lunes, 11 de junio de 2012

186.- CUCUTA CAMBIA




Cicerón Florez Moya

En sus 257 años de historia (1990), HOY DIA ESTÁ CUMPLIENDO 278 AÑOS, Cúcuta no ha cambiado de nombre, pero varias veces ha mudado de piel.

La ciudad nació de la buena disposición de una mujer, como solar de asentamiento y de trabajo. Se buscaba con este nuevo espacio, definir un lugar estable para vecinos urgidos de un entorno más propicio a sus sueños y sus vivencias cotidianas; a sus labranzas y a su culto.

Bastaron pocos años, a partir de la donación de las estancias por doña Juana Rangel de Cuéllar, para desarrollar un conglomerado de gentes emprendedoras, con orientación del mundo que estaba más allá, el cual se podía percibir y hasta alcanzar.

La vecindad de Venezuela abría caminos y a través de estos fue posible, en distintas etapas, acelerar el crecimiento de la nueva comunidad, ponerle un ritmo más positivo a las actividades comerciales, darle paso a codiciosos barones de la conquista y la dominación colonial, y también meter los vientos de la lucha libertadora, con la participación directa de Bolívar y de Santander.

Cúcuta ha sido así. Una ciudad, en todo tiempo, de puertas abiertas. Escenario de estrategias para luchas decisivas y de transacciones comerciales. Plataforma de audaces lanzamientos empresariales y ámbito de regocijos personales. Un puerto seco, receptor del más intenso movimiento fronterizo, capaz de acoger en un solo día un a tráfico de cinco mil vehículos y albergar una población flotante masiva, proveniente de todos los puntos y motivada por las más variadas ilusiones.

Ciento cuarenta y dos años después de su fundación, cuando la ciudad alcanzaba un desarrollo con identidad propia, Cúcuta recibió el golpe más desolador: un terremoto  abrió la tierra, derribó las viviendas y los edificios públicos, destruyó los bienes de sus habitantes y un buen número de estos pasó a la lista de los muertos y los desaparecidos. Pero, además, dejó sumida en la incertidumbre y la desesperanza a la comunidad sobreviviente. A partir de esa caída de aniquilamiento tuvo que comenzar su nueva etapa, resurgiendo de los escombros, como el ave fénix de las cenizas.

Después del terremoto, en cierta forma, se necesitó reinventar buena parte de la ciudad. Fue entonces cuando se trazaron las calles anchas y se construyeron las casas con previsiones antisísmicas, disponiendo de amplios espacios y utilizando materiales de la región, considerados como apropiados contra los posibles nuevos riesgos.

Esta también fue la ciudad que padeció un sitio asfixiante en los primeros años de este siglo, como parte de la guerra que libraban en el país liberales y conservadores. Y antes, con distancia de poco menos de una centuria, en 1813, había sido escenario de una de las batallas de la campaña libertadora, con el protagonismo del propio Simón Bolívar, para después, en 1821, convertirse en capital de la Gran Colombia, como sede que fue del congreso constituyente, enaltecido por una plana de próceres todavía olorosos a combates.

Ha sido, sin duda, Cúcuta una ciudad de piel variable, entre su fundación y estos nuevos tiempos, pasando por la campaña libertadora, el terremoto, el sitio y las otras etapas de su desarrollo.

Canicular siempre, con los aires de su río Pamplonita, ahora aparentemente en extinción, su destino se cambia por ciclos. Así, tuvo el del petróleo, tras el descubrimiento de los yacimientos en el Catatumbo por las expediciones del general Virgilio Barco. Con su explotación llegaron para una parte de la población, tiempos de bonanza y de regocijo, y un nuevo modo de vivir, el cual dejó huellas aún visibles en el entorno urbano y en los recuerdos personales.

Además, aquí surgieron el ferrocarril, los textiles, la cerveza, otras industrias y un surtido comercio de importación a través del puerto venezolano de Maracaibo. Fueron años dorados, los cuales algunos evocan con nostalgia.

Otro ciclo resonante fue el de la explosión comercial de hace pocos años, estimulado por el desbordamiento de la moneda venezolana sobre un mercado de variadas ofertas nacionales con creciente demanda de parte de una clientela hecha para el consumo. La riqueza alcanzó un alto nivel en cabeza de colombianos de todas las procedencias, atraídas por la versión de un dorado que parecía ser inagotable.

