Fernando Fuentes Arjona
Iglesia María Auxiliadora en el Barrio Popular
El barrio Popular o Los Sauces, como algunos lo llamábamos, guarda todos
los recuerdos felices de nuestra infancia y juventud. Allí crecimos, en la casa contigua a la de Toñita Logreira, con
los Mansilla Hernández, los Mora
Peñaranda, los Salgar Villamizar, los Villamizar Yanes, los Rodríguez Salgar,
los Porras Maldonado, los Corzo Labrador, los Tarazona Montañez, los Molina
García, los Díaz Alvarado, los Capacho, los Moreno Uribe, los Suárez, los
Villamarín Quintero, los Sayago, los
Ibarra, los Neira Rey, los Santos Hidalgo, los Cruz, los Vargas Niño, y muchas
otras familias, a quienes ruego excusen mi mala memoria, pues de aquella época
a hoy han transcurrido más de 50 años. De esos tiempos felices e irresponsables
de la niñez, cuando uno no es más que un
“gocetas” para quien la vida sólo tiene presente, resulta inevitable evocar la
imagen vívida de Myriam de la Roche, hija de Don Miguel, paseando por las
tardes, después de las cuatro, su figura esbelta, su belleza y su frescura
alrededor del parque del barrio en su bicicleta nueva color azul, cuya
presencia hacía acelerar el ritmo de nuestro corazón de niño, al ritmo de
indescifrables e inconfesados sentimientos.
Aunque suene a lugar común, eran otras épocas, en las que íbamos y
veníamos a pie del Colegio a la casa, y de la casa al centro de la ciudad, a
cualquier hora, sin pensar en atracos ni en las balaceras, y las peleas no dejaban más secuelas que ojos
morados, chichones, y en casos muy
graves una nariz torcida. Nuestros padres nos purgaban, por iniciativa propia,
año tras año, con aceite de ricino, y luego nos daban durante todo el día
citromel. Sólo nos daba gripa común, por lo que apenas nos llevaban al médico
cuando nos contagiábamos de tos ferina, sarampión, viruela, o varicela. En
Semana Santa nadie trabajaba; las emisoras de radio suspendían sus
transmisiones durante toda la semana, y las pocas que se escuchaban sólo
radiaban música clásica y música sacra, de modo que era imposible escuchar
siquiera una balada y mucho menos un vallenato.
A comienzos de la década del 50,
y como quiera que el Colegio Salesiano hacía parte de nuestro entorno,
allí nos matriculamos la mayoría de habitantes del barrio en edad escolar, para
cursar la primaria, pero casi todos migramos en 1954 para el Colegio La Salle que
ese año abrió sus puertas (9 de febrero), a donde llegamos cargando cada uno su
pupitre y su asiento, porque el colegio no los suministraba. Además de
llamarnos la atención La Salle porque era regentado por los Hermanos
Cristianos, nos permitía ponernos a salvo del particular castigo del profesor Fernández, (si no
recuerdo mal su apellido) del Salesiano, quien, con un carácter poco apropiado
para la docencia, acostumbraba castigar a los estudiantes hundiendo la
descomunal uña de su dedo pulgar en nuestros pectorales, hasta hacernos
arrodillar del dolor. Entre los
profesores que en La Salle conocimos, además de los excelentes rectores hermanos
Benildo Jesús, Daniel, Julio Lucas y
Rodulfo Eloy, recordamos de manera especial
al profesor Aquilino Durán, viejo recio y curtido en las lides
educativas, quien seguramente marcó el
carácter de muchos de sus estudiantes por la rectitud y honestidad que
comunicaba al hablar. A pesar de su voz de trueno que retumbaba en las
aulas, transmitía confianza,
conocimiento, transparencia y amor por
su oficio. De nuestros compañeros,
resultan inolvidables cartucho, tomate, el mocho, el chulo, fruco, la bruja, el
calvo, piporote, marranito, pantaleto, el muerto, etc…
Cómo no recordar las excursiones a la toma que surcaba los terrenos
aledaños al barrio; el pavoroso incendio
que un volador desató en los cañaduzales que existían en los terrenos contiguos
al Colegio Salesiano, donde hoy es el Barrio La Ceiba, y la deliciosa avena que
para toda la tropa solía preparar doña Marujita (mi madre) acompañada de un
banano, o de exquisitas arepas cargadas de abundante queso. A propósito de la
tropa que siempre se reunía en nuestra casa, (Angel María Corzo, Orlando
Molina, Eduardo Porras, Edgar Santos y
Armando Villamarín) a estudiar o a pasar el rato luego de algún
evento, recuerdo que después de conocer un reporte de notas en el que
Angel María y yo no estuvimos muy afortunados, mi madre resolvió llamarnos
“lumbreras”, y esa fue la denominación que mutuamente nos dimos a partir de ese
día, hasta que el detalle cayó en el olvido con el paso del tiempo.
