Yo hacía periódicas visitas a San Cristóbal, capital
del estado Táchira, para ver a mi hermana y otros familiares allí. Me sobraban
ganas para recorrer Trujillo, Mérida y Táchira, los tres estados venezolanos,
territorio conocido como “Los Andes”, que sumados a Norte de Santander y
Santander, en Colombia, conforman el “País Andino”, mosaico geográfico de
paisajes y hábitos y tradiciones no parecido sino igual, propio y heredado de
aquellos que vinieron durante la conquista, casi en un solo grupo, llegados por
La Guaira, avanzando hacia Carora, estableciendo encomiendas y así fueron
colonizando este territorio que se extendería a Pamplona y hasta El Socorro.
Tierras agrestes donde nunca florecieron grandes
latifundios, lo que le significó mantenerse lejana, casi encerrada y sus
gentes, andaluzas y castellanas, dedicadas a faenas pastoriles; chivos en las
partes bajas y ovejas en las alturas. Y nada de esclavos negros, usuales solo
en otras latitudes, donde grandes haciendas y sembrados exigían sobradamente la
mano de obra de los esclavos africanos.
Por ello, en el país andino, durante cuatro siglos, no
hubo mulatos ni cuarterones, ni zambos. Para mi generación, en nuestro terruño,
fue todo un acontecimiento conocer un verdadero negro, Oscar, un mozalbete
trinitario aventurero que llegó a Cúcuta por ahí en los años cuarenta donde el
único negro, por el remoquete cariñoso con el que se le conocía allí, era Roque
Abel González, un hombrón, quizá con cierto ramalazo negro en su sangre, pero
de piel no tan tostada y quien años atrás, venido del Zulia, se aposentó y casó
con cucuteña.
Era el propietario de la bomba de gasolina en la
esquina de la calle 10 con la avenida 5ª, frente al parque Santander. Oscar,
por su parte, quién sabe qué norte tomaría su brújula, pero fue bonito y
excitante para nosotros los muchachos, tocar su cabello chuto y constatar que
no eran cenizas calcinadas como lo imaginábamos.
Mi primo Fernando, dos años mayor, soñaba con irse a
Maracaibo. Allí, decía él, había moneda, llovían los dólares. Los marines
norteamericanos cuidaban el petróleo del lago. Aún continuaba la guerra
mundial. Caracas era un pueblo grande, la ciudad de los tejados rojos. Yo, por
el contrario, soñaba con Bogotá. Allí había excelentes instituciones para
estudiar.
Decían que hacía mucho frío, pero se daban unas
corridas de postín y yo ansiaba ver a Conchita Cintrón, la diosa rubia del
toreo, la amazona peruana de inconmensurable belleza. Y no logrando ponerme de
acuerdo con el primo, decidimos jugar al cara y sello de la moneda y de tres
lanzadas, el que sacara dos, ganaba. Y fueron dos caras para mí y un sello para
el primo. Nos iríamos a Bogotá. Al día siguiente no vi a Fernando y al indagar,
supe que muy temprano en la mañana había partido para Maracaibo. Desgraciado,
en el Zulia no le funcionaron las cosas y más tarde a Bogotá llegaría en busca
del amparo de su mamá, mi tía Bertha. Con los años, terminó en Indianápolis,
trabajando para una firma farmacéutica.
Alemania se rindió a los aliados. Los rusos entraron a
Berlín y Hitler se suicidó con su Eva Braun. Los japoneses, pese a sus
derrotas, seguían luchando por honor, pero sería cuestión de breve tiempo y
sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, para sucumbir y lograr, por
fin, el anhelado final de la segunda guerra mundial.
Una molesta ampolla en el garrete de mi pie, demoraba
mi viaje a la capital. Ya tenía listo mi flux con pantalón largo y camisa de
cuello almidonado para usar corbata. Me preparaba mi propia pomada al óxido de
zinc para secar la afección en mi pie y poder calzar mis zapatos nuevos. Todo
era ansiedad y expectativa en la familia. Además, ya se anunciaba la pronta
presentación en la Plaza de toros de Santamaría en Bogotá del monstruo Manolete
y también venían Carlos Arruza, Domingo Ortega, Gitanillo de Triana, uff… como
podría perderme esos carteles?
