viernes, 24 de enero de 2014

513.- UN VISTAZO A LOS SUCESOS ECONOMICOS DEL 51



Gerado Raynaud

Para empezar una crónica económica de la ciudad es característica ineludible preguntarse a cómo amanecería la cotización del bolívar. Recuerdo que durante la primera visita del presidente Ernesto Samper por estas tierras, decía que lo primero que hacía un cucuteño al levantarse no era bañarse o desayunar sino preguntar a cómo había amanecido el bolívar; pues bien, durante el año 51, el bolívar mantuvo una cotización más o menos estable, alrededor de los $4.00, con un observación que parecería premonitoria, ya se hablaba que la moneda era una moneda ‘fuerte’ y no era propiamente, por mencionar a la moneda aquella que recordamos de los 5 Bs. Sino que en realidad era una divisa que mantenía un buen respaldo económico, con reservas probadas más que suficientes para ejecutar todas las obras necesarias para mantener un nivel de bienestar superior, situación que se mantuvo inalterable hasta el año 83 cuando se produjo la debacle desencadenada por la devaluación que nos tomó a muchos de sorpresa y que trastornó por completo la economía regional durante un tiempo, afortunadamente corto pero que nos aleccionó para el futuro, razón por la cual, ahora las decisiones de ese tenor no nos producen el más mínimo escozor.

Pero sigamos con los sucesos de entonces. Mientras que el alcalde Manuel Jordán se reunía con los vecinos de la calle once por los lados del barrio el Llano para discutir la pavimentación de esa vía, los principales exponentes de esa zona de la ciudad, Olimpo Berrío quien era el propietario de la tienda Puerto Berrío, Trino Labrador propietario, algunos metros arriba, del molino de granos y de café del mismo nombre, Polo Sosa, Francisco Barrios Bosch y algunas de las matronas más representativas del sector como doña Josefa viuda de Suárez, María Susana de Mieles, Pastora Flórez y Concepción Bastidas entre otras, acordaban, de buena voluntad, colaborar en lo que estuviera a su alcance para que la obra se realizara en los mejores términos.

Todo pareciera que la ciudad se desenvolvía sin mayores problemas a pesar de las quejas que contra el mal servicio de las ‘droguerías de turno’ manifestaba la ciudadanía al director del Permanente Central, don Luis Felipe Dávila. Recordemos que en esa época, las Direcciones Municipales de Higiene reglamentaban el funcionamiento de las farmacias y droguerías obligándolas a mantener el servicio nocturno durante algunos días de la semana so pena de sanción con cierre definitivo.

Entonces no había muchos negocios dedicados a la actividad y las farmacias no se ‘peleaban’ la clientela como se hace hoy en día, sino todo lo contrario. En este sentido, evoco una anécdota de un farmaceuta de la época, don Rafael Peñaranda, quien abrió una botica en su casa de la avenida cuarta entre calles once y doce; no eran muchos ni tan exigentes los requisitos para hacerlo, menos si se ostentaba el título profesional respectivo, así que estuvo ofreciendo sus servicios hasta que le exigieron que debía realizar el turno correspondiente al servicio nocturno a lo cual se negó rotundamente y prefirió cerrar el negocio que someterse a tan ignominiosa pretensión.

Pero sigamos, el problema surgió porque las droguerías podían ‘ceder’ sus turnos a otras de común acuerdo y eso estaba permitido, siempre y cuando el servicio se prestara dentro de los cánones establecidos, pues bien, las droguerías Eslava y Española habían acordado con la nueva droguería Unión la prestación de este servicio, pero ésta no contaba con todos los productos y servicios que se prestaban en las droguerías mencionadas así que el Inspector decidió remitir la queja a la Dirección de Higiene para que tomaran cartas en el asunto.

Para las grandes textileras nacionales, la contienda se desarrollaba en torno a los driles; efectivamente, Coltejer promocionaba su dril Armada, el que aguantaba más lavadas y además era ‘sanforizado’, -vaya uno a saber qué era eso-; mientras que Fabricato, su competencia, ofrecía el dril Naval, que además de ‘sanforizado’ era ‘mercerizado’, tenía los hilos retorcidos y el tejido concentrado, resistía el uso y aguantaba el abuso.

Esta competencia se trasladaba a Cúcuta, pues los distribuidores tenían la obligación no solo de promocionar sus productos, especialmente entre los compradores venezolanos sino de vender las mayores cantidades. Las agencias distribuidoras locales eran las de mayores ventas en el territorio nacional, todo debido a la magnífica calidad de sus telas, que buena parte era comprada por los venezolanos que venían a la ciudad. Los grandes comerciantes de entonces eran los distribuidores de estas dos compañías antioqueñas.

Los empresarios locales, ofrecían algunos de sus productos, tímidamente mediante avisos en los periódicos y emisoras de la región, como el caso de Carlos Colmenares quien anunciaba la introducción de la cola La Imperial en su nuevo envase y los pedidos había que hacerlos a la línea telefónica número 47 -bastante fácil de recordar-.

Don Manuel Herrera y su fábrica de Muebles del mismo nombre, posteriormente se transformaría en Universal del Mueble, tenía su establecimiento en la avenida 8 No. 3-57 y la oficina en la calle 9 No. 6-93, ofrecía, por el sistema de clubes toda la línea de muebles para el hogar, con el eslogan ‘de la fábrica al cliente’; semanalmente su clientela tenía la oportunidad de redimir su compra por medio de los sorteos de la Lotería de Cúcuta, con dos cifras únicamente.

Y para terminar esta crónica, el sector inmobiliario estaba en pleno auge, en especial por la oferta que se estaba haciendo de la urbanización La Merced. Angel María Corzo Y. que era el promotor, anunciaba la venta de lotes que no tenían problemas de agua, luz y alcantarillado; para mayores informes, los interesados se debían dirigir a la avenida 5 No.7-47 o llamar a los teléfonos 710 o al 26-92. Nótese que los teléfonos de ese año tenían variadas notaciones, pues había líneas de 2, de 3 y las últimas adquisiciones de la más reciente central tenían 4 dígitos.

Finalmente y para divertirse, de manera especial los fines de semana, el Club Campestre situado entre El Cerrito y La Ínsula, ofrecía un sitio de recreo para las familias, con moderna pista de baile y amplios comedores y bodega pródigamente provista de los más exquisitos licores; lo que me inquieta, es no saber si en ese momento, el lugar ya se había transformado en el lupanar que se conoció unos años más tarde.



Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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