viernes, 10 de enero de 2014

506.- LAS LOCURAS DE UN PILOTO CUCUTEÑO



Gerardo Raynaud

Desde el comienzo de la humanidad todas las personas han aspirado, en algún momento de su vida, tener la libertad de las aves para volar y desplazarse sin restricciones, surcar los cielos, dirigirse al infinito en busca de la emancipación de la gravedad terrestre y sentirse liberados del flagelo que es sentirse atraídos por ese globo que tenemos como hábitat, en este universo multidimensional del cual somos una minúscula parte.

Esa era la sensación que embargaba a nuestro personaje de la crónica de hoy. Me refiero al ‘capi’ Alberto Seade Elcure, el miembro más joven del clan de los Seade, esa familia cucuteña, generadora de riqueza promediando el siglo pasado. Como buen descendiente de los ‘turcos’ que habían emigrado de sus tierras del cercano oriente, en los momentos difíciles y críticos de invasiones y guerras, su familia se había afincado en estos contornos limítrofes y amasado una fortuna que les permitió una vida holgada y próspera. Dedicados a lo que siempre han sabido hacer, el comercio, los Seade fueron desarrollando empresas que progresaban con el paso del tiempo y cuando las condiciones económicas de los dos países presentaron oportunidades excepcionales para negociar en divisas, no dudaron en dedicarse al negocio que les dio reconocimiento nacional durante décadas ya finalizando el siglo XX.

Recordemos que la situación económica del país comenzando la segunda mitad del siglo no era propiamente boyante, el país dependía de las divisas que le generaba el monocultivo y tenía pocas perspectivas de crecimiento, todo lo cual se traducía en restricciones que el gobierno de turno debía implementar para proteger la poca industria nacional. Estas restricciones se enfocaban a mantener controles sobre las divisas y las importaciones, así como, en algunos sectores de la economía que se consideraban sensibles, en los cuales se debía controlar, mediante el establecimiento de impedimentos, las transacciones que se consideraban innecesarias para evitar, en el futuro, situaciones que pusieran en riesgo el conjunto de la economía, tal como apreciamos hoy, en algunos países de Europa. Por el contrario, en Venezuela, se vivía un ambiente completamente opuesto, debido a la explotación de los recursos minerales, que recientemente comenzaban un vertiginoso ascenso, no solo en petróleo sino en hierro y aluminio, todas materias primas de amplia y constante demanda en todos los países del mundo desarrollado. Estos escenarios habían abierto notables oportunidades en la frontera común, pero especialmente para aquellos comerciantes dedicados a la compra y venta de moneda extranjera, digamos que bolívares, toda vez que las demás monedas estaban controladas, es decir, prohibidas en su comercialización. Como siempre sucede en estos casos, cuando aparecen controles, inmediatamente surgen sus contrapartes subterráneas, todo lo cual equilibra la balanza de los desabastecimientos.

El ‘capi’ Alberto Seade se había ido a Estados Unidos a estudiar aviación civil, con el auspicio de sus hermanos Mario y Germán y de su familia, quienes sabían que podría complementar el negocio. Estudió en Oklahoma y una vez obtenido su ‘brevet’ de piloto comercial se traslado a su ciudad natal y se vinculó a la empresa de su familia, la muy conocida Casa de Cambios Seade, por allá finalizando el decenio de los sesenta y posteriormente ampliada con la Agencia de Viajes, de la cual era su representante.

Desde su llegada a la ciudad, tenía una loca idea, que se le había vuelto obsesión. Quería y así lo había intentado unas cuantas veces, pasar por debajo del puente Elías M. Soto, en vuelo rasante y cada vez que se tomaba unos tragos de más, lo decía con una convicción que con los días se volvía más contundente.

A principios del mes de octubre de 1974, su idea se le había convertido en meta y desde el domingo 6 estaba resuelto, ahora sí a intentarlo, dejando la teoría en la casa y trasladándose al aeropuerto a intentarlo, con el convencimiento que tenía que realizarlo, así fuera lo último que haría. Ese día se fue al aeropuerto, que ya se llamaba Camilo Daza y le solicitó a su amigo Alfonso Barrientos, gerente de Caracol en la ciudad, que le permitiera, como tantas veces lo había hecho, su avioneta Cessna distinguida con la matrícula 72P para realizar unos sobrevuelos por el valle del rio Pamplonita en compañía de su amigo de aventuras Rafael Trimiño.

Ambos jóvenes, pues tenían edades que apenas rondaban los treinta años, muy posiblemente después de unos tragos, se dedicaron a realizar aproximaciones sobre el río, tal vez como entrenamiento, pues así lo manifestaron los vecinos de las riberas del río que lo habían visto en varias oportunidades acercarse en vuelo de poca altura, en cercanías al puente. Ya al día siguiente, 7 de octubre, el ‘capi’ y su compañero, habían almorzado frugalmente y se preparaban psicológicamente para enfrentar el reto que había decidido formalmente el día anterior. El ‘capi’ comentaba locuazmente que la maniobra que iba a realizar era el abrebocas para cuando tuviera su propio avión, una aeronave Cessna tipo Comander que había adquirido recientemente y que esperaba estrenar en días venideros. Pasado el mediodía, cuando la tarde refrescaba, inició el que sería su último vuelo. Partió del aeropuerto, siempre acompañado de su amigo Trimiño y luego de algunos sobrevuelos se lanzó en vuelo rasante sobre el lecho el río a la altura del
barrio San Rafael y efectivamente logró su cometido  alcanzando a pasar por entre la arcada central del puente y seguramente, por la alegría y la emoción de haber cumplido su cometido no alcanzó a elevarse lo suficiente para esquivar una línea de alta tensión que atravesaba el río entre los barrios Colsag y San Luis, con tan mala suerte que se enredó con ellos produciéndose una descarga eléctrica que los electrocutó. La pequeña aeronave cayó envuelta en llamas a unos quinientos metros del puente San Luis y aunque los bomberos y la policía nacional llegaron casi inmediatamente, nada pudieron hacer para rescatarlos. El R.P. Manuel Grillo, que pasaba por el lugar, les dio la bendición póstuma y la tragedia que  llenó de consternación a todos los círculos sociales de la ciudad fue ampliamente lamentada y llorada.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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