Y llegó septiembre de ese año 45 y mejorado de mi
lesión, emprendí la odisea. El viaje era duro, muy duro. Por la guerra, se
cuidaban las llantas y donde había vía férrea no se autorizaba el autobús. Así,
tomaría la Flota Ferreira a las tres de la mañana. Desayuno en Pamplona.
Refrigerio en Chitagá. Paso por el páramo del Almorzadero y, como tal, almuerzo
por allí. Refrigerio de la tarde en Santa Rosa de Viterbo y cena en el punto
final, Duitama, lugar de llegada, bien empolvado tras casi 18 horas de tránsito
por carreteras destapadas, arribando a las ocho de la noche y, previo pago de
cincuenta centavos, dormida en una pensión de pulgas. En la mañana pasaría el
tren proveniente de Sogamoso y me embarcaría con rumbo a Bogotá, donde estaba
supuesto llegar a la estación del nordeste a las tres y media de la tarde, tras
un colorido recorrido por el altiplano boyacense con paradas en toda población
intermedia y la algarabía de las vendedoras de viandas y colaciones a través de
las ventanillas de los vagones; gallina, almojábanas, jeta de marrano, cerveza
Germania y gaseosas Leona oscura y Leona clara entre otros, saciaban hambre y
sed de los sacudidos pasajeros del caballo de hierro que nos iba aproximando a
la capital de la nación. Atrás quedaba mi niñez y los recuerdos de las cosas
más trascendentales que marcaron esa etapa. A mi lado, siempre solícita, mi
mamá, mi ser amado, la que nunca me abandona y la que jamás ha muerto para mí.
Es creencia de arúspices que llegar a un nuevo lugar
con tiempo de lluvia, es buen augurio. Creo que sí. En pasando Tocancipá, una
lluvia pertinaz nos acompañó hasta el final, la estación del nordeste en
Bogotá, aledaña a la gran estación de la sabana, corazón y pulso del sistema
ferroviario en aquella época, 1.945.
Con 14 años a cuestas, imberbe muchachón con maleta de
hojalata al hombro, apeándome del vagón de tercera clase, solo atinaba a seguir
el curso de los viajeros hacia la salida y atento a encontrar una cara
familiar, la tía Bertha y/o el tío Armando, residentes en la capital y
comprometidos a recepcionarme. Y allí estaba ella, sobresaliente entre una
multitud que gritaba nombres y agitaban trapos para hacerse notar de los
viajantes. Abrazos y preguntas sobre los que allá quedaron, amén de los
pormenores del viaje y el “oiga mijo, usted debe venir molido y cansado”.
Esta es la imagen que guardo, escena ya sesentona de
la feliz tarde lluviosa en que arribé, pletórico de ilusiones y propósitos, a
la gran metrópoli de escasos quinientos mil habitantes donde las damas usaban
coquetos sombreros, estolas de cola de zorro, pesados abrigos y zapatos
cerrados y con tacón tres cuartos. El color negro predominaba en ambos sexos
(palabreja esta, sexo, verdadero tabú en aquel entonces). Ellos, los hombres,
casi sin excepción calaban sombrero e ineludible corbata. En las clases más
populares, ruana y muchos con gorras de cuero al fiel estilo leninesko; los
asumí adictos troskistas. A los muchachos de buena pinta los llamaban glaxos,
seguramente porque en los años que precedieron a la II guerra, se hicieron
importaciones de Inglaterra de leche Glaxo muy reconocida y recomendada por los
pediatras de entonces como alimento vital para bebés. Claro, para aquellos
cuyos padres pudieron pagar los dos pesos que costaba la lata de 454 Grs. A las
jovencitas de buen atractivo las denominaban Kolyno, quizá por aquello de la
sonrisa...
