Gerardo Raynaud
Desde el comienzo de la humanidad todas las
personas han aspirado, en algún momento de su vida, tener la libertad de las
aves para volar y desplazarse sin restricciones, surcar los cielos, dirigirse
al infinito en busca de la emancipación de la gravedad terrestre y sentirse
liberados del flagelo que es sentirse atraídos por ese globo que tenemos como
hábitat, en este universo multidimensional del cual somos una minúscula parte.
Esa era la sensación que embargaba a
nuestro personaje de la crónica de hoy. Me refiero al ‘capi’ Alberto Seade
Elcure, el miembro más joven del clan de los Seade, esa familia cucuteña,
generadora de riqueza promediando el siglo pasado. Como buen descendiente de
los ‘turcos’ que habían emigrado de sus tierras del cercano oriente, en los
momentos difíciles y críticos de invasiones y guerras, su familia se había
afincado en estos contornos limítrofes y amasado una fortuna que les permitió
una vida holgada y próspera. Dedicados a lo que siempre han sabido hacer, el
comercio, los Seade fueron desarrollando empresas que progresaban con el paso
del tiempo y cuando las condiciones económicas de los dos países presentaron
oportunidades excepcionales para negociar en divisas, no dudaron en dedicarse
al negocio que les dio reconocimiento nacional durante décadas ya finalizando
el siglo XX.
Recordemos que la situación económica del
país comenzando la segunda mitad del siglo no era propiamente boyante, el país
dependía de las divisas que le generaba el monocultivo y tenía pocas
perspectivas de crecimiento, todo lo cual se traducía en restricciones que el
gobierno de turno debía implementar para proteger la poca industria nacional.
Estas restricciones se enfocaban a mantener controles sobre las divisas y las
importaciones, así como, en algunos sectores de la economía que se consideraban
sensibles, en los cuales se debía controlar, mediante el establecimiento de
impedimentos, las transacciones que se consideraban innecesarias para evitar,
en el futuro, situaciones que pusieran en riesgo el conjunto de la economía,
tal como apreciamos hoy, en algunos países de Europa. Por el contrario, en
Venezuela, se vivía un ambiente completamente opuesto, debido a la explotación
de los recursos minerales, que recientemente comenzaban un vertiginoso ascenso,
no solo en petróleo sino en hierro y aluminio, todas materias primas de amplia
y constante demanda en todos los países del mundo desarrollado. Estos
escenarios habían abierto notables oportunidades en la frontera común, pero
especialmente para aquellos comerciantes dedicados a la compra y venta de
moneda extranjera, digamos que bolívares, toda vez que las demás monedas
estaban controladas, es decir, prohibidas en su comercialización. Como siempre
sucede en estos casos, cuando aparecen controles, inmediatamente surgen sus
contrapartes subterráneas, todo lo cual equilibra la balanza de los
desabastecimientos.
El ‘capi’ Alberto Seade se había ido a
Estados Unidos a estudiar aviación civil, con el auspicio de sus hermanos Mario
y Germán y de su familia, quienes sabían que podría complementar el negocio.
Estudió en Oklahoma y una vez obtenido su ‘brevet’ de piloto comercial se
traslado a su ciudad natal y se vinculó a la empresa de su familia, la muy
conocida Casa de Cambios Seade, por allá finalizando el decenio de los sesenta
y posteriormente ampliada con la Agencia de Viajes, de la cual era su
representante.
Desde su llegada a la ciudad, tenía una
loca idea, que se le había vuelto obsesión. Quería y así lo había intentado
unas cuantas veces, pasar por debajo del puente Elías M. Soto, en vuelo rasante
y cada vez que se tomaba unos tragos de más, lo decía con una convicción que
con los días se volvía más contundente.
A principios del mes de octubre de 1974, su
idea se le había convertido en meta y desde el domingo 6 estaba resuelto, ahora
sí a intentarlo, dejando la teoría en la casa y trasladándose al aeropuerto a
intentarlo, con el convencimiento que tenía que realizarlo, así fuera lo último
que haría. Ese día se fue al aeropuerto, que ya se llamaba Camilo Daza y le
solicitó a su amigo Alfonso Barrientos, gerente de Caracol en la ciudad, que le
permitiera, como tantas veces lo había hecho, su avioneta Cessna distinguida
con la matrícula 72P para realizar unos sobrevuelos por el valle del rio
Pamplonita en compañía de su amigo de aventuras Rafael Trimiño.
Ambos jóvenes, pues tenían edades que
apenas rondaban los treinta años, muy posiblemente después de unos tragos, se
dedicaron a realizar aproximaciones sobre el río, tal vez como entrenamiento,
pues así lo manifestaron los vecinos de las riberas del río que lo habían visto
en varias oportunidades acercarse en vuelo de poca altura, en cercanías al
puente. Ya al día siguiente, 7 de octubre, el ‘capi’ y su compañero, habían
almorzado frugalmente y se preparaban psicológicamente para enfrentar el reto
que había decidido formalmente el día anterior. El ‘capi’ comentaba locuazmente
que la maniobra que iba a realizar era el abrebocas para cuando tuviera su
propio avión, una aeronave Cessna tipo Comander que había adquirido
recientemente y que esperaba estrenar en días venideros. Pasado el mediodía,
cuando la tarde refrescaba, inició el que sería su último vuelo. Partió del
aeropuerto, siempre acompañado de su amigo Trimiño y luego de algunos
sobrevuelos se lanzó en vuelo rasante sobre el lecho el río a la altura del
barrio San Rafael y efectivamente logró su
cometido alcanzando a pasar por entre la
arcada central del puente y seguramente, por la alegría y la emoción de haber
cumplido su cometido no alcanzó a elevarse lo suficiente para esquivar una
línea de alta tensión que atravesaba el río entre los barrios Colsag y San
Luis, con tan mala suerte que se enredó con ellos produciéndose una descarga
eléctrica que los electrocutó. La pequeña aeronave cayó envuelta en llamas a
unos quinientos metros del puente San Luis y aunque los bomberos y la policía
nacional llegaron casi inmediatamente, nada pudieron hacer para rescatarlos. El
R.P. Manuel Grillo, que pasaba por el lugar, les dio la bendición póstuma y la
tragedia que llenó de consternación a
todos los círculos sociales de la ciudad fue ampliamente lamentada y llorada.
Rafael Trimiño tenía 21 años.
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