sábado, 12 de octubre de 2013

460.- LA NIÑEZ EN CUCUTA EN LOS AÑOS 30 Y 40, SIGLO XX



José Luis Maldonado (Seudónimo Luis Coronado) La Saga



Mi familia –mamá, tíos, tías y la abuela- había migrado de Venezuela a Cúcuta, cuando los esbirros del dictador Juan Vicente Gómez habían asesinado al abuelo, militar acusado de conspirar contra el tirano. En Colombia se vivían y veían, grandes transformaciones con el advenimiento de la República Liberal. Especialmente en la educación, los niños que asistíamos a la escuela pública, recibíamos una educación muy personalizada de maestros con verdadera vocación. Allí se empezaba en la primaria.

En aquellos años no existían los llamados jardines, pre-kinder o kinder. Había ancianas profesoras, un poco cascarrabias, instaladas en sus propias casas, que aceptaban grupos de seis a doce niños entre los 4 y 6 años para iniciarlos en el conocimiento de los números, letras y palabras. Mi mamá me encomendó a una viejita regañona que había habilitado un saloncito a la calle, diagonal a la iglesia de San Antonio. Hube de llevar mi propia banquetita y pizarra con su lápiz de grafito. Ella, la profesora, manejaba con habilidad perversa una veradita que, cual látigo, castigaba el lóbulo de nuestras orejas ante errada respuesta o distracción. No la aguanté y berreé con tal fuerza en mi casa hasta que aceptaron no volviera donde la bruja feroz. Lamento hasta hoy haber abandonado allí la banquetita que con mucho cariño me la hizo mi tío Luis Eduardo.

Justamente por él, mi tío Luis Eduardo, trabajador en el Ferrocarril de Cúcuta, me consiguieron cupo en la escuela El Callejón para iniciar mi primaria. Las clases eran en la mañana, 7 a 11 y en la tarde, 2 a 5. Los muchachos que vivíamos al sur, osadamente nos colinchábamos del tren que salía de la estación en la calle 1ª con la Avda. 6ª hacia la calle 12 con Avda. 5ª, dónde cargaba el café que don Tito Abbo exportaba a Europa. El Ferrocarril iba a Puerto Santander desde dónde, a través del río Catatumbo, se accedía al Lago de Maracaibo y desde la capital zuliana, los grandes buques cargueros llevaban el rico grano que producían las haciendas de Táchira y Norte de Santander. Al regreso, el Ferrocarril traía mercancías y materias primas que alimentaban la industria y el comercio de nuestras regiones. El propio don Tito Abbo, de baja estura, gordito, altruista, siempre de blanco hasta los pies vestido, era el propietario del grande y lujoso Almacén Abbo de la calle 12 con Avda. 5ª. (Años más tarde adquirido por almacenes Ley).

Después de cursar mi primer año de primaria en la escuela El Callejón, fui inscrito en La Central, prestigioso plantel educativo localizado en la avenida quinta, media cuadra al norte del parque Santander. Corría el año 40 del siglo XX y en el mes de mayo se conmemoraría el primer centenario de la muerte de nuestro preclaro Hombre de las Leyes, General Francisco de Paula Santander. Para honrar tan significativa fecha se inauguraría el nuevo Palacio Nacional, hermosa edificación levantada en la antigua plazuela del libertador. Al acto concurrieron el doctor Eduardo Santos Montejo y el general Isaías Medina Angarita, presidentes de Colombia y de Venezuela, respectivamente. Todos los planteles educativos de la ciudad se hicieron presentes en el lugar, en ordenada formación desde las once horas de la mañana de ese 6 de mayo de 1.940, para un acto que solo se cumplió entre las dos y las cuatro de la tarde. El inclemente sol canicular, la sed y el cansancio, ocasionaron unos cuantos desmayos entre la muchachada que debimos soportar, con verdadero estoicismo, tan dura prueba. Al romper filas, un nauseabundo olor úrico y algo de fecal, fue testimonio de la incontinencia de unos cuantos muchos, yo entre ellos, que no pudimos contener la necesidad mingitoria.