Ya en nuestra adolescencia, fuimos testigos y partícipes del “Primer
Festival de la Frontera”; jugábamos fútbol en el lote donde hoy está construido
el Palacio de Justicia; billar-pool en
la gallera El bosque, y los fines
de semana era inevitable visitar la tienda de doña Tomasa, caracterizada líder
liberal, o la de don Alejandro, en la otra esquina, a donde íbamos a calmar la
sed, (o la tusa) con botellas de
Costeñita.
Hace pocos días tuve la fortuna y
el agrado de encontrarme, casualmente, con el doctor Rosendo Cáceres Durán,
quien me comentó sobre los orígenes del Barrio Popular. Cuenta el Dr. Rosendo
que el Popular fue creado hacia 1942, y fue el primer barrio construido por el gobierno
nacional en Cúcuta para la clase media. En sus comienzos fue el Barrio Popular
motivo de atracción y novelería por parte de los habitantes de Cúcuta, quienes
los fines de semana organizaban paseos familiares al barrio para conocerlo y
disfrutarlo, unos a pie y otros, los más pudientes, como la familia Brahím Sus,
contrataban taxi que, por supuesto, en este caso debió hacer dos viajes, para
poder trasladar a todo el grupo familiar encabezado por don Isa Musa Brahím y
doña Faride Sus, de grata recordación.
En el Barrio Popular nació Radio Guaimaral, la “Chica para Grandes
Cosas”, instalada muy rudimentariamente, en una casa pequeña que al mismo
tiempo hospedaba a su propietario, Carlos Ramírez París y a su familia, al
costado oriental de una casa grande y ostentosa con forma de castillo, donde
posteriormente funcionó el Patio del Tango. Fue allí donde, aún sin salir
bachiller, y gracias a Trompoloco (Carlos), aprendí a trabajar manejando la
consola de sonido en época de vacaciones, para más tarde obtener licencia como
locutor.
Cuando en la década del 50, la Colombian Petroleum Company construyó el
Barrio Colsag, con marcado estilo norteamericano, se formó una enconada
rivalidad con los muchachos de ese barrio, que periódicamente produjo uno que
otro “escalabrado”, porque las batallas eran a distancia y con cauchera, en las
zonas boscosas que separaban los dos barrios, a no ser que se pactara el
desafío entre dos contendientes previamente seleccionados por cada bando,
quienes en medio de un círculo formado por
amigos y enemigos, se daban “puño limpio”, hasta quedar exhaustos, o
hasta que alguno anunciara que se “rendía”, caso en el cual, quedaba rondando
la idea del desquite en el alma de los perdedores.
A pesar de que nuestro padre nunca fue adinerado y apenas “colábamos y
tomábamos”, pues éramos seis hermanos, la casa en la que crecimos era amplia y
acogedora y no tenía ni el área ni el diseño de aquellas que inicialmente
construyó el gobierno. Llamaba la atención su solar y su jardín, porque, entre
los dos, ocupaban un área mayor que la de la misma casa, en un lote de 600
metros cuadrados. En el solar se alojaban y convivían pacíficamente conejos,
patos, gallinas, curíes, palomas, perros, gatos, una guacamaya, y hasta Yopal,
un mico traído del pueblo que le dio su nombre. Un poco más adentro, los
canarios y loritos de Java. Pero, como siempre ocurre fatalmente, esa pacífica convivencia se vio bruscamente
interrumpida un día, por una aterradora
sentencia de muerte proferida por mi madre, en contra uno de los perros, por
haber reincidido en su refinado gusto de comer “conejo al natural”, pues la
noche anterior había cenado con catorce conejitos recién nacidos. Al final, y
ante los ruegos nuestros, respaldados por
Edgar, Angel María, los dos Orlandos,
Armando y Néstor Miranda, la drástica pena fue conmutada por destierro
perpetuo en la casa de Armando Villamarín. Y en el jardín florecían
permanentemente 80 matas de rosa, de todas las variedades y colores, sembradas
y cuidadas, con especial dedicación, por mi padre. Por todo ello, y merced al
carácter festivo de Roberto y Maruja,
nuestra casa pronto se convirtió en la sede social del barrio, donde los fines
de semana, con los que llegaran, armábamos la rumba, disfrutando de los
long-play de La Billos y Los Melódicos, comprados en San Antonio, cuando
Venezolanos y Colombianos todavía eran hermanos que no diferenciaban sus sueños
ni sus necesidades y, por el contrario, en medio de un natural y rutinario
intercambio de mercaderías, de afectos,
de historia y de ancestros, todos
luchaban unidos por el futuro de sus familias, sin reparar en límites
nacionales, ni en estériles patrioterismos.
