Mónica Vela Vicini.
Se dice que todos tenemos nuestro destino trazado
desde que nacemos, pero quizás es más cierto que cada cual se labra el suyo
propio y algunos tienen la fuerza y la constancia para seguir sus sueños y cumplirlos.
Mi papá fue una de esas personas que trazó un objetivo
claro para su vida desde muy niño y encaminó sus esfuerzos para lograrlo. Claro
que también cuenta el factor suerte para que las circunstancias y las personas
a nuestro alrededor sean cómplices a favor. Y él fue muy afortunado porque contó
con todos los ingredientes propios y ajenos necesarios.
Nació en el barrio Las Aguas de la Bogotá de los años 20,
fue el más pequeño de una familia sin muchos privilegios pero noble en valores
profundos. Su mamá murió cuando tenía siete años y su padre Ignacio, de
profesión ebanista, viudo con cinco hijos, nunca se volvió a casar pero formó
un hogar donde primaba el amor, el respeto por todos y la libertad de criterio.
Su papá y sus hermanos siempre lo apoyaron y trabajaron para que fuera el único
que estudiara y llegara a ser profesional. Y él, como lo visionó su familia,
respondió con creces.
Estudió en el colegio Antonio Nariño de la carrera 7ª,
donde recibió una excelente formación humanista. Gozaba estudiando y ocupando
los primeros puestos.
Sus cuadernos impecables que conservaba su
hermana-madre Isabel como un tesoro, evidencian su talento para el dibujo y su dedicación
al estudio. Todas las materias le interesaban y era hábil al devorar
conocimientos, con lo cual adquirió una mente abierta que le abrió el panorama
del mundo, la naturaleza y la humanidad. Luego se graduó en la Universidad
Nacional, en quizás la mejor facultad de Arquitectura del país, con profesores
de la talla del ‘Mono’ Martínez. Como siempre aprovechando y sacándole el máximo
a todo para ser el mejor.
Dejar la fría y complicada Bogotá era otro de sus
objetivos. Y otra vez la suerte jugó a su favor pues recién graduado a finales
de los años 50, le propusieron irse para Venezuela a trabajar reemplazando a un
colega en la construcción de los campamentos petroleros de Cabimas. No lo dudó
un segundo y siempre conservó su residencia de ese país, y a los amigos que
conoció allá.
Pero ya había pasado por Cúcuta. Y volvió aquí como
picado por “el bicho cucuteño” que contagia al que conoce esta ciudad y lo que
ella implica. Igual les había pasado desde que se fundó a nuestros ancestros italianos,
libaneses, venezolanos, paisas y tantos otros. No pudo resistirse a vivirla, a amarla,
a trabajar y a progresar en ella. Además, jugando en las canchas del Tennis
Club, que siempre disfrutó como su segunda casa, conoció a María Teresa Vicini,
una muchacha que lo flechó con su belleza y carisma, una mujer inteligente,
independiente y culta. Qué más podía pedir este joven arquitecto “rolo”.
Es difícil entrar en los círculos sociales y
profesionales si uno no es oriundo de una ciudad. Sin embargo, es cierto que la
vocación de Cúcuta siempre ha sido la de acoger a todos con generosidad. Y él
escogió a Cúcuta por eso mismo. Pero hay que ganarse el privilegio de ser
apreciado y respetado. Creo que Gustavo Vela lo logró en grande por su
personalidad y profesionalismo, no sólo se ganó el aprecio de la sociedad
cucuteña sino el de sus trabajadores o cualquier persona que lo conocía.
Siempre agradecido con esta tierra, la adoptó como
suya y ya nunca la quiso dejar. Y qué mejor agradecimiento que dar todo lo que
tenía para aportarle. No sé si fue su talento innato e intuición, o la academia
de la Nacional y sus excelentes profesores, o ambos, pero era un arquitecto de
tierra fría que diseñaba geniales soluciones para tierra caliente. Muchos clientes
de sus construcciones no lo saben, pero se sienten tan bien habitándolas,
porque planeaba a propósito los cruces de corrientes para encausar las brisas
del Pamplonita enfrentando las ventanas, los patios interiores ubicados
estratégicamente, y que refrescan aún al medio día, los espacios amplios, las aberturas
de un muro aquí o en los techos de altura y media allí, para no enfrentarse al
canicular sol de la tarde, sino apreciar los hermosos atardeceres bajo la
protección de la cubierta de una terraza fresca o un balcón amplio, creó osados
voladizos protectores del peatón, las reservas de agua con tanques generosos y
hasta tenía en cuenta el agua desbordada de los aguaceros cucuteños sin
alcantarillas dónde desaguar, y siempre levantaba un poco más los edificios.
Edificio Ovni
El OVNI, ícono arquitectónico de la ciudad, el MOVEL
donde tuvo su oficina, edificios hermanos sobre la 10 con las esquinas de las
avenidas 2ª. y 3ª., son sus diseños más importantes, construidos junto con su socio
y gran amigo el ingeniero civil Fernando Mogollón. Construyó el hospital Erasmo
Meoz siendo socio de Mandavel Ltda. con sus amigos paisas D’amato y Manjarrez, diseñó
y construyó el hospital de Chinácota, su primera obra, numerosas ampliaciones
en el hospital San Juan de Dios y clínicas de la ciudad, edificaciones para uso
comercial y educativo que construyó en Pamplona, Toledo, Tibú, Labateca,
Ragonvalia, Herrán, Durania y Villasucre. Los últimos años los dedicó a la
bloquera Concretal, su fábrica de prefabricados
de concreto, conocida por su calidad y cumplimiento.
Perteneció a la Sociedad Bolivariana de Arquitectos y
presidió en tres ocasiones la Seccional de Cúcuta, organizando varios Congresos
en ciudades de Colombia.
Pero siempre le picaba la herida de aquel bichito y no
podía sentirse cómodo si no volvía rápido, estuviera en París, o en Chinácota,
aunque tenía su “suit” propia, en la finca de su entrañable amigo Jaime Cárdenas
Vélez.
Porque en su Cúcuta del alma está su amada casa de
diseño incomparable en la calle 19 del barrio Blanco, que mi mami todavía
disfruta. La proyectó en el lote comprado por ella con la venta del Ford, producto
de su trabajo en esa compañía. La casa conserva las cubiertas con aberturas en
doble altura de listones de madera que él recicló de una pensión demolida en la
avenida 5ª. Decorada por María Teresa, con esmero y buen gusto, el patio a
manera de telón verde de fondo, refresca toda la casa y tiene una gran terraza
donde desayunaban siempre. Se puede cocinar en familia porque al estar de la
televisión y la cocina, sólo los divide un muro bajo.
Allí acogió con cariño a mi nonita Angela Ramírez de
Vicini por muchos años. Él consentía a las señoras, a las de la Acción
Católica, a doña Laura de Cuberos y a Laurita de Ochoa, a su cuñada Marinita de
Corinaldi, a Leonor de Pérez o Gloria de Hoyos, muchas quienes me contaron que
adoraron sus casas y apartamentos, de lo cual doy fe porque vivo feliz en uno
de ellos. Construyó siempre fiel al propósito del buen arquitecto que no es
otro que el de lograr cambiarle la vida para bien, a quien habita sus diseños.
Entonces, no creo equivocarme al afirmar que Velita
fue más cucuteño que nadie y amó más a Cúcuta que todos nosotros juntos.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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