Rafael Canal Sorzano
Nosotros los Canal Sorzano éramos una gran familia. Sí, éramos una gran familia compuesta por nuestros padres, doce hijos, seis hombres y seis mujeres y, casi permanentemente, uno o dos tíos y cuatro, cinco o siete primos.
Para alojar a tanta gente con alguna comodidad, mi padre construyó una casa en la esquina de la avenida Cuarta con calle Trece y compró la casa vecina.
Instaló su matrimonio en una pieza que quedaba en medio de las dos y en la nueva esquina, con pisos de mosaico italiano, equipos sanitarios comprados en un viaje que hizo a Nueva York, ventanas con celosías y visillos, gran comedor con mesa y sillas talladas en caoba, vajilla marcada al fuego, cubiertos de plata, gran sala con muebles importados de Viena y piano de cola, dispuso que se instalaran las mujeres. En la otra, con pisos de ladrillo cuartón, letrinas de hoyo y baños con balde, nos alojó a los hombres.
Las cosas marchaban a las mil maravillas porque aquella separación de sexos tenía grandes ventajas.
La casa de las mujeres era al mismo tiempo la zona social en donde quedaban el comedor, la sala y amplios corredores con sus juegos de recibo, donde se organizaban las tertulias y los juegos de ajedrez, damas y naipes. En la otra, cada uno de los varones tenía una pieza particular con dotación completa y agradable privacidad, pero nos reuníamos con frecuencia a tertuliar y, como era apenas lógico, a contar los últimos chistes subidos de color. También en el sitio destinado al comedor instalamos un gimnasio que a la postre dio frutos y recompensas.
En estas estábamos cuando llegó a la casa una delegación de primos, dos hombres y dos mujeres. Las niñas fueron alojadas en la casa de las damas y los dos caballeros en la nuestra. Ellas eran preciosas y de una simpatía desbordante.
Hijas de una tía, habían nacido y vivido en Ocaña, tierra de las mujeres más encantadoras y dulces de Colombia. Pero con ellas no va esta historia verdadera, sino con los dos primos. Estos caballeros eran un par de tipos especiales. Uno de ellos, hermano de las primas ocañeras, alto, delgado, de cabello castaño rizado, nariz recta, labios fi nos, dientes blancos, hombros anchos, cintura delgada y una musculatura imprevisible debajo de su siempre inmaculada camisa.
Este muchacho tendría por aquel entonces unos veinte años y vino de Ocaña aburrido de la politiquería provinciana y del dominio de los gamonales de turno. Tenía la simpatía desbordante de los ocañeros cultos y fuera de eso la vitalidad que le ponía cumbrera al cúmulo de sus afortunadas cualidades, rodeando su figura y su personalidad de cierto hálito carismático que ataría la atención de todo el mundo, especialmente de las damas de todas las edades, que al verlo no podrían menos de quedar suspendidas en el aire.
Otro primo arribó a mi casa paterna casi al mismo tiempo que el dúo de ocañeros. Este era un muchacho bumangués que en aquel momento venía nada menos que de Nueva York, donde fue a parar a consecuencia de una aventurilla con una chica de Alto del Llano, en Bucaramanga, de aquellas aventuras que cobraban y cobran mis paisanos con el sagrado y eterno vínculo del matrimonio o con cinco balazos. Así de simple era la cosa. Hoy también lo hacen pero se han vuelto más generosos.
Pues bien, este segundo primo merece capítulo aparte. Era indudablemente un bello ejemplar humano. Tendría 22 años y un metro con ochenta y cinco de estatura, con peso de ochenta kilos. Su rostro era el de un Apolo griego y su piel fina y muy blanca ocultaba una musculatura de acero. La gente que conoció a este ejemplar humano en Bucaramanga, en Cúcuta y en Bogotá, donde vivió la mayor parte de su vida, están de acuerdo conmigo en que es muy difícil encontrar un tipo más varonil y más hermoso que Gabriel Barco Sorzano.
Este muchacho nos amenizaba las tertulias hogareñas contándonos las mil aventuras que había tenido en Broadway, donde había realizado toda clase de oficios para desvararse, desde lavar platos en restaurantes y cargar maletas en hoteles de categoría, hasta servir de sparring a Jack Dempse y bailar tango en un teatro famoso con la artista de moda Pola Negri.
