Rafael Canal Sorzano
En Cúcuta, en los años 20 al 40 se podía afirmar
que la sola palabra de la gente tenía la validez de una escritura pública. Para
la gente raizal del pueblo el cumplimiento de la palabra empeñada era un
compromiso de honor ineludible.
Puedo asegurar que conocí multitud de personas que
tenían como máximo orgullo asegurar que por nada del mundo faltarían a la
palabra empeñada, así tuvieran que hacer increíbles sacrificios para cumplirla.
Con el tiempo las cosas fueron cambiando. Lo primero que influyó en la
mentalidad de la gente fue el hecho de que dos importantes fichas comunistas se
establecieron en la ciudad, fundaron organizaciones y fueron inoculando en el
pueblo el odio, la inconformidad y la crueldad.
Luego vino la explotación petrolera del Catatumbo,
que causó, tanto en la zona de explotación como en Cúcuta, el establecimiento
de una serie de comercios ilícitos y de la trata de blancas que desmoralizaron
la ciudadanía. En Cúcuta se fue acrecentando el número de prostíbulos que en
varias ocasiones las autoridades desplazaron a las afueras de la ciudad. Así se
fundaron varios barrios, ya que al ser desplazados los prostíbulos, buscaron
nuevos asentamientos, dejando como residencias las casas y locales de sus
negocios iniciales.
Por último vino el auge comercial con Venezuela, y
la ciudad se llenó de almacenes, restaurantes, hoteles, pensiones, ferreterías,
agencias, discotecas, refugiados, prostíbulos, ladrones, traficantes, coqueros,
marihuaneros y, también, putas y maricas.
El panorama humano tuvo un cambio de 360 grados y
muchas de las familias tradicionales de la ciudad emigraron en busca de mejorar
el nivel académico para sus hijos y un alejamiento de la degradación y el
vicio: pero, como siempre sucede en estos casos, otras se resignaron a quedarse
y luchar contra aquella ola nefasta, enclaustradas en sus principios, y a
esperar que las cosas cambiaran.
A mediados de los años 50 fui elegido para fundar y
gerenciar la sucursal de una importante entidad bancaria, y desempeñé el cargo
de Gerente, por varios años. Fueron muchísimos los incidentes, unos graciosos y
otros desagradables, relacionados con la profesión de banquero. Recuerdo
especialmente dos:
Un buen día llegó a la ciudad un representante del
Grace National Bank, de Nueva York, especialmente con el objeto de estrechar
vínculos con algunos clientes, o en busca de ampliar su clientela. Coincidió
esta visita con una reunión de la Seccional de la Asociación Bancaria local. Al
tener noticia de la llegada del colega gringo, los directivos me comisionaron
para invitarlo.
Estas reuniones se caracterizaban en aquella época
por su informalidad. Se trataba de hacer un paréntesis a la dura disciplina bancaria,
pasar un rato de esparcimiento acompañado de libaciones, amena charla y gran
comilona.
En aquella ocasión alguno de los colegas propuso
que cada uno de los asistentes contara un cuento o algún incidente gracioso,
verídico, ocurrido en el desempeño de sus actividades bancarias. La idea fue
bien acogida y fue así como procedimos por riguroso orden alfabético a contar
nuestra anécdota.
Cuando le tocó el turno, el gringo relató en
bastante buen castellano que, desempeñando el cargo de jefe del departamento de
crédito, en las oficinas de la Casa Principal de Nueva York, se presentó una
rubia despampanante a solicitar un préstamo por la cantidad de 20.000 dólares,
con objeto de amoblar su apartamento, ofreciendo como garantía las partes más
hermosas de su cuerpo.
La solicitud no era en ningún caso normal y nuestro
amigo resolvió consultar con el gerente. Por la misma razón, pero teniendo en
consideración lo original de la solicitud y lo todavía más original de la
garantía, el gerente resolvió pasarla al Comité de Crédito y este a la Junta
Directiva. La Junta resolvió aplazar la decisión hasta examinar la garantía
ofrecida en la sesión de la semana siguiente, previa citación de la interesada.
