Rafael Luzardo Baptista
Luis
Fernando Luzardo
La impensada partida de mi querido primo, o mejor, mi
siempre recordado y querido hermano Luis Fernando Luzardo y el regreso a esa
Cúcuta, nunca olvidada, han abierto en mí, como un arcón lleno de recuerdos,
los momentos que viví en esa infancia que, realmente, es lo más bello de mi
vida.
El regresar y recibir, entre tantas preocupaciones, esa
oleada de cariño de mi prima Elvirita y sus hijas, quienes como mariposas me
arroparon con sus palabras, con esos afectos sinceros, para el tío que no veían
desde niñas, fue como abrir una puerta, por donde ahora penetro al jardín de
mis recuerdos…
Por sus calles sombreadas con las verdes acacias y mis
pasos resonando en el empedrado que hoy ha desaparecido bajo el negro asfalto,
recorrí de nuevo mi Cúcuta provinciana, con sus parques e iglesias, por donde
pasábamos presurosos camino al colegio La Salle, imaginando fantasmas o
aventuras, en nuestra desbocada imaginación de niños que sólo ansiaban el
momento del recreo para cazar algún partido de fútbol.
De esa infancia, donde Luis Fernando y Elvirita fueron
mis compañeros, penetro en el Club Tenis, con su gran piscina y sus canchas,
potreros donde corríamos tras el balón y donde Luis Fernando era la estrella, con
su picardía innata, con su facilidad en los juegos y para mí, el primo admirado
y querido.
Allí está el gran Camilo, mi primer profesor de tenis,
siempre bonachón, rodeado de sus hijos que también son mis hermanos y se me atropellan
las caras de los amigos, las fiestas en el salón de baile, el esperar y buscar
con la mirada los ojos de alguna muchacha, tantos sueños, tantas ilusiones
girando con mis primeros pasos de pésimo bailarín.
Y cerca, muy cerca, la madre y el padre generoso, sus
rincones, el solar donde encontraba nidos y animalitos y, con ello, los amigos
de mis padres, sus reuniones, todo ese cariño que nos arropaba en cualquier
necesidad.
Y los tíos, esos personajes especiales, que yo los
imaginaba como héroes, como guías a seguir siempre…
El tío Gustavo, el tío po-po, con su feliz tartamudeo, con ese enorme
corazón que brotaba entre sus manos, alegre, generoso de cariños. La tía
Rosita, esa gran mujer, como buena antioqueña, con una forma especial de
expresarse que me embobaba y me hacía amarla y creerle todos sus cuentos. La
tía Elvira, la mujer que quizás nunca supimos apreciar, sufriendo una terrible
enfermedad, llena de amor por nosotros, sus sobrinos, quienes éramos los hijos
que nunca tuvo.
Y en un pedestal especial el tío Luis, el galante militar, con sus
relatos de hazañas que lo convertían en un ser único, pícaro con las muchachas
que nos visitaban, jugando, con esos ojos azules que abría sin recato para
enamorar, convertido a veces en uno más del grupo, siempre alegre a pesar de
los muchos problemas que vivía y que nosotros nunca conocíamos. Tío Luis, mi
ídolo, su imagen que se me refresca en este encuentro, nunca olvidado, siempre
recordado.
Anécdotas, cuentos, paseos, la Quinta Santander, la hacienda de los
Canal, El Amparo, los olores del campo, el río, el caudaloso Pamplonita, eterno
pulidor de piedras y sembrador de verdores: todo eso era nuestro mundo de niños
felices.
Y llegamos todos a la casa de la Nona, donde convivimos por un largo
tiempo, con su patio central, sus corredores, la pajarera, las leyendas y
cuartos de aparecidos, nuestros temores y, también, nuestros amores, detrás de
alguna muchacha que la Nona creía cuidar con mucho esmero, pero que
enamorábamos todos en nuestros inicios de hombres.
El lúgubre reloj sonando las horas en la noche y la mesa, ese
generosa mesa servida con todo el amor de la Nona, con aquellos manjares de
navidad, el famoso postre de chocolate y galletas, el Napoleón esperado y
devorado por todos nosotros, hambrientos comensales de esta mesa de unión y
amor.
La noche traía un mover de mecedoras y sillas a la calle, donde se
sentaban los mayores a conversar, se visitaban, mientras nosotros jugábamos y
también visitábamos casas de amigos y amigas, una vida casi bucólica, libre de
los problemas que hoy nos atormentan.
Recuerdos, nombres, el incendio del Mercado desde la terraza de la
casa, las llamas parecían llegar hasta nosotros, la muerte del líder Gaitán, el
regresar de manos de padres y tíos presurosos a la casa, mientras los cascos de
los caballos del ejército parecían traer una seguridad contra cualquier
problema. Los temblores, las noches en el jardín, acampando ante el temor de
una nueva sacudida, pero todo ello lleno de amor, de camaradería, con vecinos,
tíos y amigos.
Todo esto, y mucho más, fueron los recuerdos que me llegaron,
mientras tomaba el tintico servido por Claudia, el alud de vivencias que tengo
resucitados ahora, el momento triste de ir con el hijo y el sobrino a ver a ese
primo querido.