Cerca de la fábrica de licores quedaba la plazuela Santander y allí nos llevaban de las escuelas a practicar deporte y, dos veces al año, recibir útiles escolares y equipos deportivos que la generosidad del Gobierno en Bogotá nos enviaba. Los cuadernos, en blanco para dibujo, rayados para escritura, cuadriculados para las matemáticas, tenían carátula en papel kraft esmaltado e impresa por sus caras internas con las tablas de multiplicar y las estrofas del himno nacional, respectivamente.

Había mucho énfasis en materias tales como Cívica, Historia Patria, Historia Universal, Escritura y Ortografía, amén de la Aritmética. No había clases de religión específicas. Nos daban música y canto a cargo del maestro Otero a cuya familia se les daba el remoquete de Cantabonito. Una vez por semana nos llevaban a la Granja escolar, allá por los lados de El Nisperal, donde más tarde se construiría el Barrio Colpet. En la granja picábamos tierra, sembrábamos legumbres, regábamos y colectábamos. La felicidad llegaba con el baño en el pozo correntonal ahí, en el Pamplonita. Evoco las dos veces que el profesor me sacó casi ahogado por dármelas de Johnny Weissmuller, nuestro héroe peliculero en la serie de Tarzán.

Al año siguiente, logré cupo para cursar tercero de primaria, con el profesor Montaño, en el Gremios Unidos. Había algunos muchachos un tanto belicosos que formaban clanes y erigían sus jefes, exigiendo la sumisión y lealtad a sus adictos. Recuerdo a un chico de apellido González que demandaba mi adhesión a su grupo pero yo lo esquivaba y, de igual manera, Zambrano el de cachetes colorados, venido de Pamplona, me urgía para su clan. La negativa se pagaba con actos hostiles, tales como causar un daño con el balón a la hora del recreo y achacarme, con sostenida vehemencia, la culpabilidad del hecho, lo que conducía al inefable par de reglazos frente a todo el plantel en formación. El cuarto año lo dirigía el profesor Prada, sub-director de la institución y hombre de gran vocación, severo y exigente pero ecuánime a la hora de los juzgamientos.

El quinto, ay, Señor!, llegar allí causó a muchos tembladera en sus extremidades, sudor copioso en el cuerpo y una que otra diarrea colicuativa. Y, a los que no sintieron esos miedos, por lo menos se les notaba la sonrisita burlona, pero nerviosa. Era que ahí se llegaba al santuario y territorio muy bien ganado del señor Director, el temido Profesor Barajas, hombre de gran valía y vocación docente que siempre supo inculcar conciencia ciudadana en jóvenes promesas, para un país que los ansiaba para su progreso y desarrollo.

No Robarás y No apostarás

La escuela organizó un paseo a La Grita, un lugar desde el cual, según decían, se podía observar a lo lejos el lago de Maracaibo… La inscripción costaba veinte centavos y esto incluía el transporte, alimentación y refrigerios; en mi casa dijeron NO y punto. Siempre había el temor a las desgracias que no faltan en estos paseos. Pero yo quería ir y hábilmente sustraje los dos reales desde el secretero que mi mamá tenía bajo el tope de cobre de la cabecera de su cama. Al regreso de la escuela, muy contento, les dije emocionado que mis buenas notas me habían hecho merecedor al premio de mi inclusión al paseo proyectado para ese fin de semana. Pero mi mamá no era de las que tragaban el cuento y, calladamente, se presentó a la escuela para indagar, con el profesor Hernández, la verdad de mi versión. Yo alcancé a verla allí y su mirada y su gesto, fueron suficiente para anticiparme la pela que me aguardaba al regresar a casa. Pero, no, no hubo pela. Si me quemó la mano, colocándomela sobre las ardientes brasas de la estufa. Bendito castigo que me abrió los ojos y la mente sobre el verdadero sentido de la sentencia “No robarás” y que me ha servido en la vida para, jamás de los jamases, tomar algo material de lo ajeno.

