Leopoldo Vera Cristo
Grupo de alemanes residentes en Cúcuta, quienes
tuvieron una decidida influencia en el desarrollo empresarial, durante la
primera mitad del siglo XX. A la izquierda Federico Halterman quien fue el
primer presidente de la Cámara de Comercio de Cúcuta en 1915, le acompañan los
comerciantes Otto Moil y H. Meiwal durante una celebración organizada por la
Colonia Alemana.
Corrían los años veinte del siglo veinte.
Los jóvenes de la vieja Europa, donde acababa de terminar con miseria la Gran Guerra,
soñaban con cruzar el océano para buscar fortuna en las tierras nuevas y
selváticas de Sudamérica. Eran contratos sencillos que comprometían la lealtad
del trabajador, generalmente para ayudantías mercantiles, a cambio de unos tres
mil bolívares, pasajes, manutención y vivienda libres. La rica Venezuela era el
más popular destino inicial y a ella se llegaba en vapores que se “tragaban”
seis toneladas de petróleo al día. Saliendo de Hamburgo, bordeaban las costas
de Los Países Bajos, las Azores y, más de veinte días después, Puerto España
Trinidad, para terminar en Wilhelmstadt. Curazao era puerto obligatorio para el
comercio del Caribe además de refinar el petróleo venezolano; colonia típicamente
holandesa, contaba con un excelente sanatorio en el tope de una colina que por
estar mejor suplido recibía todos los enfermos del litoral.
Cerquita, La Guaira y Macuto daban inicio a
hora y media de subida por una fina
carretera que llevaba a Caracas, mil metros arriba del mar. Allí, en El Paraíso, zona de ricos, aparecían
calles angostas con quintas blancas casi todas de un piso y de aspecto llamado
colonial, con visos romano y morisco en su interior. En las mansiones de dos
pisos las habitaciones con balcón
rodeaban un hermoso patio con fuente incluida. Impresionaba el número de carros
y edificios públicos. Una habitación con buen desayuno costaba 5.60 marcos y
una comida fina cinco. Los inmigrantes
eran prolíficos en el nuevo mundo; en puerto España los Stollmeyer eran siete
varones y tres niñas, en Caracas los Gillmeyer eran doce niñas y dos varones.
Pero la meta era Maracaibo que con San
Cristóbal, Cúcuta y Barranquilla constituían el eje comercial del norte
sudamericano, donde las más importantes casas comerciales tenían sus bien
establecidas sucursales. La angosta entrada al lago de Maracaibo mostraba a un
lado una especie de castillo derruido que asustaba a los extranjeros a quienes
habían hablado del “infierno” de Maracaibo. Pero rápidamente la idea del
infierno daba paso una gran bahía llena de barcos y velas, donde las casas se
regaban por kilómetros hacia arriba, adivinándose cúpulas y torres bordeadas de palmeras.
Casa comercial de Jorge Cristo, 1916. Avenida 6
entre calles 11 y 12. Este fue uno de los más importantes comerciantes de
origen libanés de la ciudad a principios del siglo XX.
Casas como Breuer Moller y Co. Sucs. vendían desde una
bacinilla hasta un barco. Pero en realidad lo que más rendía y dominaba en el
intercambio comercial no eran las bacinillas sino el café que en su mayoría se
orientaba hacia Nueva York, aunque cada día aumentaba el flujo a Europa. El
negocio giraba entonces alrededor de las buenas o malas cosechas del café cuyos
departamentos eran los más grandes a pesar de que solo se movía según la época
y las condiciones del mercado. Y café era lo que teníamos en el borde oriental de Colombia
en uno de cuyos hermosos pueblos, Salazar de Las Palmas, nació el café
colombiano cuando un buen cura ordenó sembrar maticas como penitencia de los
muchos pecados de los pobladores de una región en franca bonanza.