Me costó algún tiempo habituarme al habladito del
rolo, a la vez que a los innumerables vocablos y jerga capitalina. Me chocaba
en extremo el efluvio de física chucha y las fulminantes halitosis, comunes en,
yo diría, mucha gente, mucha. Y no entro en detalles sobre pecuecas en machos
y, en ellas, olores de féminas mal sentadas. Igual sucedía con el manejo y
distribución de las basuras. Yo venía de una ciudad pulcra donde la gente se
baña a mañana y tarde, se muda de ropas diariamente y tiene un culto por el
aseo de su entorno. El clima ayuda en las tierras cálidas pero el frío ahuyenta
las ganas de bañarse, sobre todo si el agua es fría y la de los tanques de
Vitelma venía del páramo. Ducharse con agüita caliente, eso era para los
pudientes, aquellos con el tanque de cobre en la cocina, alimentado por el
calentador de hierro incrustado en el fogón de la estufa a carbón de piedra.
Si, en esta metrópoli se cocinaba con físico carbón de mina, mientras que allá
por el pueblo mío continuábamos devastando monte para quemar arbustos bajo
tierra y obtener así carbón de palo, o cocinar con simple leña seca. El carbón
de piedra se ofrecía por pregoneros en carreta bien repleta y a gritos de
pulmón. La medida era por tonelada o media o cuarto, servida en sacos de yute y
trabajo adicional de limpieza de pisos para la de adentro que, a su vez
exigíale a la cocinera hacerse el cargo, en razón a la relación carbón-cocina.
Hogar que se respetara exigía servidumbre. Así, acorde
con la capacidad pecuniaria, aunque para algunos pobretones dados de pinchaos
esto no era óbice, se empleaban cocinera y la de adentro, además de jardinero y
hasta chofer. Las muchachas del servicio llegaban a ser consideradas, con el
transcurso de los años, parte integral del inventario de familia, silogismo
para eludir reclamaciones laborales, dado aquello de que familia que trabaja
unida, permanece unida, amén que no se cobra entre familia.
Para los niños, la mucama era como su segunda madre
por los esmeros y cuidados y, además, esta no los podía castigar por sus
pilatunas. Para los jóvenes, en llegando a su pubertad, la de adentro empezaba
a verse como buena, apetitosa y cariñosa y, así, oportunidad para el gateo y su
primera vez. Y hasta para la segunda y más… Y para el Doctor, el patrón, uf,
las sábanas de las muchachas como que estaban mejor planchadas que las de la
cama doble del matrimonio.
Regresando al día y momento de mi llegada a Bogotá, un
viernes septembrino, relaté que la tía Bertha me esperaba en la estación
ferroviaria y cuando nos disponíamos a salir para tomar el bus, se hizo
presente don Fernando Arámbula mi antiguo patrón en la droguería y quién me
había ofrecido trabajo en la capital. Nunca supe de su conocimiento en detalle
sobre mi llegada, pero allí estaba dándome la bienvenida y convenciendo a la tía
Bertha para llevarme con él e instalarme en su laboratorio y el compromiso de
guiarme al siguiente día para reunirme con mi familia. En las afueras de la
estación, un poderoso Pontiac, taxi rojo de la época, aguardaba y repleto de
cajas de cartón conteniendo el producto estrella, Tónico Nervino, alimento
cerebral de fórmula celosamente transferida, de generación en generación, por
la familia Durán, ahora en manos de don Fernando.
Encomendado al conductor del taxi rojo, mi primera
tarea consistía en efectuar entrega a dos mayoristas farmacéuticos, Droguería
Real y Droguería Nacional, de sendos pedidos de la bendita panacea. Y heme ahí,
calentanito de palúdico aspecto, tiritando de frío y hambre, enfrentado a
bodegueros quisquillosos, recelosos y curiosos, lerdos en la tramitación de
documentos y yo entretanto a punto de reventar por la carencia de un mingitorio
donde desaguar contenida meada .
Cosas del destino, ¿quién imaginar podía, en ese
instante, que a escasos cinco años adelante, yo sería el administrador regente
de ese establecimiento y que estaría contrayendo nupcias con una señorita que
trabajaría, treinta metros mas abajo, en el otro establecimiento al que en este
viernes le estoy haciendo entrega del pedido?
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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