Unos años atrás había recibido merecida fuetera en razón a que, mi mamá me envió a comprar una libra de sal que costaba dos centavos y para el mandado me dio una moneda de “medio”; regresando ya con la sal y los tres centavos del vuelto, me salió al paso un muchacho del vecindario, invitándome a jugar una puya al “mayor ladrillo”, jueguito consistente en colocar un centavo sobre la uña del pulgar y dispararla a la pared que la devolvía al piso, sobre las baldosas de ladrillo. El contrincante hace lo mismo y el que coloque su moneda más al centro de la baldosa, este es el mayor ladrillo y es ganador.

Yo era bueno para este pasatiempo y aquel día ya iba ganando como tres puyitas y la ambición, unida a mi confianza, me instaban a continuar pero el hada de la fortuna me abandonó y cinco consecutivas veces mi monedita quedaba en la juntura de las baldosas. Osadamente recogí las dos monedas y emprendí carrera, no hacia mi casa sino en contrario, zigzagueando dos manzanas para despistar al retador y cuando ya lo creía perdido, me encaminé hacia mi casa y, helo ahí, el muérgano nunca me persiguió, el conocía mi casa y a ese momento ya se había quejado a mi mamá.

Ella me aferró el brazo, tomó las monedas, se las tiró al hijuepuerca timador y pa’dentro, donde ya mi acuciosa hermanita le alcanzaba el perrero de tres sogas en trenza que se marcaría en nalgas y piernas de mi anatomía. Mi madre me espetaba: Aprenda que el jugar con plata es un vicio que solo lleva a la perdición”. Y nunca volví a poner monedas en juego alguno, ni siquiera en casinos que, solo por curiosidad, he visitado en remotos lugares. Otras reprimendas y cuerizas, en mi casa, obedecieron a castigo por peleas callejeras, palabrotas, descuidos con la ropita y el calzado pero nunca jamás por actos delictuosos. Así se aprendía la ética, en el hogar.
Mi Primer Empleo

En las vacaciones del segundo año de mi primaria, un día vi un cartel dónde, escrito en tiza sobre el hule negro, se ofrecía trabajo para muchacho en una botica de la avenida sexta. La paga, veinte centavos diarios; la labor, lavar frascos. Pasé el ligero examen y el propósito manifiesto de ayudar a mi mamá, convencieron a la señorita Delfina para darme el trabajo, sujeto a cumplir mi horario de estudio. Recordemos que eran tiempos de la segunda guerra mundial y por lo tanto necesidad de reciclar los envases. En los hogares se guardaban el vidrio, el papel periódico, los empaques de madera, etc., y todo aquello se revendía para el beneficio económico del hogar. En la botica se compraban todos los envases de vidrio que sirvieran para su uso farmacéutico.

Yo los colocaba en un tanque de cemento y los ahogaba en soda cáustica y agua para aflojar el mugre y la grasa. Al día siguiente, churrusco y jabón de tierra y enjuague en agua limpia. Al secarse, otro enjuague pero con alcohol y almacenamiento en cajones adecuados. En pocos días me hice todo un maestro en estas operaciones y mis patrones muy satisfechos, pero no en mi casa. Mis manos estaban laceradas por el contacto con la fuerte causticidad. Pañitos de árnica y sobas con sábila, fueron eficaz panacea para devolver la tersura a mis extremidades superiores.