Este par de primos llenaron un par de años de mi vida con alegría, simpatía y aventuras sin fin. Con ellos, mi familia y yo pasamos horas inolvidables, y con mis hermanos mayores ligamos aventurillas como la que tuvimos en una ocasión en El Casino.
Mis padres, hermanas y primas viajaron a Pamplona a casa de unos parientes, con el objeto de visitar a mis hermanas menores que estudiaban internas en un colegio de monjitas. Los tres hermanos mayores y los primos quedamos en Cúcuta por falta de cupo en los carros y, desde luego, con gran beneplácito para nosotros, dueños y señores del patio.
Inmediatamente nos dimos a la tarea de planear dónde y cómo sería la celebración. El primo ocañero había incursionado por el casino y se había informado que esa noche, fuera de todos los atractivos normales, había gran baile con la mejor orquesta de Cúcuta, dirigida por el maestro Fausto Pérez y con la asistencia de bellas muchachas que habían llegado de Maracaibo, Lagunillas y San Cristóbal, fuera de las muy lindas que había reclutado Félix en San Antonio y Ureña, “el Clavel Rojo” y la casa de “La Mona”.
Quién dijo miedo. A las diez de la noche salimos de la casa los tres hermanos y los dos primos, muy acicalados y muy perfumados para la fiesta de El Casino.
Cuando llegamos el mismo Félix salió a recibirnos y amablemente nos condujo a una mesa estratégicamente situada en un rincón del salón pero al lado de la pista de baile y discretamente nos hizo saber que muy pronto regresaría a atendernos personalmente. Todavía era muy temprano y había poca concurrencia, pero cinco minutos más tarde las mesas estaban llenas y los músicos Rafuchas, Ruperto, Corzo y otros cinco o seis más, con Fausto a la cabeza, acomodaban atriles y partituras y afinaban instrumentos.
Un coime nos trajo botellas de Brandy Tres Estrellas y Whisky, vasos y soda.
En este momento se hizo presente de nuevo Félix, seguido de un grupo de niñas que se acercaron a nuestra mesa y nos fueron presentadas, con gran sorpresa para nosotros, pues se trataba de un grupo de lindas muchachas, muy bien arregladitas, con bellos peinados, muy bien vestidas con trajes largos de fina seda italiana y corte exquisito.
Cuando terminamos las presentaciones nos sentamos nuevamente a la mesa, procurando cada cual acomodarse a su gusto y conveniencia, cuando inició la tocata la orquesta, nada menos que con el Vals del Emperador, de Strauss. Así eran las cosas en Cúcuta y en El Casino a principios de los años treinta.
Luego la orquesta acometió un pasodoble y todos los componentes del grupo sacamos pareja y nos lanzamos raudos a bailar. A mí me tocó una muchacha alta y delgada de pelo negro y ojos claros. A la primera vuelta ya sabía yo que había estado de suerte y que nos sincronizamos perfectamente; además mi pareja resultó amable y encantadora.
La fiesta se desarrollaba con alegría desbordante y Félix repartió en todas las mesas serpentinas y confetis.
Más o menos a las dos de la mañana, cuando la fiesta estaba en el clímax de la alegría, entró al salón un hombrote mal encarado y jetón, seguido de cinco tipejos más, de su misma calaña, se acercó a la pareja formada por mi primo el bumangués, y una muchacha pizpireta de lindo cuerpo, un poquito llenita, tenía una papadita incipiente que le hacía gracia, y con maneras bruscas y expresiones groseras separó a la pareja e intentó echar mano a la muchacha para continuar el baile con ella.
Nunca imaginó aquel patán el lío en que se acababa de meter. Mi primo el bailarín pareció sorprenderse al principio, pero con calma, seguridad y firmeza, agarró al hombrote por el brazo, le hico dar media vuelta y le estalló una formidable trompada en el ojo izquierdo. Aquél gigante empezó a recular agitando los brazos hasta que cayó encima de una mesa donde había otro grupo tan numeroso y animoso como el nuestro. Inmediatamente intervinieron los compañeros del jayán, todos los componentes de nuestro grupo, los de la mesa a donde fue a caer el patán: algunos tomaron nuestro partido y otros se sumaron al contrario.