Maracaibo tenía más o menos cien mil
habitantes. Ciudad petrolera, se daba el lujo de ser habitada por negros, blancos y otros matices, incluyendo
indios de cara pintada. Una importante
corriente inmigratoria formada sobre todo por alemanes y americanos, que
justificaban la existencia de una buena cervecería, contribuyó al
engrandecimiento del primer centro comercial de Venezuela. En el centro un gran
mercado que bullía noche y día, agrupaba a su alrededor las sedes comerciales
más importantes hasta que se incendió en 1927, dejando en la ruina a muchos. Si
señores, también había tranvía como en Europa, heladerías y todo eso que trae
la luz eléctrica, aunque teniendo que acostumbrase a las impertinentes
interrupciones. No había acueducto y se filtraba el agua recogida de los techos
de las casas. Los postigos de madera
remplazaban los vidrios haciendo más románticas las serenatas, y el saludo,
excepto para las señoras, no era de mano sino con palmaditas en la espalda. Pero
los extranjeros vivían como reyes: en 1925, el Sr. Larsen, jefe máximo de la Breuer,
había construido una casita frente al lago con cancha de tenis y embarcadero
que costó Bs. 250.000 (unos 200.000 marcos de la época) la cual en Alemania prácticamente
nadie podía poseer.
No era muy calurosa Maracaibo, con promedio
de 33ºC en el día y bien fresca de
noche. Se bebía con entusiasmo; en muchas casas había un letrero que decía
“Detal de Licores”, además de que el billar parecía ser el deporte municipal.
No se veía a nadie corriendo y la gente de cierto nivel toda manejaba. El
dinero resultaba hermoso, casi todo era plata y oro, cualquier empleado montado
en mula podía transportar sin custodia algunos cientos de miles de bolívares en
oro a las casas comerciales de la ciudad, todo un acontecimiento para los
europeos. Sin embargo, el soborno y el “engrase” de los empleados públicos ya
eran cosa común que sorprendía a los trabajadores extranjeros.
La rutina de las grandes casas comerciales
en Maracaibo era muy parecida. Los más jóvenes abrían el negocio a las seis de
la mañana para recibir los obreros. El resto de ejecutivos empezaba el día a
las siete. Ya se hacían sentir los peones con intermitentes huelgas que ayudaron a subir sus salarios a Bs. 16,50
diarios. Todos tenían que hacer de todo: correspondencia, encargar, expedir,
calcular, preparar muestras, recibir mercancía y sobre todo atender a los
clientes. Difícil tarea porque venían venezolanos, ingleses, alemanes, judíos
de Polonia y galicianos (quienes no gozaban de mucha simpatía), cada uno
deseando ser atendido en su propio idioma.
Se vendía de todo como ya dijimos, telas, cobijas, sombreros, medias,
pañuelos, hilos, ropa, cosméticos, víveres, etc. Tenían vendedores viajeros que
llevaban y traían pedidos, parte novelesca y aventurera del trabajo, que
merecerá mención detallada más adelante. Cada una de ellas tenía más de diez camiones Benz para transportar
mercancía y los depósitos individuales de café tenían capacidad para más de
4.000 sacos. En general la jornada se terminaba a las cinco de la tarde, una
hora antes de que empezara a caer el sol.
Interior casa comercial de Jorge Cristo la cual exportaba café vía
Maracaibo. 1916.
Cruzando el lago, el gran ferrocarril de la
Ceiba con mucho esfuerzo llevaba los vendedores viajeros a Motatán desde donde una peligrosa carretera
terminaba en Valera. Allí competían las grandes casas en precios para vender su
mercancía en uno de los desplazamientos más cercanos de su sede. Desde Valera,
pasando por Timotes y subiendo por la carretera de mayor altura del mundo
entonces (4.018 metros) se alcanzaba el Páramo de Mérida, para bajar a esa
hermosa ciudad a 1.600 metros sobre el nivel del mar. Mérida, saludada por la
“Corona” y la Columna” majestuosos picos de la Sierra Nevada, empezaba entonces
a mover un interesante comercio atraído por la muy nueva carretera del páramo.
