viernes, 4 de julio de 2014

595.- CUANDO HABIA ALCALDE MILITAR EN CUCUTA



Gerardo Raynaud D. 

En las postrimerías de la República Liberal y capoteada la intentona de cuartelazo al presidente López en la ciudad de Pasto, el gobierno central tuvo que extremar los controles de gobernabilidad para evitar que la situación se le saliera de las manos, razón por la cual, apeló al nombramiento de mandatarios locales, gobernadores y alcaldes militares a quienes le era más fácil controlar,  en algunas localidades, especialmente en aquellas susceptibles de violencia, pues el ejército ha sido siempre, por lo menos en Colombia y en los últimos años, garante de las libertades democráticas y por su estructura lineal, mucho más fácil de dirigir.

A mediados de la década de los cuarenta, siendo gobernador el doctor Manuel José Vargas y su secretario de gobierno Pedro Entrena, fue nombrado alcalde de la ciudad un militar que detentaba el grado de mayor. Debo agregar que entonces, la potestad de nombrar gobernadores y alcaldes recaía en hombros del gobierno central; el presidente nombraba los gobernadores y éstos a su vez, hacían lo mismo con los alcaldes municipales, pero siempre con la anuencia o el visto bueno del gobierno de la nación. Ya para el mes de agosto y después de los lamentables hechos ocurridos en la ciudad, durante los cuales una turba de energúmenos dirigidos por unos importantes líderes liberales, decidieron por su cuenta, lanzarse a la calle, cerrar negocios y detener a unos cuantos ciudadanos que se identificaban como afectos al partido de la oposición, llevarlos al Palacio de la Gobernación y retenerlos durante varias horas sin otra justificación que su afiliación política. Ante circunstancias como esta, el gobierno nacional nombró, entonces al mayor Gonzalo Neira Díaz, alcalde militar de la ciudad de Cúcuta y de esa manera restaurar el orden, que aunque no había logrado subvertirse por completo, sí alcanzó a deteriorarse y sus gobernantes locales a perder credibilidad, toda vez que no hicieron nada para ponerle orden a la anarquía que algunos quisieron imponer.

Desde el mismo día de su posesión, el mayor Neira recibió el apoyo de la ciudadanía y en especial de los medios, a quienes en primer lugar, les dirigió una nota de agradecimiento por la forma entusiasta como lo habían recibido y el respaldo que de entrada le habían prometido. En esa misiva expresa su voluntad de colaboración, eso sí con mucho tacto, pues indica que lo hará “hasta donde las circunstancias lo permitan”. Prometió que impulsará “las obras de ornamentación que tiendan al mejoramiento y progreso de la ciudad” y recalca que todo ello lo merece debido, no solamente, a su importancia como capital y por su situación limítrofe y su actividad comercial y además por su grandeza histórica, sino porque es culta y hermosa. Dio su palabra que generaría información y propaganda que “tienda a informar y mantener al día a toda la población sobre las cuestiones y trabajos que se ejecuten y que se piensan ejecutar”; hizo énfasis en que todo lo anterior “lo haría el suscrito con oportunidad dando sus puntos de vista por escrito”. Para rematar y consecuentemente con lo anterior les envía a cada uno de los periódicos y emisoras de la época, la primera información “en favor del engrandecimiento de Cúcuta”. Solicita que informen a la ciudadanía en general que, en la alcaldía, se encuentran los formularios de solicitud para la adjudicación de casas del barrio Popular, así como también “los cuadros de liquidación general, a fin de que los interesados, acudan dentro del menor tiempo posible, a gestionar los asuntos, que tanto los gobiernos nacional, departamental y municipal han dispuesto con vivo interés, en favor de la masa trabajadora”.