Su amplio pecho, mi querido, mi admirado primo, mi nunca olvidado a
pesar de la distancia y el tiempo sin vernos, mi niñez, mi juventud, mis
querencias…Allí estabas tú, y yo, llorando por dentro, te contemplé, sin poder
hacer nada, llevándome en el alma su imagen, pero no ésta, sino la del primo
querido, la del galán con cigarrillo en la mano, la del hombre generoso y
humano, la del encantador de muchachas, recordando tu risa, tu manera de
caminar, tus enormes y azules ojos, en fin, tú, mi amigo, mi compañero, con
quien no nos vimos en tantos años, pero siempre vivías en mi corazón, junto con
toda esa Cúcuta querida que, ahora y por siempre, evoco.
Sepan ustedes, esposa, hermana, hijos, sobrinos, familia toda…que
están en mi corazón, que si la vida nos separa, como es natural, que si el
tiempo nos aleja, aquí los tengo guardados para nunca olvidarlos, ni dejar de pensar
y orar por ustedes, que son mis raíces, raíces del alma, raíces de vida, savia
que nunca deja de fluir y tú, mi queridísimo primo, ahora lejano, caminando
hacia una arcadia donde espero te encontraré y oiré tus boleros y tú los oirás,
porque así somos los Luzardo y los Baptista, el canto de mi alma, mis poesías,
que arranco del fondo de mi corazón.
Los quiero y no quiero decirles más, porque estoy llorando…
Excelente Profesional (Mario Galviz Mantilla)
Sentado
aquí, frente al Mar Caribe, acompañado de un buen mojito y con el arrullo de
las olas del mar…recuerdo a mi amigo, mi maestro y jefe Luis Fernando Luzardo
Melguizo. ¿Por qué desde aquí? Aquí, frente a este mar, disfrutamos con él su
último Congreso Nacional de Ginecología y Obstetricia en Mayo de 2012.
Compartí
con él 25 años de amistad: discúlpenme sus amigos de mucho más tiempo por
tomarme el atrevimiento de escribir estas cortas, pero muy sentidas palabras,
pero quiero resaltar en ellas su vida profesional, tan importante para mis
compañeros de trabajo y otros médicos, como los de mi generación, con lo que
aquí quiero plasmar.
Desde
antes de llegar a Cúcuta, todavía en la universidad en Bogotá, conociendo muy
pocas cosas de la que hoy es mi bella ciudad, sabía que encontraría en el
Hospital San Juan de Dios al profe Luzardo.
Su nombre y su descripción física, por el
comentario de antiguos estudiantes, de entrada, infundía respeto y, por qué no
decirlo, temor, por su prototipo de hombre estricto.
Tuve
la oportunidad de conocerlo en el inicio de Sala de Partos del Hospital Erasmo
Meoz, en el año 1987, sentados ya como internos en el estar médico, en compañía
de su inseparable amigo, otro gran señor y maestro Eduardo Pérez Gómez.
A la
distancia, sentíamos sus pasos cortos, suaves e inconfundibles (su aroma de la
loción de moda todavía ronda por mi nariz): Ingresa por la puerta un señor
alto, canoso, impecablemente presentado, con sus ojos azules profundos como el
mar; por encima de sus lentes hizo un barrido de todos los asustados
estudiantes que lo esperábamos y exclamó: -“Eduardo, ¿muchachos nuevos?”-
Por
ser lunes, se dirigió nuevamente a su amigo y compañero: -¿por fin, cómo quedó
ayer santafecito lindo?-. La respuesta fue rápida: -sí Luis Fernando, muchachos
nuevos, y volvió a perder nuestro equipo-. Esa respuesta nos auguraba una
mañana difícil; prendió su cigarrillo, recibió de manos de su secretaria su
vestido de Mayo sin arruga alguna y procedió a darnos algunas instrucciones.
Venciendo
el temor y rompiendo el hielo de esa primera impresión pude conocer y
acercarme, dentro y fuera de la vida hospitalaria, a ese Especial Señor,
trabajador incansable y estricto, de excelente cultura médica, con una
actualización permanente y, lo que más admiré de él, con la magia de sus manos
y la elegancia al operar.
Esa
figura rígida, de caminar recto y cabeza baja, con el tiempo se convirtió en un
gran amigo, con quien pude disfrutar de su humor fino, de sus palabras de
cariño y de sus consejos sabios y sinceros.
En
compañía de un buen trago conocí sus más profundas reflexiones de la vida y,
con el paso de los años, me entregó muchos de sus trucos quirúrgicos que lo
hacían diferente a los demás.
Durante
nuestro último congreso, nunca faltó al oído su aporte académico en cada
conferencia; siempre tenía algo más que anotar, consejos que seguramente ni el
expositor de turno tenía en sus conocimientos. Por eso fue un EXCELENTE
PROFESIONAL, una persona que en el trasegar de la medicina pudo decirle a
nuestras pacientes –“estos fueron mis alumnos”- y muy orgullosos de ello nos
sentimos.
Tuve
la oportunidad de hablar con él por última vez el 11 de noviembre de 2012, en
una corta y efímera recuperación; su cuerpo delgado, pero antes fuerte, estaba
débil, su voz de jefe quebrada y cansada, su pulso lento… quería expresarme
algo, pero ya no pudo hacerlo…decidí tratar de alegrarle este momento y le
escribí en grande: -“ayer ganó su santafecito lindo”-: sólo me miró y pude
robar su última sonrisa. Gracias por todo… gran maestro.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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