jueves, 19 de diciembre de 2013

494.- EL OCASO DE LAS PLAZAS DE MERCADO



Jhonny Rodríguez


Mercado de El Contento ya agonizó. Calle 13 entre avenidas 12 y 13.


Mercado de La Cabrera se resiste a perecer. Calle 18 entre avenidas 4ª y 5ª.

Antes de que llegaran los almacenes de grandes superficies, supermercados o mini-mercados a Cúcuta, eran las plazas de mercado las que abastecían las cocinas y alacenas de los hogares. Llenas de gente, allí todo se sabía, corrían los rumores; quién quedó embarazada, quién se ganó el chance o a quién despidieron del trabajo.

Históricamente han significado mucho más que eso: para los antiguos griegos era el Ágora, para los romanos los foros, puntos en los que la ciudadanía se reunía a reflexionar. Hoy en día corren con una suerte diferente.

Muchos soles han pasado desde esas épocas y en Cúcuta una plaza que ya agonizó es la del barrio El Contento. Venía mermando sus ventas, con el tiempo se convirtió en refugio de gatos, perros y palomas, con un techo a medio caer, y desde hace aproximadamente 6 meses es el depósito en el que la alcaldía almacena los carritos que se incautan a los vendedores ambulantes de la ciudad.

Flor de María Portilla es la única terca que sigue resistiéndose al cierre de la plaza, como manteniendo una tradición. Así como desde hace 12 años lo hace, continúa madrugando cada sábado, viaja desde Pamplona, y a las 6 de la mañana, afuera de las rejas cubiertas con avisos de conciertos que ya pasaron, organiza varios guacales en fila, encima pone las canastas con las frutas y verduras. Del portón, que encierra los carros decomisados a vendedores ambulantes, amarra una cuerda en la cuelga las bolsas.

UNA TRADICIÓN QUE RESISTE

 Plazas de mercado

Las plazas de mercado en Cúcuta por lo general son de techos altos, lo que hace que el eco del barullo aumente, que uno alce la voz para ser escuchado entre el sonido de las máquinas en las que rebanan los productos de charcutería, y los ladridos de los perros que deambulan buscando restos de comida, huesos que los carniceros botan.

Los olores son muy característicos, una mezcla entre yerbas, carne cruda, frutas y el siempre fuerte aroma de la cebolla. Todo se mezcla con el humo que sale de las cocinas, de los puestos donde venden comida.

Los precios de los desayunos en una plaza de mercado varían, desde $2.500 que cuesta una arepa con huevos revueltos, $3.500 por un calentao, pasando por un caldo con arepa que vale $4.000 hasta un plato de carne con yuca y café por $4.500,  café cerrero, para despertar a los que madrugan a trabajar o a mercar.

El mercado del barrio Guaimaral, que tiene casi 50 años de estar funcionando, abre a las 4 a.m. A las 6:30 de la mañana del viernes, se ven varios puestos vacíos, las cocinas hasta ahora comienzan a funcionar.

Maribel Chinome lleva 15 años vendiendo comida en esta plaza. Fue el relevo de su mamá, que ya tenía este negocio 30 años antes. El suyo es uno de los 4 restaurantes que hay, junto con el de Johanna Chavarro, que tiene 5 años en el mercado, y el de Georgina Vega, que lleva 24 de sus 67 años haciendo desayunos.

“Yo compré este puesto en 2 millones, pero como me tocó pagar intereses, pagué como 2 millones y medio, eso hace como 24 años ya”, cuenta Doña Georgina, que antes abría desde las 4 de la mañana, pero ahora lo hace desde las 6 porque ya casi no hay clientela.

Mientras cuenta que espera que su hijo siga con el negocio cuando ella decida jubilarse, atiende a un cliente que llega a pedir un caldo con arepa; Omar Zúñiga, quien desayuna siempre en el restaurante de ‘Doña Gina’, como la llama de cariño, dice que lo hace porque tiene muy buena sazón. Entre cucharada y cucharada, comenta que ha escuchado el rumor de que van a cerrar el mercado para poner un almacén de cadena en su lugar.

Maribel Cuadros también heredó el negocio familiar, tiene ya 28 años con él, y recuerda que antes de la caída del bolívar, la situación del mercado era otra. Había meses en los que vendía hasta 300Kg de bagre. Ahora la gente prefiere ir a mercar a Ureña o San Antonio, porque les alcanza para más mercado con menos plata.