La nota del alcalde militar fue recibida con entusiasmo, pero a la vez, con escepticismo pues la experiencia les mostraba “un largo desfile de alcaldes que no han dejado sino la prueba latente de que en Cúcuta son muchas las resistencias que es preciso vencer aún para lograr que las calles se mantengan limpias, como las de todo centro mediamente culto”. Pero le agregaban, al alcalde, una extensa lista particularidades con las que tendría que lidiar, si quería desarrollar una labor como la que había prometido el día de su posesión; lo primero fue argumentar que había quienes se “oponen sistemáticamente a elementales obligaciones de civismo”; que todavía había vestigios, en las calles, consecuencia del “sitio” a la ciudad ocurrido hace más de cuarenta y que ninguna autoridad municipal había hecho nada para remediar, que todavía había solares en pleno Parque de Santander y para rematar, comentaban que “aquí no se ha registrado el primer caso de una junta pro alguna obra” y añoraban la presencia de personas como sus antepasados que hicieron las grandes tareas como “las amplias avenidas sembradas de almendros y matarratones así como los espléndidos parques y lo peor, terminaban diciendo que “aquí hay ricos que niegan un granito de arena”.

De todas formas el alcalde militar fue lentamente generando la confianza necesaria entre los desconfiados ciudadanos, así pues que para tranquilidad suya y de sus gobernados, comenzó a expedir una serie de decretos que procuraban el bienestar de todos sus habitantes. Aunque en esos tiempos los periodos de los mandatarios no eran largos, claro, dependiendo del grado de cercanía y amistad que tuviera con los mandos nacionales, al mayor Neira, en resumidas cuentas no le fue mal, así solo haya estado al mando de la administración municipal unos meses. Atendía con diligencia las inquietudes de los cucuteños y luego de un detenido análisis tomaba las decisiones pertinentes. De ello dan fe, algunos decretos que me permitiré mostrar junto con sus apartes más importantes, que fueron en su momento, motivo tanto de controversia como de felicitación. El primero de ellos y considerado el más importante fue aquel que procuraba poner fin a la ola de robos, hurtos, atracos y estafas. Basado en la ley vigente entonces, la 48 de 1936, en la cual se dictaban medidas para acabar con el problema de los vagos, maleantes y rateros, dictó el decreto 259 de septiembre 7 de 1944, en el que explicaba que aunque la vagancia no es un delito propiamente dicho, sino un estado antisocial de máxima gravedad y que se requiere mayor severidad para acabar con dicho estado toda vez que en la mayor parte de los casos sucedidos media la causa del considerable número de vagos y demás que merodean por los barrios de la ciudad, decretó que procederán a recoger a cuanto individuo que ande por las calles o parques no teniendo medios de trabajo lícitos o comprobados y que esté catalogado como vagos, serán llevados al Permanente y reseñados y prontuariados por la sección penal de la alcaldía y establecían procedimientos para los casos primarios y de reincidencia, que eran básicamente, amonestación, multa convertible en arresto con obligación de trabajar en obras públicas municipales para tener derecho a la alimentación y por último el traslado a la Colonia Penal Agrícola, en los casos más graves y previo juicio. En el segundo caso se establecía una excepción y era que quienes tuvieran cómo sustentarse, solamente trabajarían tres horas en obras públicas.

El decreto siguiente, el 260, era de tipo ‘social’, toda vez que se trataba de emprender una campaña para garantizar la tranquilidad social debido a los innumerables escándalos que incomodan a los ciudadanos, por tal razón, se prohibían los siguientes ruidos: el canto en las calles, avenidas, parques y establecimientos públicos. Los aparatos de música o radio recepción instalados o que se instalen en casas, tiendas, bares o cantinas solo podrán funcionar con volumen reducido de las 8 p.m. hasta las 12 de la noche. Estaban prohibidos los pitos, sirenas o gritos para llamar pasajeros durante la noche y las sirenas y pitos de los automóviles no podían sonar a partir de la 8 de la noche, entre otros. Los demás artículos establecían las sanciones y fijaban horarios a los teatros y demás actividades. Igualmente se fijaba en un peso ($1) el precio que tenía que pagar quien fuese trasladado al Permanente, en el carro-patrulla.




Recopilado por: Gastón Bermúdez V.

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