Gerardo
Raynaud D.
Las historias que podrían contarse en torno a las
aventuras sucedidas en la zona de tolerancia más famosa de Colombia, aunque
diría yo del mundo, a finales de los años cincuenta del siglo 20 son
interminables.
No puedo concretar la fecha exacta de la creación de
dicho sector o mejor, de cuándo apareció La Ínsula como ese remedo de lo que
hoy son Las Vegas en los E.U. pero con actividades dedicadas al negocio del
sexo, pues a comienzos del decenio de los cincuenta por esos lados no se
vislumbraba aún el esplendor que se produciría unos pocos años más tarde. Claro
que así como fueron apareciendo esos esplendorosos y deslumbrantes negocios, de
igual manera comenzaron a desaparecer cuando, en razón de los desequilibrios
económicos que se fueron alentando en el vecino país, dejaron de ser una opción
de lúdica y divertimento para quienes, en su momento, tuvieron todas las
oportunidades, especialmente financieras para gastarlas a su antojo en
prontitudes poco rentables pero de grandes satisfacciones para sus egos.
También quiero referirme que a raíz de esa bonanza
surgida en la mitad de los últimos cincuenta años del siglo pasado, las zonas
de tolerancia se multiplicaron más allá de las expectativas de las autoridades
locales y podríamos decir que éstas estaban ‘estratificadas’ pues las había
para todos los gustos y por supuesto para todos los bolsillos. Si bien es
cierto que los vecinos venían ‘desaforados’ a tres cosas, entre finales de los
cincuenta y principios de los ochenta; a comprar ropa o más bien vestuario en
general, cuyos principales proveedores eran los almacenes Los Tres Grandes,
LECS y La Corona, además del LEY al que no podían dejar de visitar; también
aprovechaban para hacerse alguna revisión médica e incluso para matricular a
sus hijos en los reputados colegios, especialmente de la ciudad de Pamplona,
pero finalmente, lo que no podían dejar de hacer era visitar a ‘las niñas’ en
cualquiera de los lugares que habían sido establecidos para tal fin.
También es bueno aclarar, que durante estos años de
bonanza, quienes visitaban la ciudad para realizar todas las acciones que acabo
de comentar no eran particularmente los venezolanos de las clases más
encumbradas, pues éstos no venían por estos lares sino que hacían lo mismo,
pero en Miami o en los Estados Unidos y aún en Europa. Así pues, nuestros
amigos visitantes eran de la clase media hacia abajo y por tal razón, también
se clasificaban los negocios de acuerdo con las categorías de los clientes.
La Ínsula como tal, a medida que los negocios fueron
prosperando, se fue convirtiendo en el centro de la atracción del turismo
sexual, pero que no estaba al alcance de todos, así que fueron extendiéndose
las posibilidades alrededor de los puntos de entrada a la ciudad, vista desde
el lado venezolano y por eso, durante la época de prosperidad, la alternativa
también se había desplegado por los lados del barrio San Luis,
específicamente sobre la carretera que
da acceso a la ciudad desde Ureña. Allí fueron famosos algunos negocios que
hicieron historia que no viene al caso mencionar, por lo menos en esta crónica.
Claro que este sector no tenía el esplendor de La Ínsula pero sí constituía una
posibilidad para nuestros visitantes.
Habían además, otras alternativas mucho más recatadas
a las que acudían personajes de ambos países, sin tener que exponerse a la
vista del público y si hubieran existido los ‘paparazzis’ menos aún, que eran las casas de citas,
dirigidas por las ‘madames’ famosas como América Coronado, Olga Durán y Esther
Mantilla, las que podríamos catalogar hoy como de estrato seis, más exigentes y
costosas que las mismas de La Ínsula.
Como en esos lugares había distracciones de toda
clase, también negocios a los cuales se iba solamente a bailar y a tomar. Este
es el caso de nuestra crónica de hoy, en la cual me voy a referir a un
incidente sucedido en un establecimiento, famoso por cierto y en donde se
asistía sólo a eso, tomar y bailar, con su acompañante a la que había tenido
que convencer previamente. Era El Viejo Tango y para evitar molestias entre mis
lectores, omitiré los nombres de los protagonistas, quienes eran reconocidas
figuras de la sociedad local.