Los viajeros bajaban de Mérida al Táchira en más o menos 10 días, sorteando
derrumbes; cubrían Tovar, Colón y se asentaban en Rubio, centro cafetero y vividero de ricos cafetaleros. Pero era en
la capital San Cristóbal donde los viajeros de Breuer, de Blohm y Cía. y de
muchas otras casas hacían sus mejores negocios.
Tal vez por la vecindad colombiana de Cúcuta, donde el Sr. Müller
manejaba la Breuer y se acomodaban multitud de representaciones comerciales
cuyos propietarios formaban la más pura expresión del civismo y la honestidad.
La Cúcuta comercial de principios del siglo
XX merece un escrito aparte. Florecía desde el siglo anterior, mucho antes de
que en 1915 el Presidente Concha y su Ministro de Agricultura y Comercio,
Benjamín Herrera, casado con la pamplonesa Josefina Villamizar Peralta, crearan
su primera Cámara de Comercio. Más de 35 instituciones comerciales exportadoras
e importadoras, Breuer Moller, Riboli y Cía., Jorge Cristo y Cía., Cogollo y Cía.,
A. Berti y Cía., Van Dissel, Rode, Morelli Hermanos, Duplat y Cía., Miguel
Merjech, Beckman y Cía., Mutis Daza y Soto, y tantas otras, pusieron a Cúcuta
en el mapa de la economía mundial.
Apenas pasado el terremoto, en 1876, una
junta de notables gestó el ferrocarril para la región, primero en Colombia, que
inauguró sin aporte oficial en 1888 los 55 kilómetros hasta Puerto Villamizar.
Luego, al empalmar con el Ferrocarril del Táchira, Cúcuta se convirtió en el
primer puerto terrestre del país. Me hubiera gustado ser testigo de esa época
de grandiosidad, liderazgo y civismo que nunca se volvió a repetir.
La actividad de las casas comerciales era muy parecida. Como no pude vivirla me
remito a lo que me contó y escribió Don Luis Medina sobre mi abuelo, Jorge
Cristo, con quien trabajó Luis por muchos años: “Respetable señor Don Jorge,
fundador de la casa comercial Almacén Damasco en 1.893. Exportaba café por la
vía del Ferrocarril de Cúcuta a Encontrados, buscando el lago de Maracaibo en
su ruta a Nueva York y Europa. Un libanés tesoro de pulcritud, de
caballerosidad, de honestidad y honradez, crisol donde se purifica el oro y se
desecha la escoria”. Compraba la mayor parte de las cosechas de las regiones
cafeteras del departamento.
Llegaban los arrieros con sus mulas
cargadas de café a la avenida sexta entre once y doce, muy al frente del
Edificio Los aliados, su casa de habitación. El café pasaba a las bodegas para
el pesaje que efectuaba don Lino Durán sin la presencia del vendedor; Don Jorge
recibía el dato y liquidaba a razón de veinte mil pesos la carga.
Curiosamente los vendedores sacaban para los
gastos y dejaban el resto guardado en la caja de hierro, donde Don Jorge, en
talegas de lona marcadas, les guardaba el dinero para la próxima “limpia” de los
cafetales, sin recibo alguno y prestándoles sin intereses si no les alcanzaba. “Eso
no se puede hacer ya hoy, porque Don Jorge Cristo murió el 7 de noviembre de
1.947”, escribía Luis Medina.
Más tarde Don Luis, con la autorización de
los Cristo Abrajim, quienes le hicieron un préstamo y le suministraron su
primer mostrador, fundó su sastrería con el mismo nombre de Damasco que por
muchos años atendió a los cucuteños.
Y así mismo tantos benefactores cívicos,
laboriosos y honestos, escribieron de su puño y letra el capítulo más
importante de nuestra historia comercial.
Excelente Crónica sobre dos Ciudades hermanadas en el Tiempo: Maracaibo y Cúcuta. Reciba un cordial saludo. Arquitecto Aquiles Asprino, Maracaibo. aquiles.asprino@gmail.com
ResponderEliminarCreo que Josefina Villamizar era la madre de mi abuela, hay alguna manera de saber cómo se llamaba su hija? Ella se casó con un alemán en Cúcuta
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