lunes, 19 de noviembre de 2012

287.- DEL ATENEO A LA TORRE DEL RELOJ


Isaías Romero Pacheco

Ensayo de la Orquesta Sinfónica de Cúcuta

 
Ya era medio día. Carlos se negó a comerse un pastel conmigo porque debía almorzar cumplidamente y mientras pensaba en las fotos me comí otro pastel de garbanzo esta vez frente al periódico La Opinión. Un chicle espantaría el tufillo del ají y entré a hablar con Cicerón Flórez en la redacción del periódico. En otras oportunidades había despejado mis dudas sobre temas culturales y en la búsqueda del piano tropecé con varias cosas que le involucraban. Antes de la Escuela y el Instituto existía ya el Ateneo, pieza fundamental del desarrollo cultural de Cúcuta a finales de los años 50, del que hacía parte, entre otras figuras, Jorge Gaitán Durán y que no era otra cosa más sino una agrupación de amigos interesados en darle a una ciudad inmersa en el comercio una respiración artística. Esas cofradías ambulantes que tenían por oficina cualquier esquina de calles recién pavimentadas, no sólo fortalecieron los cimientos del Instituto, sino que además, sus reuniones, sólo podría equipararse con las de La Cueva, en Barranquilla.
“Cicerón era el Ateneo”

El epicentro del Ateneo: Cicerón Flórez Moya, un chocoano nacido en Pascual de Andagoya que había desembarcado en Cúcuta sin mayores ilusiones y quien terminaría en convertirse en el pilar del periodismo en Norte de Santander.

Todos coinciden en su vital papel para la estructura cultural de una época cargada de transiciones. Sus amigos y amigas dentro de los que figurarían personajes tan importantes como Eduardo Cote, Jorge Gaitán, Beatriz Daza, Eduardo Ramírez Villamizar, David Bonells o Miguel Méndez Camacho, junto a varios talentos locales coinciden en la afirmación: “Cicerón era el Ateneo”.

Todos encontraron en el Instituto un centro más de operaciones posteriores y una valiosa oportunidad para enviar a niños y jóvenes a formarse en música, cerámica y teatro. “El ateneo alimentaba la Casa de la Cultura” recuerda Cicerón: “Eduardo Cote Lamus era el Secretario de Educación, artífice de que la Casa de la Cultura funcionara y factor importante en el desarrollo cultural de esta región en aquella época”.

“Nosotros creamos el Ateneo del Norte, ahí eran párvulos Miguel Méndez Camacho, David Bonells, Luis Paz, Nohema Pinedo: eso duró unos 10 años, y fue lo que le dio vida al Instituto de Cultura en sus inicios. Todo el Nadaísmo estuvo en Cúcuta”. Confiesa Cicerón que tecleteaba estas vivencias en sus columnas y corresponsalías en un periódico nacional.

Las tertulias del Nadaísmo de las que hablaba Cicerón fueron famosas y agregaron su cuota. Contemplaban la posibilidad de reconocer en una ciudad conservadora una oportunidad de apertura y tolerancia que sería imposible hoy. Queda la famosa foto de los nadaístas en Cúcuta.

“Los salones de arte eran importantes, muy notables (…) la ciudad era mucho mas activa culturalmente de lo que es ahora, los cineclubes eran llenos, mucha gente en las exposiciones, en las representaciones de teatro, siempre ahí: en la Escuela de Música, en el Ateneo o en la Torre del Reloj”, recuerda Cicerón.
 
La torre del reloj
 
La Torre del Reloj está muy cerca de la Escuela de Música y se podía ir caminando. Hoy aunque posible parece como si ambos edificios se hubiesen alejado. La Torre era otro edificio que respondía al afán de crecer culturalmente como ciudad. Vendida para ser sede de la empresa municipal de energía, alumbraría hasta hace muy poco la cultura regional. Inaugurada por el presidente Carlos Lleras Restrepo en 1962 descargaba mensualmente enormes rollos de lienzo, galones de pintura, pinceles y caballetes para todos los que quisieran aprender allí. Había espacio también para el teatro, la danza, la cerámica y la música. Cúcuta participó de cerca con una explosión cultural que influyó en la vida de sus habitantes como nunca.

