los productos básicos necesarios para los hogares de los más desamparados. Mientras esto ocurría, el INA puso a la venta la libra de café molido, en sus instalaciones del barrio Atalaya, a $1.80 muy por debajo del precio de las tostadoras, que días más tarde, el gobierno les autorizó un alza a $2.80.

 INCENDIO A LA HORA DEL DIA…

Amanecía enero del 64 y la ciudad sentía el terrible flagelo de la escasez, la especulación y el desabastecimiento, producto, como lo dijimos, de las continuas y sucesivas recesiones que se presentaban en el mundo, consecuencia de la terminación de la guerra mundial y del reacomodo de la economía, luego de la reconstrucción de los patrimonios nacionales de los países devastados por el conflicto. El alcalde Carlos Guillén  buscaba por todos los medios combatir el problema del acaparamiento imponiendo medidas coercitivas en contra de los comerciantes que pillaban en tan execrable acto de lesa comunidad. 

La secretaría de gobierno, encargada de velar por los intereses ciudadanos, en cabeza de la doctora Cecilia García Bautista y luego de un amplio recorrido por el comercio de víveres, notificó y multó 80 establecimientos en cuantías que oscilaron entre los $5 y los $30, cifras significativas para la época y que contribuían a reducir el apetito voraz de los especuladores de los productos de primera necesidad como la carne, el aceite, el azúcar y la leche. Nuestra condición de frontera se veía castigada aún más, puesto que dichos productos eran apetecidos por los vecinos y vendidos con mayores ganancias, lo que complicaba la situación. 

A pesar de estas circunstancias, no se percibía inseguridad personal para los habitantes, pero sí se presentaban fenómenos que eran frecuentes y comunes, que llaman la atención por lo recurrente de su aparición. Eran los incendios de comercios y empresas. Ya en años anteriores, específicamente en la década de los años cincuenta, las compañías aseguradoras nacionales se habían negado a prestar sus servicios debido a los grandes riesgos que conllevaban los bienes en ciudades donde no se ofrecía la protección del Estado a través de la cooperación de los cuerpos de bomberos, bien fueran éstos oficiales o voluntarios. Los grandes incendios como el del edificio La Estrella en el año 57, reseñado anteriormente, fueron pioneros para que se auspiciaran y consolidaran en la ciudad, organismos de prevención y combate de incendios circunstancia que animó a estas compañías de seguros a brindar sus pólizas sin mayores reservas. Este hecho, sin embargo, no generó mayor seguridad, sino por el contrario, pareciera que avivó el entusiasmo por estos ejercicios pirotécnicos. Dicen quienes conocieron de los más famosos casos de conflagraciones, que habían expertos en el tema y que cuando los negocios comenzaban a flaquear económicamente, era fácil que se presentaran “turcocircuitos” o aparecieran “candelarios” que remediaban el percance por el lado más cómodo.

Así pues, en la primera mitad del mes de enero se presentaron tres grandes incendios que consumieron cinco prestigiosos negocios, todos, al parecer, con intervención de manos criminales, al decir de las autoridades quienes luego de un breve cotejo de las cenizas y ante las contundentes evidencias concluían malévolas intenciones pero siempre sin dar con los responsables.

 El primero y más importante de estos hechos se presentó el viernes 3 de enero en el puro frente del Parque Santander, en el sector donde hoy están construidos los edificios Agrobancario y Seade. Los señores Rafael Yanett, Francisco Fortuna y Ramón Moreno eran tres prósperos comerciantes, los dos primeros con almacenes de confecciones y vestuario en general y el tercero dueño del Restaurante Roma, uno de los más apetecidos y frecuentados sitios gastronómicos de la ciudad. A las 2:50 de la mañana una llamada anónima alertó a los bomberos, que por entonces tenían su cuartel en la calle séptima entre quinta y sexta, en la zona del mercado de La Sexta.  Por lo rústico de las construcciones y la composición de sus materiales, las edificaciones fueron rápidamente consumidas, sin que se pudiera evitar la total pérdida de los bienes, afortunadamente sin consecuencias humanas qué lamentar.  Los investigadores, tanto de los bomberos como de las compañías de seguros, concluyeron que fue un acto criminal, toda vez que a la entrada de uno de los locales, hallaron un galón de gasolina quemado íntegramente junto a una piedra impregnada de brea. Los culpables no fueron identificados y la compañía de seguros canceló finalmente el valor asegurado.

 Quince días más tarde, el sábado 18 de enero, ardía la Farmacia San Luis, ubicada en la esquina de la avenida tercera con calle 8 frente al parque Nacional. Su propietaria Nelly Bastos y el administrador Hernán Arenas fueron alertados en las horas de la madrugada que el fuego se había apoderado del lugar y que los bomberos hacían su mejor esfuerzo por apagar las llamas, las que finalmente lo consumieron en su totalidad .  Tal como sucedió con el caso anterior, testigos del hecho confirmaron a los peritos, que escucharon una fuerte detonación a la cual siguió el incendio. Esta droguería era la única en los alrededores y de las pocas que ofrecían el servicio en los barrios de la zona norte del centro de la ciudad, generando descontento entre los habitantes de los barrios afectados, especialmente los del barrio Latino, quienes más la frecuentaban. Afortunadamente, su propietaria había asegurado, tanto la edificación, los muebles y la mercancía en la Compañía Suramericana de Seguros S.A. la cual le respondió, luego de surtir los trámites de ley con la suma de $150.000, su valor asegurado.

 El último que reseñaré sucedió tres días antes, en la muy conocida esquina de la calle diez con avenida trece, siendo la Bomba La Flota, la estación de servicio de las más tradicionales de la ciudad. Centro de encuentro de choferes y conductores de vehículos de servicio público; taxistas, camioneros, buseteros y sus respectivos ayudantes, allí se reunían a intercambiar las vivencias de la jornada, generalmente en torno a unas polas. Parece que la concentración de gases de la gasolina en complicidad con alguna chispa de las que se producen con la estática, encendieron los surtidores y expandieron el incendio a las demás instalaciones. No se presentaron desgracias qué lamentar pero en la evaluación de las pérdidas éstas arrojaron una suma cercana a los treinta mil pesos que afectaron seriamente el patrimonio de don José María Ibarra, su propietario, quien tuvo que asumirla íntegramente pues esta actividad no es susceptible de aseguramiento, al decir de las empresas del ramo.



Recopilado por : Gastón Bermúdez V.



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