Gerardo Raynaud
En todas las épocas han existido personajes
misteriosos. Son reconocidos por propios y extraños pero se desconocen muchas
cosas de su existencia, de sus antecedentes familiares, incluso de sus actividades
y en muchos casos de sus orígenes y sobre todo, de la de sus bienes y fortuna.
A mediados del siglo pasado, durante el periodo de la guerra que asoló buena
parte del mundo y que se conoció como la Segunda Guerra, vivía en la ciudad un
personaje, una dama ampliamente conocida especialmente en “los sectores
penumbrosos de las iglesias y en las salas de las notarías”; se dice que gozaba
de fama de ser una persona acaudalada, que gran parte de su fortuna la había
invertido en hipotecas y en documentos a plazo fijo, lo que hoy llamamos
comúnmente CDT´s. También se decía, que llevaba una vida misteriosa y al
parecer, para que no se supiera de su holgada posición, daba la impresión de
ser una señora pobre y desamparada. Sin embargo, su situación era difícil de
creer toda vez que residía en el exclusivo sector del centro de la ciudad
ubicado en el costado sur del Parque de la Victoria hoy conocido como Parque
Colón, específicamente en la calle 13 entre avenidas segunda y tercera, en la casa identificada con el número
2-85, en el lugar que ocupa hoy la notaría primera de Cúcuta.
Era vecina de la casa donde, por entonces,
tenía don José Manuel Villalobos la sede de su prestigioso periódico
Comentarios, siendo reconocida por todas las personas que allí trabajaban,
cuando diariamente pasaba delante de sus instalaciones para dirigirse, bien a
las iglesias habituales o a realizar sus diligencias cotidianas. Siempre estuvo
rodeada de un aura de misterio, pues no le conocían allegados cercanos ni
compañías permanentes, ni siquiera gozaba del servicio de ayudantas ni
sirvientes en su vivienda. La alimentación le era suministrada por la familia
vecina a quienes les pagaba los tres “golpes”. Las viandas que le eran
entregadas por el vecino, don Víctor S. Ramírez, eran recibidas a través del
portón de la casa después de lo cual, cerraba la puerta sin permitir siquiera
que entraran a colaborar. Vivía completamente sola y escasamente recibía
visitas, las cuales cuando tocaban a su puerta, se asomaba discretamente por
las rendijas de la ventana y si eran de su agrado o de su confianza, le abría
la puerta. Los únicos compañeros permanentes eran unos palomos que rondaban por
los patios y corredores de la estancia.
Doña Raquel, como era conocida, tenía
parientes en poblaciones vecinas; en Ureña y en Chinácota, lugares a los que
viajaba con alguna regularidad y donde permanecía algunos días, en plan de
visita y de descanso, así como de reencuentro con sus familiares más allegados.
No se ausentaba frecuentemente ni sus ausencias eran largas, solo unos pocos
días que le ayudaban a distraer su mente de los problemas más usuales, que eran
más bien pocos, especialmente los financieros cuando sus deudores se “colgaban”
en los pagos, lo cual también era poco frecuente.
Por esos días, iniciando la segunda mitad
del año 42, era el primer viernes del mes y como todos los primeros viernes, la
tradición católica imponía la obligación de confesarse y comulgar y eso era una
imposición que religiosamente cumplía doña Raquel, sin embargo, algo raro
sucedió ese día. Aunque, solía retrasarse en algunas ocasiones, especialmente
los primeros viernes debido a las actividades propias de la iglesia, se notó su
ausencia, pues no recibió los alimentos que le eran enviados por su vecino,
quien a su vez, creía que había salido de viaje. Así pasaron los días, hasta
que el domingo, después de haber indagado con sus amigos y parientes sobre su
suerte, entraron en franca preocupación y entre sospechas y sospechas, los
vecinos decidieron informar a la Permanencia, que así se llamaba el organismo
encargado de diligenciar las denuncias de la gente de entonces.
Con el conocimiento que las autoridades
tuvieron de las extrañas circunstancias de la desaparición de la señora, a su
vivienda se dirigió el señor secretario de la Permanencia en compañía de un
agente de la policía y por la casa aledaña saltaron al patio vecino. Un fuerte
olor nauseabundo fue percibido por quienes allí llegaron, pues se encontraron
con un cuerpo en avanzado estado de descomposición, en la alcoba, a unos dos
metros de su cama, tendida boca arriba. De inmediato fueron llamados los
médicos legistas quienes dictaminaron que la muerte de la señorita Bejarano
había sido por causa naturales y no producto de un homicidio, como empezó a
circular en los corrillos. Chismes como que la habían forzado a entregar los
artículos de valor y luego de torturarla la habían asesinado, nada de eso era
cierto, pues finalmente la conclusión médica fue que falleció de un derrame
cerebral.
Concluidos los trámites legales
correspondientes, el secretario del Permanente citó al apoderado de doña Raquel
Bejarano, el abogado Luis Hernández Gutiérrez, para realizar el inventario
detallado de todos sus bienes con el fin de iniciar la sucesión pertinente y
hacerles entrega formal a sus deudos y herederos. Una estricta relación de los
muebles y enseres fue levantada por el apoderado en compañía del secretario del
Permanente y en presencia de sus familiares de Ureña quienes participaron
activamente. Era la familia Olivares Ramírez, quienes se mostraron
profundamente compungidos por el tremendo suceso y fueron quienes organizaron
el sepelio que tuvo lugar en el cementerio central, a donde fueron trasladados
sus restos en compañía de un número relativamente pequeño de personas, particularmente
sus compañeras de oraciones.
Finalmente, no trascendió como se dijo en
un principio, de la ‘misteriosa muerte’ de doña Raquel sino producto de causas
naturales; lo que si generó una gran noticia fue el hallazgo de los baúles que
guardaba la anciana señorita.
En sus aposentos, fueron encontrados tres
cofres con documentos valores con los que transaba y obtenía beneficios, tal
como se reseñó al comienzo de la crónica pero además, se encontró la suma de
$8.855 en billetes de banco, una inmensa fortuna en esa época y una cantidad
considerable de monedas de oro representadas por morrocotas, colombianas y
venezolanas, así como libras y medias libras que eran las monedas doradas
norteamericanas de uso común, especialmente durante la época de la guerra que
se vivía.
Recopilado por: Gastón Bermúdez V.
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