Cúcuta fue en esa misma época una ciudad de abundancia económica. Creció en construcciones residenciales, en infraestructura hotelera, en su parque automotor, con vehículos último modelo comprados en Venezuela a precios muy inferiores a los de Colombia; subió de puntos la vida nocturna, con establecimientos de todo orden y clientela fija; la programación de espectáculos anduvo a la par con otras capitales importantes y en los escenarios actuaron artistas como Raphael, Rolando Lasserie, Leonardo Favio, Leonor González, Leo Marini, Mirla Castellanos y otros de la lista de las estrellas en ese momento; las excursiones al exterior eran copadas sin mucha promoción y, en general, las condiciones de vida fueron holgadas para buena parte de la población. Era una especie de rumba del bolívar venezolano.

A eso siguió, a partir de 1983, la gran depresión. La ciudad de la bonanza se sumió en la desolación y la pobreza, con lamentos que podían hasta partir el alma más desprevenida.

Pero fue necesario también sobreponerse a ese desastre económico, considerado como otro terremoto, con epicentro en las medidas monetarias asumidas por Venezuela en esa época, para hacerle frente a la erosión que ya se advertía en su terreno financiero.

Y la ciudad sigue allí, viviente, activa, con las mismas brisas del Pamplonita izadas entre los árboles, muchos árboles, que sirven de techo a la canícula, o replegadas de un modo indiferente ante el calor arrebatado hasta de 40 grados a la sombra en los veranos absolutos.

Además de cambiar de piel cíclicamente, Cúcuta crece. Le caen invasiones irregulares, para formar núcleos deprimidos o marginados, con gentes que se han venido de todas partes de Colombia, atraídos unos por Venezuela y otros por la posibilidad de encontrar su espacio aquí mismo. El contraste se forma con la otra cara de la ciudad, organizada, diseñada previamente, hecha de barrios o urbanizaciones residenciales para estratos a partir de una clase media aún capaz de subsistir.

Entre los 600 mil habitantes que viven (1990), gozan, padecen y agonizan en Cúcuta, los hay de todos los rangos: comerciantes, industriales, obreros, ejecutivos, empleados, estudiantes, profesionales. Y un alto número de trabajadores informales, repartidos entre las ventas ambulantes y las estacionarias y el tráfico de productos traídos de Venezuela para comercializarlos en las calles de la ciudad, siendo la gasolina uno de los más rentables, expendida en las vías públicas o en casas de diferentes barrios. Un producto caliente con compradores garantizados debido a la diferencia  de precio con el combustible colombiano.

El malecón es una de las obras de Cúcuta mejor concebidas. Un espacio público utilizado por toda la comunidad, extendido a lo largo de una avenida principal y sobre la línea del río Pamplonita. Cuenta con escaños de descanso, áreas peatonales e infraestructura para juegos infantiles y recreación general. También para el comercio gastronómico. Dispone de zonas verdes y un teatro al aire libre. Es el punto de concurrencia de los cucuteños. Cada cual con su particular motivación. Fue iniciado por Margarita Silva Colmenares, hoy (1990) alcaldesa de la ciudad, durante su gestión como gobernadora en 1984.

Cúcuta es una ciudad abierta a la cultura. El teatro, la música, el cine selectivo, la tertulia literaria, la danza y las artes visuales tienen espacio y cuentan con público. Treinta años atrás comenzó uno de los movimientos más fértiles en ese campo. Lo dirigía Eduardo Cote Lamus, cuya memoria sigue rondando estas tierras, igual que Jorge Gaitán Durán, el otro poeta de muerte accidentada y trágica.

Dos universidades, en constante emulación por sobresalir, le aportan a la región una nueva proyección en la formación académica. Pero requieren un mayor impulso. Son, de todas maneras, necesarias.

Y, además de todo eso, la ciudad se distensiona y se divierte en su transcurrir cotidiano con múltiples recursos salidos de su propia existencia. Los deportes, la vida nocturna, el turismo interno, las ferias -la industrial y la del calzado, principalmente- animan a su población, la cual encuentra en esta zona de frontera suficientes motivos para ser como es.




Recopilado por : Gastón Bermúdez V.



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