Así, la gresca fue tomando volumen hasta que se convirtió en la pelea más generalizada y fenomenal que recuerdo haber visto en mi vida. En estas estábamos cuando Félix se plantó en la mitad del salón y sacando un tremendo revólver calibre 45 disparó tres tiros al aire y gritó:
“Se acabó la pelea y el que tenga ganas de seguirla tendrá que matarse conmigo”.
Luego de unos segundos en que se hizo un profundo silencio volvió a hablar para proponer:
“Sigamos la fi esta que está muy buena pero con orden y cultura”.
Mi primo el ocañero contestó:
“Yo creo que todos estamos de acuerdo, siempre que se salgan los patanes que nos agredieron”. Todo el mundo apoyó la idea y estivo de acuerdo prorrumpiendo en aplausos y gritos de alegría. A la vista de Gregorio, armado de un impresionante garrote y de dos agentes de la autoridad que se hicieron presentes en el salón, los tipos aquellos se salieron y sacaron al gigante noqueado. Félix, a quien le gustaban las vainas en grande propuso:
“Cerremos las puertas, entre todos nos repartimos los daños y los gastos y hagamos de esta fiesta la más agradable de nuestras vidas”.
Como todos estábamos deseando seguirla, su propuesta fue recibida con inmensa alegría y general aprobación. Todos los asistentes colaboramos en ordenar el salón y fue así como a los pocos minutos se reanudó el reparto de trago y la orquesta reinició la tocata con las Brisas del Pamplonita, himno popular de los nortesantandereanos.
Todos los que teníamos pareja salimos a bailar y la fiesta se reanudó con mayor entusiasmo del que tenía cuando el incidente del moreno jetón.
Habríamos bailado tres piezas, cuando Félix paró la orquesta y propuso un concurso de baile por parejas. Cada pareja escogía su pieza y se le daba un minuto para exhibir sus habilidades. Mi primo el ocañero arrancó con “Alma Llanera”, el bumangués le siguió con el tango “La Cumparsita”, uno de mis hermanos con un Charleston y yo me defendí con un Blues de moda, en el que la flaca lo hizo de perlas.
A todas estas los empleados del Casino, dirigidos por Félix y Gregorio, tenían al amanecer las cuentas en orden, los nombres de todos los señores que habíamos tomado parte en la fiesta, el monto de la cuenta incluyendo daños, trago, gaseosas, serpentinas, orquesta y, desde luego, una generosa suma para imprevistos. La prorrata entre los señores ascendió a la respetable suma de $ 185 per cápita, como quien dice a unos $ 18.500 de hoy. Algunos de los asistentes pagaron la cuenta de contado, otros firmamos un vale y casi todos salimos trancándonos con la pareja.
La flaca y yo nos metimos en un carro de plaza, como llamamos en Cúcuta a los taxis y nos fuimos para su casita que quedaba cerca de la Loma de Bolívar, donde vivía con su mamá, una señora bien parecida de Salazar de las Palmas.
La señora nos sirvió un buen desayuno y nos fuimos a la cama. La flaca me resultó una condenada insaciable y en menos tiempo del que se tarda un peluquero en pelar un loco, me tenía con la lengua afuera.
Por fin resolví ponerle cabeza al asunto y para mi fortuna recordé la fórmula secreta que me había vendido una gitana para las niñas muy exigentes, que también servía para levantarle el ánimo a las muy frías. Me tomé las cosas con calma, pegué una dormida de por lo menos cuatro horas, nos levantamos, almorzamos, nos tomamos un brandy con dos huevos crudos como bajativo y, cuando todo estuvo dispuesto, agarré a la flaca y puse en ejecución el secreto de la gitana.
Para qué decir, ni contar. Aquello resultó a las mil maravillas, hasta que nos separamos y la flaca se quedó en la cama, medio desmayada y jadeante. Yo aproveché para vestirme y regresar a casa rápidamente, antes de que regresaran mis padres y las personas que habían ido a Pamplona.
Tres días después se me acercó un muchachito que me preguntó: “¿Usted es don Rafael Canal?. Sí, le contesté.
Entonces me entregó un papelito doblado en triángulo y deliciosamente perfumado que decía: Rafael Canal a Hilda, debe: por dos desayunos, $20, por dos almuerzos con pollo, $ 30, por dos brandis dobles con dos huevos, $ 20, por una quedada con tres estadas, $ 40. Total: $ 110.
PD: Vuelva. Hilda.
Recopilado por : Gastón Bermúdez V.
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