“La gente dejó de venir a las plazas porque varios de los dueños de los puestos se fueron o le dejaron el negocio a sus hijos, y cuando los clientes vienen y no ven al de siempre, dejan de comprar, lo hacían más por tradición”, es lo que argumenta Maribel, mientras le da de comer a las palomas, que junto con los perros conforman la fauna de las plazas de mercado.

UNA PLAZA 50 AÑOS IMBATIBLE

Al noroeste de Cúcuta está la ciudadela de Juan Atalaya, el sector que concentra la mayoría de los habitantes de la ciudad. Allí, más exactamente en el barrio Claret, hay otra plaza de mercado que funciona aproximadamente hace 50 años y a pesar de que hace algún tiempo un almacén de cadena llegó a unas cuantas calles, los vendedores dicen que no los ha afectado.

“Ha sido igual, nosotros no hemos tenido problemas, no se han ido los clientes, gracias a Dios hay campo para todos. Hay cosas que se consiguen allá que no se consiguen en la plaza, así como hay días que se van, hay días que regresan”, relata María Hilda Sosa, que ya lleva 10 años allí, otra heredera del legado familiar que con ella completa 40 años.

La de Claret es una plaza que se mantiene imbatible a pesar de las dificultades; la gran competencia y el bajo precio del bolívar que en febrero de 1983 comenzó una carrera en descenso, y que ha causado que muchos compradores se vayan a mercar a Ureña o san Antonio, o que muchos vendedores traigan la carne y otros productos de contrabando de Venezuela y los vendan más baratos.

A diagonal del puesto de María Hilda, está el de Olinto Ardila, desplazado por la violencia de San Vicente de Chucurí hace 40 años. Es uno de los vendedores más antiguos que hay actualmente en la plaza, vende pollo y productos de charcutería, 5 huevos por mil pesos, y una bolsa de salchichas por lo mismo. Mientras cuenta su historia, una anciana le compra media pechuga de pollo, la cuenta da $1500, pero dice que no tiene suficiente, que solo le venda $1000, don Olinto corta un pedacito pequeño y le deja el más grande.

“De aquí nadie se va con las manos vacías, le vendo pollo desde $500 en adelante”, esa su política de ventas. “Uno viene acá porque le rinde la plata, y puede llevar de a poquitos, justo lo del almuerzo”, es el comentario que se escucha entre sus clientes.

Don Olinto recién comienza otro periodo como presidente de la junta del mercado, no es la primera vez, ni siquiera recuerda cuántos lleva. Dice que el mercado sigue teniendo vida porque venden fresco, de calidad y atienden bien.

A la vuelta, hay un olor que atrae,  son las yerbas que vende Doña Auremilce Gaona, su puesto parece un pedacito de bosque, forrado de verde, con ramas que salen por todos lados.

Envuelve un puñado de yerbas en una hoja de periódico viejo para un cliente, le explica la forma en que debe usarlas “Prepare el llantén, la caléndula y el cardo santo en agua tibia, y que se bañe con eso”, le recomienda.  

Tiene 60 años, y fue por mucho tiempo enfermera del antiguo Hospital San Juan de Dios (Hoy Biblioteca Pública Departamental), pero ante los problemas que tenía para cobrar su sueldo, su hermana le recomendó que tomara el negocio que su mamá tenía hace 20 años, el que ahora es suyo.

“Yo además de enfermera, me gradué de botánica por correspondencia. La gente y en vez de ir al Policlínico a que el médico les recete acetaminofén, viene acá y yo les preparo pomadas o les recomiendo bebidas a base de yerbas”. A otro cliente (o paciente), que llega preguntando por un remedio para los problemas para amamantar de su esposa, le recomienda el hinojo, la albahaca y el caldo de costillar de pollo.

Mercados que se acabaron, unos que parecen seguir esa ruta, y otros que resisten a golpes de gigantes. Una lucha que sigue desatándose entre la tradición y la modernidad. Las plazas de mercado han perdido varios hombres en esta batalla, pero prometen aguantar muchos más rounds antes de rendirse.



Recopilado por: Gastón Bwrmúdez V.

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