De aquella época eran las expresiones: “Mijo no salga a la calle así
todo desguarambilado, qué dirá la gente”; “Mijo, por qué no va en un momentico
a la Antártida y me trae un dulce de platico?”; “Quédese quieto, o le doy un
coscorrón”; “Si va a salir arréglese esas greñas.”
También fueron vecinos del barrio, entre otros, los Miranda, los
Sanabria, los Cárdenas, los Riveros
López, los González Quintero, los Ortiz, los otros Díaz, los Bejarano, los
Tribín Mora, los Moure, los Fernández Elcure, los Fuentes Liévano, los Defex,
los Arana Chacón, los Chacón Villamizar, las hermanas Mosquera, los Niño
Granados, los Riveros López, y llegando
a los linderos del Colegio La Salle, los Méndez Camacho. Ah! Imposible dejar de
mencionar a las trillizas, tres preciosas niñas cuyo apellido nadie se preocupó
por averiguar, porque lo importante era disfrutar de su presencia para poder
admirar su extraordinaria belleza, su delicadeza y su encanto natural: sólo
recordamos que esos tres ángeles se llamaban, María Cristina, María Victoria y
María Eugenia y que cualquiera de los adolescentes del barrio hubiera aceptado
morir, luego de recibir un beso suyo.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
Una deliciosa crónica que nos remonta a aquellos tranquilos e inolvidables tiempos juveniles que a la distancia del tiempo, de valles, ríos y montañas andinas, nos trae el olor a mangos callejeros y a tamarindos históricos. Gracias por avivar esos dulces recuerdos.
ResponderEliminarFrecuentaba el Barrio Popular por mi amistad con los Salgar Villamizar,los Rodríguez Salgar,y los Villamizar Y. y en alguna de esas visitas conocí a Fernando Fuentes y a Edgar Santos,pero también los recuerdo de mi estadía por tres años en el Colegio La Salle.Felicito a Fernando por esta deliciosa crónica, muy bien elaborada y en especial me agradó la descripción del profesor Aquilino Durán, paradigma de la docencia
ResponderEliminarBueno hablar de Cúcuta es hablar ya de una poesía, pero recordar aquellos maravillosos tiempos que compartimos no solamente con los primos sino con todos esos amigos que nacieron espontáneamente cuando en nuestra frecuentes visitas a la casa del tío Roberto nos encontrábamos en los caminos de la existencia. Hoy en el 2021 aún continúan las presencias emblemáticas de aquellas calles que viajaron el desarrollo de nuestra infancia nuestra preadolescencia y adolescencia. Sean estas letras dedicadas a ese maravilloso patriarca de la comunicación cómo fue Roberto Fuentes París ya esa compañera extraordinaria que nos consintió siempre a cobijando nos en su hogar y dándonos aprobar exquisitos manjares de la alimentación cucuteña. Un abrazo fraternal para mi extraordinarios primos.
ResponderEliminarFelicitaciones a mi padre por tan exquisita pluma. Me pareció estar leyendo a Juan Gossaín. Ojalá se repita ❤️
ResponderEliminarEstupenda crónica Fernando. Admiro tu exquisita prosa y creo que todos estamos felices con estos recuerdos, no dejaste a ninguno por fuera de ellos y es un momento oportuno para rendir un homenaje a don Roberto, doña Maruja y a ti Fernando, Sonia, Jairo, Álvaro, Betty y Sergio, amigos que se llevan en el alma como hermanos. Gracias y que nos vaya bien hasta el final.
ResponderEliminarExcelente gratos recuerdos
ResponderEliminarQue bonita reseña en las Crónicas de Cucuta. Los Lasallistas disfrutamos de la Amistad Salesiana y las competencias aquí citadas en la Cancha también llamada Coca Cola.Tambien recuerdo los negocios sobre la Gran Colombia ubicados en el Popular y al pasar la Gran Colombia estaba la Urbanización Sayago. Vecino de este área por espacio de 30 años.Gente muy sana y buena. La mayor parte Compañeros del Colegio y de juego.
ResponderEliminarQue lindo lo que has escrito Fernando.
ResponderEliminarGracias , por traer a nuestra memoria todo lo vivido
Buenos días bendiciones.atodos los que contribuyeron a recopilar estás crónicas de nuestra vida en nuestra querida Cúcuta.
ResponderEliminarQue buena cronica,estudie en el Saleciano en el 53 y luego pasar a la Salle en el 54 en la fundación del colegio,compañeros de Álvaro Villamizar,Angel Corzo,y QEPD Eduardo Porras y otros más que no recuerdo,nos movilisabamos de la casa al colegio en bicicleta
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