Curioso, la botica no era solo negocio de farmacia. Al interior del local funcionaba una imprenta y allí se imprimían, mayormente, tarjetas conmemorativas para bautizos, cumpleaños, primeras comuniones, matrimonios, defunciones y otros. Yo, de metido, aprendí a “componer”, montar e imprimir en las prensas manuales. Lo pesado y fastidioso, era el devolver los tipos de plomo a sus respectivas casillas, porque al término de la impresión, al bajar las planchas, se formaban unas “empasteladas” del carajo. Mi maestro, don Gustavo Santander, orgulloso de su apellido ancestral, supo enseñarme trucos y detalles de tan interesante arte. Pronto hice galas en altos relieves (colofonia) y dorados y plateados en la impresión; repujados y dobleces. Aprendí de fuentes, tamaños, redacción, corrección gramatical, altas y bajas, etc. Pero me inclinaba más hacia el aspecto farmacéutico del negocio y gané la confianza y afecto del Regente farmaceuta, encargado del recetario -composición de las fórmulas magistrales ordenadas por los médicos- . Era todavía la época en que los doctores en medicina formulaban a sus pacientes recetas que debían ser procesadas en la farmacia. Jarabes para la tos, Tónicos reconstituyentes, Colagogos y otros, se prescribían como “cucharadas”. Sedantes y calmantes, como “gotas”. Se ordenaban mezclas de substancias en polvo que se empacaban en capsulas de gelatina u obleas. Otras formulaciones en polvo se dosificaban en “papeletas”. Pomadas con base de vaselina y lanolina, “Ungüentos”. Composiciones para uso vaginal o rectal, “Óvulos” / “Supositorios”.

Muy pronto me impregné de conocimiento sobre magistrales, genéricos, galénicos, oficinales y a sacar partido de estos hallazgos.

Sorprendí a mi familia y amistades con los petardos, volcanes, buscaniguas y voladores que les hice con la pólvora que me vieron hacer, mezclando polvo de carbón de palo con azufre y clorato de potasio. Por la peligrosidad del producto, mi mamá me hizo prometerle no incurrir en aventuras pirotécnicas. Entonces organicé un fogón en un costado del patio de la casa para fundir, al baño maría, vaselina y adición de cristales de mentol, alcanfor y aceite de eucaliptos, un poco de pigmento rojo y, listo! El menjurje, vaciado en latas de cuarto y media onza, prodigaba ya frio, los efectos cálidos del rubefaciente que supliría la ausencia del mentolado más vendido en aquella época, el ungüento Menthol Davis. La etiqueta circular que identificaba mi producto, rezaba Ungüento Rojo al Mentol. Paqueticos de ½ docena los vendía a las tiendas esquineras de barrios y pueblos cercanos a veinte y cuarenta centavos. Ellos las detallaban a medio, la de ¼ de onza y a real, la de ½ onza. Nadie se quejó de mi producto y las ventas  se incrementaban semana a semana. Adicioné mi portafolio de productos con tinturas de Yodo, de Árnica, de Valeriana y de Ruibarbo, oficinales de buena demanda que se detallaban a un real. Yo aprendí las fórmulas, viéndolas fabricar en la botica y en la farmacopea que leía en la Biblioteca Departamental. Compraba las materias primas en la botica Cogollo que tenía precios de mayorista. Los corchos los bañaba en petrolato fundido. No se usaban tapas de rosca. Las etiquetas identificaban el producto y señalaban al fabricante como “Laboratorio Inglés”. Por supuesto, seguía con mis estudios, trabajaba medio tiempo en la botica y en mi cocina inglesa por la noche y fines de semana. Ya iba a cumplir mis diez años. Mis ganancias servían a los gastos de mi mamá y mi hermana. Yo me compraba un pantaloncito de dril por ochenta centavos -ocho reales- y una camisa de algodón, cuatro reales. Usaba alpargatas de suela de cuero y tejido de algodón.

Los muchachos usábamos pantalón corto hasta los quince años. No conocíamos los jeans, pero si los overoles, pantalón corto con pechera y correa de la misma tela para hombros y espalda. Las niñas, asimismo, solo hasta cumplir los quince años estrenarían taconcito alto y medias largas con vena. El corte de cabello para los muchachos era tusados pero con pollina frontal. La causa, los piojos. El remedio contra los molestos acáridos, era el “polvo Juan”, nada menos que un compuesto mercurial para mezclar con aceite de almendras y aplicar sobre el cuero cabelludo. La misma sustancia, mezclada con vaselina se le llamaba “ungüento Soldado” y se formulaba para matar las ladillas, comunes en la soldadesca visitante de prostíbulos.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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