Por los años setenta, a principios, se presentó uno de
los tantos casos que allí ocurrían con propios y extraños, que a veces
trascendía por la importancia o el renombre de los involucrados; esta vez,
después de una noche de juerga coincidieron varios personajes, entre los que
estaba un reconocido dirigente deportivo, además de funcionario de la rama
judicial, toda vez que era el secretario de la inspección primera penal
municipal, lógicamente acompañado de una pareja que había decidido, igual que
él a ‘alzarse las bata’ y pasar un rato de sano esparcimiento, desafortunadamente esa sería la última noche
de ambos y aunque no tuvieron nada que ver con el alboroto que allí se formó,
sí llevaron la peor parte. En el lado opuesto del salón se había instalado
recién llegado, un reconocido comerciante propietario de una ferretería en las
inmediaciones de La Sexta. En un momento dado, el cantinero o quien atendía en
ese momento a los clientes, se vino ‘taburete en ristre’ contra el ferretero
con el ánimo de descargarle la silla en la cabeza y la pelea comenzó a
desarrollarse, cada uno a defenderse de las arremetidas del otro. El
comerciante, ducho en estas lides y desconfiado de las circunstancias,
previendo que algo malo podría ocurrirle, siempre andaba con el revólver al
cinto y a pesar de tener una situación de incapacidad en su brazo izquierdo, siempre lograba
controlar las acciones de sus contrincantes, como efectivamente ocurrió, con el
agravante que para defenderse de su agresor comenzó a dispararle hiriéndolo,
pero además, alcanzando con sus proyectiles a otras personas que estaban de
espectadores inocentes, entre esas, las dos personas antes mencionadas.
En las investigaciones iniciadas a raíz de este suceso
se encontraron muchos elementos que ayudaron a esclarecer el contexto y a
determinar sus causas. El cantinero era, al parecer, un sujeto con antecedentes
y conocido en los bajos fondos como ‘El Caleño’. El comerciante era a su vez,
un asiduo visitante de lupanares y sitios de oscura reputación y además
reconocido consumidor de yerba. Parece que, entre ambos, había surgido una
enemistad irreconciliable, por motivos que no se conocieron y por ello, cada
vez que encontraban surgía alguna desavenencia, cuando al calor de los tragos y
demás consumos no lograban controlar sus impulsos.
Una situación parecida había sucedido algunas semanas
antes, esta vez, en el bar ‘Katunga’ en la poco recomendable zona de tolerancia
del Magdalena. Allí fue ‘El Caleño’ quien armado de un pico de botella, hirió
sin consideración al comerciante y desde entonces, había jurado vengarse, como
así sucedió posteriormente. Esta vez, logró acomodarle la bobadita de tres
balas en el cuerpo, sin que pasara a mayores ya que sobrevivió después de un
par de intervenciones que le realizaron en el Hospital San Juan de Dios.
Aunque las pesquisas arrojaron un saldo negativo en la
hipótesis del tráfico de drogas, el comerciante fue procesado y trasladado a la
Cárcel Modelo, que en la época quedaba a media cuadra de su negocio. Pareciera
que la situación acaecida para cada uno fue tomada con toda la calma posible,
pues mientras que el herido disfrutaba de su estancia en la pieza 34 de la
pensión segunda del hospital, diciéndole a la prensa que era prácticamente
inmortal, el otro protagonista, procesado por el Juzgado Tercero de Instrucción
Criminal argumentaba que no sabía cómo habían muerto, pues el problema no era
con ellos sino con El Caleño; aun así fue remitido a su vecina cárcel, hasta el
día del juicio, del que posteriormente saldría bien librado, en buena parte por
los elementos circunstanciales que rodearon el desafortunado hecho.
Recopilado
por: Gastón Bermúdez V.
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