El día y la hora señalados se presentó la despampanante rubia con un vestido de
seda brillante, ceñido al cuerpo, zapatillas de altos tacones dorados, zorro
plateado al cuello y, con ademanes que trataban de imitar a Marilyn Monroe,
desfiló coqueta ante los doce superserios de la Junta Directiva.
Inmediatamente el presidente del banco sometió a
consideración el préstamo, que fue aprobado por unanimidad. Aquí pidió la
palabra el soplón del Auditor General, para pedir que la rubia quedara en
fideicomiso y que, desde luego, esta comisión se le confiara a él. En este
momento se metió el diablo en el recinto y se formó una discusión sin precedentes,
en la que todos pedían para sí aquel precioso derecho.
Cuando ya la cosa estaba tomando un cariz de franco
desagrado y había más de un viejito con ganas de bronca, el presidente,
agitando la campanilla, logró unos segundo de silencio y dijo con toda energía:
“Calma, señores. Se está poniendo en peligro la estabilidad de la institución y
nuestra continuidad como miembros de la Junta Directiva; para solucionar el
impasse, propongo que una comisión compuesta por los tres caballeros de mayor
edad de la Junta Directiva de los jubilados del banco, sea la encargada de
cuidar a Miss Karol, con la obligación de enviarnos un informe semanal y un
retrato de la señorita para comprobar su estado”. Para solucionar el problema
todos aceptaron, menos un viejito que dijo furioso: “Mi jodieron. Mi querer
nombrar miss Karol mi secreroom”.
Luego de celebrar el éxito del gringo, me tocó el
turno y empecé por contar que en una ocasión, cuando llegué a mi despacho,
encontré en la antesala a una mujer que me estaba esperando.
Después de atender al director de Cuentas
Corrientes, con la probación o rechazo de cheques chimbos, le pedí a mi secretaria
que hiciera seguir a la mujer.
Se trataba de una señora muy poco presentable,
ayudante de una vieja que tenía una cocina en la plaza de mercado. Me explicó
que la vieja le ofrecía en venta la cocina por la suma de mil pesos y que para
ella era una buena oportunidad de negocio que conocía muy bien y así podría
solucionar su problema económico. Me puse a pensar en lo que representaba para
el monstruo que yo regentaba los mil pesos que me solicitaba aquella mujer y en
lo que representaba para ella la realización de aquella operación, que era nada
menos que la posibilidad de su liberación económica. Le pedí un fiador y sin
más cuentos le aprobé el préstamo.
Al llegar al banco todas las mañanas tenía por costumbre pasar por
todas las secciones y detenerme a conversar por un momento con cada uno de los
empleados. Así fue que, casualmente, cada tres meses encontré a la mujer de mi
cuento en el Departamento de Cartera, haciendo los abonos correspondientes.
Al hacer el último, subió a la Gerencia y me pidió que la
atendiera.
Cuando la hice seguir me mostró el documento cancelado, me
contó que le había ido muy bien en el negocio, que había cumplido con las
cuotas el mismo día del vencimiento, que no solamente había comprado la cocina
que le ofrecían cuando hizo la solicitud, sino la vecina también. Que estaba
muy agradecida conmigo y que cómo hacía para pagarme el favor.
Le manifesté que me sentía muy satisfecho de que el servicio
que le había prestado el banco le hubiera proporcionado éxito en sus negocios,
lo cual me causaba gran satisfacción. La mujer insistía en su agradecimiento y
en que ella quería pagarme en alguna forma el servicio. Por último me dijo:
“Mire seño, yo estoy tan agradecida con usted que quiero pagarle de alguna
manera, pero me da pena decirle cómo”.
Ante tanta insistencia le contesté:” Si tanto se empeña, diga a
ver qué se le ocurre”.
Y ella, haciendo un gran esfuerzo y medio sonrojada me dijo: ”Pues
mire, Don Rafael, la única manera con que yo creo poderle pagar el servicio que
usted me hizo, es teniendo un hijo de usted…”.
Recopilado
por : Gastón Bermúdez V.
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