Los salones de artistas plásticos rápidamente alcanzaron renombre. Y no era para menos: el primer salón de artistas se lo ganó el maestro Enrique Grau, el segundo Héctor Rojas Erazo y sus mojarras, el del tercer año la ceramista Lucy Tejada. Las obras hacían parte de una pinacoteca que poseía la Gobernación y que fue devorada por las llamas del incendio de 1989 que consumió la cúpula chata. Sobrevive El Vigilante Secreto del maestro Negret peleando nuevamente con las aseadoras para que no le pasen varsol.
 
Público para todo
 
También había público para todos los eventos. A mediados del siglo XX en la segunda bonanza del petróleo semanalmente se arrojaban en la ciudad vagones de trenes atestados de obreros que con quincena en mano venían ávidos de entretenimiento introducidos en El Catatumbo por la Colombian Petroleum Company.

Ya estaban instaladas en la ciudad las colonias europeas que darían vida a la educación con sus Instituciones de tradición milenaria y sólo faltaba una pieza que abriera la posibilidad de brotar como un faro cultural. Adicionalmente el Bolívar pasaba por una de sus mejores épocas.

Para los años 60 cualquier cucuteño tendría que escoger dentro de una nómina de actividades y eventos de carácter artístico y cultural que nunca más se ha vuelto a repetir. Y todos lo saben. Los artistas lo saben. Los políticos lo saben. Los periodistas lo saben. Los que vivieron esa época lo saben y sin embargo todos callan como entre el silencio de las corcheas que jamás volvió a emitir el viejo piano de cola.

En 1985 cuando ya agoniza el Instituto, como en el poema de Montejo, al final de ese siglo, sólo quedó un grupo rezagado contemplando los árboles y con él la esperanza de una continuidad que dio frutos mientras maduraba, en un proceso vertiginoso que había empezado muy bien.
 
La cultura traqueta
 
El piano desapareció finalmente. Nadie me ha dado razón hasta ahora. Supe que había amenizado fiestas en grandes salones, que alternó con María Helenita Olivares y Rafael Puyana. Estos conciertos eran coordinados con Bogotá y no era raro que de Cúcuta salieran para una temporada exitosa en el Colón. Hoy sólo Silvestre Dagond logra esa paridad.

Diferente a la época actual, el comercio cucuteño patrocinó incluso a la revista Mito, una de las publicaciones más importantes de la literatura hispana, y junto a ellos otros aportes de ciudadanos no tan mudos como los actuales. Personajes como los alcaldes Miguel García – Herreros y Luis Raúl Rodríguez, Julio Moré Polanía, Ligia de Lara, Hernando Ruan Guerrero, Rosalba Salcedo, José Abrahim y tantos otros que se nos quedan en el tintero. Testigos de este bello proceso: el piano de cola, la Escuela de Música. Era Lorca el que decía que equivocar el camino es llegar a la nieve y llegar a la nieve es pacer durante varios siglos las hierbas de los cementerios. Una clase dirigente llevó a Cúcuta a un punto cultural que parecía de no retorno.

El punto de una cultura que se ha deshilvanado poco a poco y ha reemplazado las salas atestadas por escenarios de muerte, miseria, dinero fácil y de cultura traqueta. Esa misma clase dirigente hundió la oportunidad maravillosa y única de no equivocar el camino, de evitar las telarañas en las esculturas de Ramírez Villamizar, del mismo piano o de la misma vida.

El piano negro italiano resistió hasta el siglo XXI mudo como un gato enfermo, emblema, símbolo de una cultura musical y artística que terminó inundada por la pereza, por la indolencia, por la soberbia de la burocracia y por la negligencia del poder.


Recopilado por : Gastón Bermúdez V.


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